jueves. 18.04.2024
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BITÁCORA DE UN PINTOR TRASHUMANTE

De dealers diletantes y otros especímenes delirantes

Saúl Espejos

De dealers diletantes y otros especímenes delirantes

Sucede que cada jueves son los JUEVES DE ARTISTAS en un antro al que pomposamente llaman ‘centro cultural’, que no es otra cosa que un bar pretendidamente hipsterizado sostenido sobre el supuesto de que unas lucecitas tenues, unos sillones desvencijados y unas malas fotos colgando de los muros hacen la diferencia entre un sitio ‘cultural’ de otro que no lo es.

Desconfío de los sitios que agregan el ‘cultural’ a su nombre, es una estupidez ¿Acaso es menos ‘cultural’ el Bar Metropólitan con su ambientazo y sus carteles de corridas de toros en las paredes y ese chamorro al mixiote que dan de botana?

Como sea, nunca me sentí convocado a ese jueves de artistas, pero Kika insistió tanto en que debía ir, que dejé mi habitual zona de confort (pinche palabrita) un jueves por la noche para desplazarme al centro de la ciudad.

Kika movía una veintena de artistas, o eso decía; era una “diler” de arte, una representante de artistas, o algo parecido, porque ya se sabe que esto no es Nueva York ni Londres, así que ni representaba nada ni vendía nada –que es lo que se supone hace un ‘diler’- ni había nadie ante el cuál ‘representar’ nada, pues la incipiente escena artística en la ciudad era más bien anémica tirándole a leucémica. Sólo organizaba muestras en lobis de hotel, lobis de restaurante, lobis de conjuntos residenciales (lo sé… ¡patético!) donde reunía en caballetes una o dos obras malísimas de plástica infame y calidad variopinta y todos se sacaban fotos en pose de revista y chorradas así, y claro, se vendía un pito. La mayoría de sus ‘artistas’ eran mujeres burguesas. No tengo nada contra las mujeres burguesas, tienen buena pinta y huelen bien, suelen pintar sin talento pero con dedicación, son necesarias incluso para el buen funcionamiento del ecosistema artístico: son ellas quienes mantienen en números negros las tiendas de materiales de arte de cualquier ciudad mediana con pretensiones, sin ellas quebrarían irremisiblemente, y toda ciudad mediana con pretensiones necesita al menos un par de tiendas de materiales de arte para sus artistas, pues de otra manera tendría que pedirlos por correo a alguna tienda a Guadalajara o el DF y no me apetecía; en ocasiones, a mitad de una pintura me urge un buen pincel o se acaba algún tubo de pintura o se me ocurre iniciar una nueva serie y necesito papel de algodón… a veces eso me ocurre a mitad de la noche, y entonces tomo el auto y llego hasta la tienda que al mismo tiempo es la casa del propietario, Chuy,  que me abre aún a las tres de la mañana, y compro algún material y regreso a reanudar la pintura pendiente, eso o le marco a Chuy, Chuy, traete unos pinceles y unos tubos de tal y tal, y entonces llega Chuy unos minutos después con una botella de ron y los materiales.

Pero me estoy desviando del tema…

Kika era una inmigrante argentina que había venido huyendo del famoso corralito y había encontrado su lugar casándose con un rico empresario zapatero que solventaba todos sus gastos; era psicoanalista, pero nunca ejerció su profesión, luego empezó a sacar fotos, compró una o dos cámaras y se presentaba en exposiciones con fotos tomadas durante sus vacaciones en Tánger, Argelia, Centroamérica, Brasil etc., de niños harapientos, pescados podridos y mercados del tercer mundo. Aquellas fotos de turista fresa las llamaba arte, luego empezó a colgarle hilos y telas y a manchar con pintura sus fotos y otras chorradas y las llamaba instalaciones (sic). En algún momento se dio cuenta que era más lucidor organizar expos y ponerse en el centro de ellas que hacer todo por ella misma. Así que Kika armaba (‘showroomeaba’, decía) exposiciones y subastas en beneficio de instituciones de caridad y esas cosas.

Llegué directo al lugar. En la entrada una mujer guapa, altos tacones, vestida de negro y un caballero con pinta de abogado penalista, discutían visiblemente borrachos bajo una inmensa jaula de alambre retorcida. Él intentó evitar que se fuera, ella le abofeteó, aventó los tacones y se marchó descalza. Me gustó esa primera impresión, quizá debía reconsiderar mi nihilismo. Dentro el ambiente era animado, el techo abovedado, cuadros colgados en las paredes, jaulas retorcidas suspendidas de los techos. Tocaba el grupo de la casa, Perros flacos o algo así. Todos parloteaban. Yo no hallaba mi lugar, así que caminé a la barra, donde pedí un mezcal. Había pulque, me gustó más el sitio. Ya empezaba a pensar que aquello no estaba tan mal, cuando vi aparecer a Kika chispeada. No me miró, yo miré cómo pivoteaba la nariz limpiándose los restos de coca y se alejaba taconeando hacia la salida, entró apresuradamente al auto con un tipo que no era el zapatero y se alejaron del lugar.

Me quedé un rato más. No vi ningún artista por ahí, y si los vi no los distinguí de los borrachos comunes.

Creo que volveré el próximo jueves.