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Por qué afinar los sentidos

Federico Urtaza

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Foto: Aleksey Kondakov. Tomada de Facebook.
Por qué afinar los sentidos

Uno tiende a dar por sentado que si tiene ojos, sabe mirar. No es tan sencillo; por ejemplo, cuando uno se entera de lo que dicen muchos candidatos, es muy fuerte la tentación de asegurar que si tienen cerebro estarían en aptitud de pensar, lo cual no necesaria (y trágicamente) ocurre.

Si tenemos un cuerpo y éste cuenta con órganos y realiza funciones acordes, en principio estaríamos habilitados para movernos en el mundo con una soltura que sigue pareciéndonos casi de superhéroes. Esas habilidades y talentos que suponemos “naturales”, requieren para su desarrollo, aunque sea un esfuerzo y ejercicio mínimos.

A lo largo de la vida, aprendemos a funcionar unos bien, otros regular y algunos de plano mal. Por otra parte, así como hay estímulos para que nuestro cuerpo y sus capacidades se superen a sí mismos, hay pantanos de los cuales no siempre salimos bien librados.

Tal vez por un instinto de conservación de la energía nos inclinamos a abordar el mundo aplicando el principio del mínimo esfuerzo; eso explica que nos sea más fácil movernos en un mundo de patrones reconocibles que en uno lleno de sorpresas.

Simplificando (sí, en la línea del menor esfuerzo y para abreviar este discurso), nuestros sentidos y nuestra mente, que son nuestro modo de relacionarnos con el mundo que nos rodea, pueden ser tan agudos como los obliguemos a ser, o tan planos como nos sea cómodo.

Las artes (doy otro salto que en cine se llama elipsis), tienen como gran virtud ayudarnos a afinar por un lado nuestros sentidos y nuestra mente y por el otro, nuestra relación con el mundo al permitirnos percibir lo no tan obvio, lo que se mueve fuera del patrón, es decir, nos hace ser superiores al personaje conchudo y atenido que recibe lo que se le da.

Aclaro, esto no nos convierte en automático en artistas, pero sí en interlocutores (me niego a hablar de consumidores de bienes y servicios culturales o “derechohabientes” de cultura) de los artistas; en esta interlocución se da el diálogo.

En el caso del cine, considerando que integralmente es industria, entretenimiento, medio de comunicación, también es una expresión artística compleja; cuenta historias, nos conecta con nuestra realidad o con otras a través de relatos que fundamentalmente se despliegan en imágenes.

Ver cine, cualquiera lo hace; sin duda, pero eso es precisamente lo que nos hace agachones para recibir la oferta de películas que podemos catalogar en el rango de limítrofes con la imbecilidad, pues no requieren más que resistencia y pasividad frente a la pantalla.

Ver cine como quien se aventura a explorar otra dimensión de la realidad, eso sí que requiere de un esfuerzo que nos permita mantener una mirada atenta no sólo a lo que es visible, sino experimentar el acontecimiento cinematográfico en toda su complejidad; así, además de ver y oír y estar con la mente a todo lo que da, hay qué saber un poco más del lenguaje cinematográfico (ya dijimos que el arte es un diálogo).

Hay una máxima muy conocida entre los juristas que establece que quien puede lo más, puede lo menos; viene muy al caso para ilustrar esto de lo que estamos hablando en este artículo: quien sabe ver, escuchar, sentir, olfatear o saborear más allá de lo estrictamente funcional, seguramente disfrutará más de sus experiencias de vida (aunque no dejemos de lado que seremos también más sensibles a la parte sombría de ella, pero eso es nada menos que ampliar nuestro nivel de conciencia).

Hace poco veía una secuencia de una película de Kubrick en blanco y negro que mostraba una pelea entre dos hombres; me llamó la atención que cada uno desplegaba una gran energía para neutralizar y derrotar a su adversario, pero lo curioso de la secuencia es que no se veía casi a los dos hombres juntos, sino que el vertiginoso montaje nos los muestra separados, como si luchara cada uno consigo mismo… Esto no es sólo una curiosidad para cinéfilos avezados; nos dice algo que como espectadores vamos a replantear mediante la atribución de un sentido: en efecto, se ve que luchan con gran energía pero la secuencia se prolonga en tantas rupturas y falta de eficacia en los golpes, que se revela que a cada contrincante lo domina el miedo (que se agudiza si consideramos que pelean en una bodega de maniquíes y se medio golpean con partes de éstos), hasta que uno de los dos, a pesar del miedo, mata al otro. ¿Hay una identificación que une a los combatientes, que los convierte en dos caras de una misma moneda? La respuesta se halla en el contexto de la historia que plantea la película.

Si redujéramos esa secuencia a “dos hombres pelean con encono pero parece que sin animarse a derrotar al otro, hasta que uno mata a su rival”, funciona la película, pero algo está quedando fuera.

No sé a usted, estimado lector, pero a mí me desagrada ver películas en las que un idiota es un idiota y nada más, una cama es un pretexto, y la agitada armonía de violines es anuncio de que algo malo va a pasar.

Creo que muchos queremos ver qué hay debajo de lo aparente; queremos desentrañar los misterios de la vida.