sábado. 20.04.2024
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Finge, Esfinge, ¡es fin! | La Esfinge y el interaccionismo simbólico

César Zamora

Finge, Esfinge, ¡es fin! | La Esfinge y el interaccionismo simbólico

La expresión simbólica traduce el esfuerzo del hombre para descifrar y dominar un destino que se le escapa a través de las oscuridades que lo envuelven

Jean Chevalier
Filósofo francés


La sorpresa es el móvil de cada descubrimiento
Cesare Pavese, escritor italiano

La virgen alada, monstruo de las montañas, con sus cuádruples garras, se llevaba a los cadmeos a los espacios luminosos del cielo inaccesible.
Sófocles, poeta trágico
de la antigua Grecia
(En Edipo Rey, 808)


Voy a mandar hacer un animal,
con piel de humano y las manos de león,
lo enseñaré a arañar, a ladrar, a masticar…

El animal
Caifanes
El nervio del volcán (1994)

 

A manera de presentación

Como un apasionado de la literatura fantástica y admirador de Jorge Luis Borges desde la temprana edad, el juego intertextual es uno de mis hobbies favoritos, pues ejerce una adicción provocada por el deleite de transitar de la libertad como autor hacia la rigidez de un texto académico; entre el misterioso himeneo del azar y los conocimientos, en mi vida como autodidacta marginado; entre un rito sencillo y una ceremonia compleja; entre una insulsa plática sobre futbol y una discusión con Isauro Rionda Arreguín (q.e.p.d.) u otro personaje de altos vuelos; “entre una áspera  monstruosidad y un hombre sereno ante la desdicha”. El juego intertextual, dicho sea de paso, provoca el gozo de las sensaciones más extremas (casi como enfrentarse a un enjambre pandilleril en un callejón sin salida o a la Esfinge en las inmediaciones de Tebas). En el juego intertextual hay suspenso, humor, hay de todo: interrogantes, divertimentos, yuxtaposiciones, saltos atrás, bostezos, Musas, poemas extraviados, éxtasis, pero, más que otra cosa, el ímpetu de aprender a osar querer, querer saber y saber callar. El juego intertextual, por supuesto, implica un proceso mental y éste como producto genuino de la interacción simbólica. En el interaccionismo simbólico, el significado no tiene su génesis en los procesos mentales, sino en el proceso de la interacción.

 

Principios básicos del interaccionismo simbólico

  1. A diferencia de los animales inferiores, los seres humanos están dotados de capacidad de pensamiento.
  2. La capacidad de pensamiento está modelada por la interacción social.
  3. En la interacción social, las personas aprenden los significados y los símbolos que les permiten ejercer su capacidad de pensamiento distintivamente humana.
  4. Los significados y los símbolos les permiten a las personas actuar e interactuar de una manera distintivamente humana.
  5. Las personas son capaces de modificar y alterar los significados y los símbolos que usan en la acción y la interacción sobre la base de su interpretación de la situación.
  6. Las personas son capaces de introducir estas modificaciones y alteraciones, debido, en parte, a su capacidad para interactuar consigo mismas, lo que les permite examinar los posibles cursos de acción, y valorar sus ventajas y desventajas relativas para luego elegir uno.
  7. Las pautas entretejidas de acción e interacción constituyen los grupos y las sociedades.

 

¿Alguno de nosotros podrá vencer a la Esfinge, un símbolo[1] casi tan antiguo como la civilización misma (los símbolos nos permiten imaginar una realidad metafísica, como el cielo o el infierno)? ¿Acaso nosotros mismos somos Ella? ¿Por qué un animal fabuloso egipcio, incrustado en un drama satírico griego, ha cautivado a historiadores, poetas, filólogos, psicoanalistas, egiptólogos, eruditos del rock and roll y, ahora, a nosotros? (la socialización no constituye un proceso unidireccional en el que el actor recibe información; se trata de un proceso dinámico en el que el actor da forma y adapta la información a sus propias necesidades; por supuesto, los interaccionistas simbólicos no sólo se preocupan por la socialización, sino por la interacción en general que, sin duda alguna, es el proceso mediante el cual se expresa el pensamiento). Esfinge, por ser una palabra polisémica (numerosos significados, algunos de ellos entrelazados entre sí)[2] trae a la mente el recuerdo de Egipto y Edipo, de asirios y persas, de la Alquimia, la Ilíada e incluso Harry Potter. Es adorno escultural en templos masónicos y custodio de saberes ocultos [cabe destacar que la importancia del pensamiento para los interaccionistas simbólicos se refleja en su concepción de los objetos; Blumer distingue tres tipos de objetos: 1) Físicos, 2) Sociales y 3) Abstractos; esta perspectiva conduce a la idea relativista de los diferentes significados que diversos individuos dan a distintos objetos: “La Esfinge constituye un objeto diferente para un historiador, un poeta y un filólogo”].

