martes. 23.04.2024
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ROMISAN O LA EDUCACIÓN

Día de la familia

José Luis Pescador

Día de la familia

Primero les quité a mis hijos la televisión. No deseaba que absorbieran los contenidos emitidos por una empresa SINIESTRA como Televisa.

Lo tuve muy claro muy pronto, lo noté un buen día, supongo que viendo un programa de concursos tipo ‘Chabelo’, ‘Sábado Gigante’, ‘100 mexicanos dijeron’, ‘El juego de la Oca’… personas denigrando su condición humana ante las cámaras de televisión, PERSONAS, no participantes, no X, sino personas, como cualquiera de nosotros, como yo mismo ¿Qué pasa con su pudor, su sentido del ridículo, su dignidad? ¿Vale la pena que el locutor con micrófono en mano se mofe de aquella persona por una sala de Muebles Troncoso? ¿Una bicicleta Apache? ¿Una dotación de galletas Gamesa? Y lo peor es que aquello DEBÍA resultar gracioso a los espectadores, multiplicados por millones gracias a la “magia de la tele-visión”; se supone que los demás TENÍAMOS que reírnos de las ocurrencias del tal Chabelo, que además recibía trato de ‘estrella’. Mi YO del pasado, mi YO-niño no entendió el chiste ni me pareció gracioso, pero para no desentonar reí también, con la vista muy fija en la pantalla para que nadie se diera cuenta que NO había entendido el chiste… y entonces noté que la pantalla del televisor estaba formada por unas minúsculas figuritas que se repetían por toda la superficie interna del vidrio, tres colores básicos, rojo-azul-verde, y que desde aquellas ventanitas se sucedían los colores en un vertiginoso movimiento parpadeante. Me acerqué más, con protestas por los demás miembros de la familia (porque aquello se llamaba ‘En Familia con Chabelo’, hágame usté el xhingao favor) que sí querían saber si el señor Rodriguez se ganaba la sala o iba a la catafixia.

El asunto me fascinó. Si me acercaba lo suficiente podría descubrir lo que había detrás; ahora todo tenía sentido: ¡Era absurdo! “Hey, ¡los están engañando! ¡No hay nadie detrás de la pantalla, son sólo unas luces de colores que se mueven, el señor Rodríguez no va a ganar ninguna sala, no importa que pierda, no importa que gane! ¿Me oyen?” Grité para todos.

Si hubo respuestas o quejas o risas no me percaté. Alguien me jaló del brazo, mi mamá, claro, no quería que me volviera ciego, dijo, al mirar demasiado cerca aquellas luces demasiado intensas. Mi mente de infante (et- del latín Infantis: Sin-voz) comprendió al punto lo importante de la declaración materna: Las luces eran malas, volvían ciegas a las personas.

Mi siguiente ejercicio, que repetía con regularidad, en silencio siempre, era sentarme en sentido opuesto a los televidentes y mirar sus rostros mirando la pantalla, el ritual colectivo vuelto espectáculo para un niño identificado con los piratas (un niño-pirata) los gestos eran iguales, o muy similares, especialmente en los mundiales de futbol, o en los grandes partidos llamados –nunca he sabido por qué, aunque lo sospecho- CLÁSICOS.

De hecho no olvido México 86 ni Italia 90, gracias-a, o por-culpa-de, que la escuela donde estudié (una mole gris austera y sin chiste cuyos constructores jamás oyeron hablar de Barragán y a la que cariñosamente llamábamos Reclusorio Hispano) interrumpía las actividades normales y con gran revuelo colocaban gordos y pesados televisores en el patio techado para que TODOS viéramos los partidos de futbol, siendo mayor el revuelo si la que jugaba –invariablemente perdía- era la selección nacional. Lo mismo las olimpiadas, lo mismo en discursos de presidentes y en tiempo de elecciones. El criterio para decidir interrumpir las actividades normales era un misterio para mi yo-niño, supongo se trataba de ser ‘testigos’ directos de los GRANDES acontecimientos nacionales a través de la tele-visión, que por otro lado, eran totalmente predecibles: todos sabíamos que aunque metieran gol o pasaran a octavos, nuestros muchachos siempre encontrarían la manera de fallar y quedarse en la raya a pesar de tener al tal Hugo Sánchez, una especie de semi-dios como Hércules.