Sin temor a ser desgarrado por la “perra cantora” —así denominó Sófocles a la Esfinge en Edipo Rey (391)—, los rasgos prosopográficos o externos (cuerpo de león con cabeza humana) más los rasgos etopéyicos o “de carácter” (intransigente en el combate, intemperante, vulgar) dan como resultado un críptico retrato literario; por ende, un portador de múltiples dimensiones semánticas y da pie a híbridos visuales (anagramas, epigramas, collage, las mezclas entre prosa e ilustración, etcétera). En efecto, un personaje críptico de extensa cadena intertextual, con muchos entresijos (el interés central de los interaccionistas simbólicos se sitúa en la influencia de los signos y los símbolos sobre la acción y la interacción humana).

Es una bestia antropomorfa que tiene sus raíces en Egipto, cuna del ocultismo (el uso de símbolos permite trascender el tiempo, el espacio e incluso nuestras propias personas; los actores pueden imaginar la vida en el pasado y en el futuro. Además, los actores pueden salir de su propia persona simbólicamente e imaginar cómo es el mundo desde el punto de vista de otra persona; de acuerdo con Miller [1981], éste es el conocido concepto interaccionista–simbólico de “ponerse en el lugar del otro”). La “virgen alada” —otro epíteto que le endilga Sófocles (496–406 a.C.)— se incrustó en la cultura micénica por el poderoso influjo de la civilización del Nilo en Argos de Acaya y la isla de Creta. Heródoto, más heterodoxo que laxo, llamó androesfinge a la de los monumentos egipcios, para distinguirla de la bestia que desafió a Edipo, hijo de Yocasta; “es un león echado en la tierra y con cabeza de hombre”, describió el Padre de la Historia al enigmático personaje de piedra que eternamente vela sobre la planicie de Gizeh (un coloso de 20 metros de altura).

La Esfinge es el símbolo por antonomasia del misterio y del futuro, el alquimista Fulcanelli así lo revela (también simbolizaría lo ineluctable, lo ineludible). En viejas tabletas halladas en la ciudad egipcia de Edfú se descubrió una explicación sobre Horus como “espíritu velado de la Esfinge” (los símbolos incrementan la capacidad de las personas para percibir su entorno; en lugar de sentirse ofuscado por una masa de estímulos indistinguibles, el actor puede percibir ciertas partes del entorno mejor que otras). “Esfinges barbadas y coronadas hay en los monumentos de Asiria y la imagen es habitual en las gemas persas”, nos comparten Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero en el ya clásico “Manual de Zoología Fantástica” (1957). Entretanto, Jean Chevalier, en su “Diccionario de los Símbolos” (1986), citó:

«Es el guardián de los umbrales prohibidos y de las momias reales; escucha el canto de los planetas; vela al borde de las eternidades, sobre todo lo que fue y sobre todo lo que será».

Según el egiptólogo francés Jean Yoyotte (1962), representa “un poderío soberano, despiadado con los rebeldes y protector de los buenos. Por su rostro barbudo, es rey o dios solar, y posee los mismos atributos que el león”. En la Teogonía de Hesíodo se descubre que la Esfinge es fruto de Quimera y Ortro (hermano de Cancerbero). El poeta griego Laso de Hermíone mantuvo la hipótesis de la unión entre Quimera y Tifón para dar luz a la Esfinge. Otro erudito helénico, Aristófanes de Bizancio (257–180, a.C.), quizás uno de los bibliotecarios de Alejandría, sostenía que Edipo la llamaba Musa, pues Ella cantaba sus enigmas; a través del canto, las Musas exaltaban el arte poético y tales deidades inspiradoras le habían imbuido la facultad de formular complejos acertijos.

Edipo —como ya se sabe— es el personaje central de esas leyendas griegas —con vestigios de Egipto— que convergen en una de las confrontaciones más rigurosas de las que se tenga memoria, entre una áspera monstruosidad y un hombre sereno ante la desdicha: una Esfinge asolaba el reino de Tebas; un monstruo mitad león y mitad mujer que “planteaba enigmas a los caminantes y devoraba a quienes no podían responder”.

Grosso modo, esbocé la multiplicidad de significaciones de la palabra polisémica “Esfinge” a través de literatos griegos y prolijos trabajos contemporáneos. No obstante, en el Renacimiento[3] surge un adversario del verbalismo[4]de la escolástica que también nos da cuenta de ese animal/personaje/monumento: Francis Bacon, lord canciller de Inglaterra. De espíritu revolucionario, Bacon destacó en la política, la literatura y la filosofía, y desgranó la metáfora del andariego Edipo ante el perverso ser con la maestría británica del Trinity College de Cambridge. Todos los atributos de ese monstruo temible serían los indicios de la vulgaridad, la ignorancia. Ella no puede ser vencida más que por la vía del intelecto, con la luminosidad de la razón (antítesis de la escolástica). La sagacidad de Edipo es proverbial y se presenta en un texto de Bacon como antónimo del embrutecimiento vulgar, de la ofuscación, pero a la vez como el verdadero poder del hombre, el que rompe las cadenas de la ignorancia. Es, a la vez, una invitación a conocer nuestro verdadero rostro, a indagar de dónde provenimos y hacia dónde se dirigen nuestros pasos. ¿Dónde estamos posados, de qué estamos hechos? (la frase inscrita en el frontispicio del templo de Delfos: “Hombre: conócete a ti mismo y conocerás al Universo y a los Dioses”).

La Esfinge también podría ser custodio de las tradiciones ocultas; la cabeza humana representaría la inteligencia, el saber, mientras que las garras de León serían símbolo de osadía, el ardor en la lucha. A juzgar por la tradición griega, el animal fantástico arrojó por sus fauces el siguiente enigma: “¿Qué ser que camina sobre la tierra lo hace primero a cuatro patas, después a dos y luego, cuando se vuelve débil, utiliza tres patas?”; intrépido, Edipo contestó: “El hombre”. Los antiguos maestros de la literatura griega hablan de otro enigma que también descifró Edipo: “Existen dos hermanas. Una engendra a la otra. Ésta, a su vez, engendra a la primera”; y Edipo, igualmente osado, respondió: “La noche y el día” (los símbolos ensanchan la capacidad de resolver distintos problemas; los animales inferiores pueden utilizar el método de prueba y error, pero los seres humanos pueden, sirviéndose de símbolos, valorar diversas acciones alternativas antes de elegir una de ellas. Ello reduce las posibilidades de cometer errores costosos). La Esfinge, al saberse derrotada, se lanzó desde lo alto de su escondrijo para sucumbir; otros sostienen que el propio Edipo la aniquiló. A manera de indemnización, Edipo recibió el Reino de Tebas y la mano de Yocasta (¡¡¡su verdadera madre!!!), lo cual sería punto de partida para otra extensa serie de dilucidaciones sobre el uso del conocimiento, amén de los descubrimientos y las teorías en el campo de la psicología). Para algunos ocultistas, el enigma evocado por Bacon no sólo da cuenta de la infancia, la virilidad y la decrepitud del hombre, sino de la Humanidad en sí: su pasado, sus condiciones actuales y el porvenir. La explicación de la mística española María Dolores Villegas es la siguiente (no creer a pie juntillas): “Venimos, por nuestro cuerpo físico, de una evolución animal; hemos andado a cuatro pies en los comienzos de nuestras sendas evoluciones (hombre primitivo sin mente). Hoy, en cambio, somos hombres; es decir, una suprema dualidad en la que, maravilla inefable, el ‘Ángel’ y la ‘Bestia’ se unen, pero no se reconocen; y sobre tales ‘dos pies’ evolucionamos, en el presente, la una y el otro. Mañana, cuando cada hombre en particular —y la Humanidad como conjunto— sobrepuje esta evolución, los dos ‘pies’ serán ya ‘tres’; a saber: el ‘angélico’, de la parte más excelsa, y el cuerpo estarían identificados e interconectados entre sí por un tercer elemento: la ‘Mente’, como una caracterización del alma” (los interaccionistas simbólicos, por ejemplo, no conciben la mente como una cosa, como una estructura física, sino como un proceso ininterrumpido. Este proceso forma parte de otro más amplio: el del estímulo y la respuesta). De ahí la concepción clásica de Cuerpo (yo personal), Alma (yo superior) y Espíritu (yo esencial).[5] Luego entonces, podría suponerse que la Esfinge aludiría al sacrificio que implica ordenar el caos interior (domar los cuatro egos),[6] para tener acceso a un plano superior, como resultado de vencer pruebas y obstáculos (los símbolos aumentan la capacidad de pensamiento. Aunque una serie de símbolos pictóricos puede permitir una capacidad limitada de pensamiento, el lenguaje aumenta enormemente esa capacidad. En estos términos, el pensamiento puede concebirse como una interacción simbólica con uno mismo). Es también el karma ancestral de cada individuo, la inercia psicofísica que siempre se opone al progreso espiritual.