La vuelta al salón en el último partido siempre era silenciosa y con una dolorosa sensación de fin-del-mundo. Las elecciones eran igualmente ridículas, ¿Por qué siempre gana el PRI? ¿Por qué nunca gana el del gallito, que se ve simpático? -¿Por quién vas a votar esta vez Papá? -Por el PRI -¿Por qué? –Porque siempre gana. Y era verdad. El resto siempre perdíamos.

Mi YO-de-los-ochentas sospechaba que lo que realmente trataban de enseñarnos al insistir en ver el televisor, era a acostumbrarnos a perder, a darnos cuenta que no iba a ser fácil el mundo y que si no estudiábamos, no íbamos a ser ‘alguien en la vida’. Estudiar era algo tan abstracto que si en ese momento hubiera conocido la palabra “abstracto” la habría aplicado cada que alguien mencionara la palabra “estudiar”.

Lo abstracto del televisor se volvió tangible un día que fuimos todos a “En Familia con Chabelo”. ¿Quién llamó por teléfono? ¿Cómo lo obtuvimos? ¿Quién lo decidió? Misterio total. Ni mi madre ni mi padre son del tipo que marcan el teléfono para obtener una cortesía ni nada de eso. Una amiga de mi madre, la señora Paloma, había hecho para nosotros la cita hacía meses (al parecer era muy difícil obtener un pase de esos) y un buen sábado luminoso estuvimos citados para asistir, junto con otras decenas de familias, al estudio de televisión en la av. Chapultepec donde se grabaría el programa.

El primer mito fue derrumbado, el programa se transmitía (hoy día aún se transmite) los domingos, y aquello se grababa los sábados ocho días antes de su emisión. (¡Ajájaaaa!, conque así funciona…), y después de una larga fila, nos sentamos en las gradas. La cosa sucedió. La ‘magia de la televisión’ eran gente en una empresa, un gran set que más bien parecía una bodega, había interrupciones, maquillaje, luces, aparatos sofisticados con cables largos y ruedas para moverse aquí y allá, ¡fascinante!, mucho más que ver al monigote de short y voz ridícula en la pantalla.

A partir de ese momento no eran sólo luces en una pantalla, y entonces, súbitamente comprendí todo y me preocupé ¡Oh, no! ¿Y si resulta que debemos concursar? Así era, así fue; el monigote sacó un número de una caja giratoria y deletreó un número, indicando que el poseedor del número pasaría a concursar. Revisamos el número que nos fue dado, nadie… excepto mi papá, que tenía el número concursante. Nos dio emoción, gritamos, aplaudimos. Era válido emocionarse y gritar como locos en esas circunstancias, esto NO es la televisión, pensé, ESTO es real, es el set, la gente de al lado es real, el monigote es real, la SALA de Muebles Troncoso es real, así que nuestra emoción era muy real. La cosa volvería a ser irreal en la pantalla, pero ahora no era el caso.

Mi papá fue transportado rápidamente al centro del set, reíamos locamente y le echábamos porras mientras le mataban el brillo con maquillaje rápidamente. No lo hicieron trepar unas cuerdas, ni caer en una piscina con agua, ni comerse 12 manzanas rápidamente… era un juego de cartas, había que adivinar, algo simple. Hasta el monigote se portó bien y no dijo chistes idiotas, y mi padre recibió una dotación de galletas Gamesa y una bicicleta de montaña perfecta para el cumpleaños de mi hermano, que justo ese día cumplía 14 años.