Junio de 2013

 

 

Bibliografía

● Bacon, Francis. “La Esfinge”, en El artífice del método. Antología de Graco Rojo, Conaculta–Pangea. México. 1992.

● Borges, José Luis y Guerrero, Margarita. Manual de Zoología Fantástica. Fondo de Cultura Económica. México. 1957.

● Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain. Diccionario de los Símbolos. Editorial Herder. Barcelona, España. 1986.

● Grimal, Pierre. Diccionario de Mitología Grecorromana. Paidós. Barcelona, España.

● Hesíodo. Théogonie. Les Belles Letres. París, Francia. 1972. Edición y traducción de Paul Mazon.

● Homero. La Ilíada. Editorial Porrúa. México. 1960.

● Posener, G.; Sauneron, S; and Yoyotte J. A dictionary of Egyptian Civilization. Methuen. London. 1962.

● Sófocles. Oedipe Roi. Les Belles Letres. París, Francia. 1981. Edición y traducción de A. Dain y Paul Mazon.

● Wilson, Colin. El mensaje oculto de la Esfinge (From Atlantis to the Sphinx). Ediciones Martínez Roca, S.A. Barcelona, España. 1997.

 

[1] Las personas aprenden símbolos  y significados durante el curso de la interacción social. Mientras las personas responden a los signos irreflexivamente, responden a los símbolos de una manera enteramente reflexiva. Los signos representan algo por sí mismos (por ejemplo, los gestos de perros enzarzados en una pelea o el agua para una persona que se muere de sed). “Los símbolos son objetos sociales que se usan para representar (“significar” u “ocupar el lugar de…”) cualquier cosa que las personas acuerden representar” (Charon, 1998: 47).

[2] Los interaccionistas simbólicos conciben el lenguaje como un vasto sistema de símbolos. Las palabras son símbolos, porque se utilizan para significar cosas. Las palabras hacen posibles todos los demás símbolos. Los actos, los objetos y las palabras existen y tienen significado sólo porque han sido o pueden ser descritas mediante el uso de las palabras.

[3] Movimiento artístico, literario y científico que nace a mediados del siglo XV y se prolonga durante todo el XVI, inspirado en las obras de la antigüedad clásica, sobre todo de Roma.

[4] Propensión a fundar el razonamiento más en las palabras que en los conceptos.

[5] Sobre Cuerpo, Alma y Espíritu, véase Cabaret Místico, de Alejandro Jodorowsky.

[6] Ibídem.