Es lo Cotidiano

Raquel

Blanca Parra

Maya Plisetskaya
Maya Plisetskaya

La volví a ver hace un año, después de treinta o un poco más. No que ella fuera culpable de nada, todo lo contrario, pero fue una manera de protegerme del dolor que me provocó la noticia que me dio.

La conocí al ingresar a la primaria, un par de cuadras adelante de su casa y de la de mi abuela paterna, que estaba a dos puertas de la de ella. En esa época era como cualquiera otra de las compañeras, y de alguna manera terminamos formando un grupito que incluía a Lupita, Rosario y Carmelita, todas vecinas de ella.

Yo vivía en el otro extremo de la ciudad de entonces, unas quince cuadras de por medio. Supongo que me inscribieron ahí porque era la mejor escuela pública para niñas, y porque quedaba justo frente a la pequeña academia de inglés que mi padre atendía por las tardes, después de su doble jornada de trabajo; 30 pesos mensuales por una hora de clase al día, y a veces completaba la renta del local con su sueldo regular. "El Profe Parra formó a los mejores profesores de inglés de la ciudad", me contó alguien.

El grupo se mantuvo a lo largo de la primaria y la secundaria. Teníamos la misma edad, con semanas de diferencia. Raquel es del 9 y yo del 18 de febrero, por ejemplo. Había otro grupo, el de las niñas que vivían cerca de la casa donde pasé de los 10 a los 15 años. Interactuábamos en algunos cumpleaños, pero nunca formamos un grupo único. En aquellos tiempos yo no percibía las diferencias sociales o económicas, sencillamente porque nunca me importaron. En retrospectiva caigo en cuenta de cómo ya influían.

Después de la secundaria solamente vi al primer grupo en vacaciones. Cada una había tomado su camino: Lupita y Rosario se fueron a estudiar a Guadalajara, Carmelita emigró a los Estados Unidos, y yo me fui a la ciudad de México. Ninguna de nosotras regresó a vivir en la ciudad natal. Raquel permaneció, aunque pasó un año en Guadalajara tratando de titularse como traductora. Ella sí fue alumna de mi padre. Pero en esa estancia su desequilibrio se hizo evidente; trató de suicidarse y regresó a su casa.

Por supuesto que antes hubo algunas señales de que las cosas no iban bien para ella. Comenzó a quitarse los años cuando apenas tenía 17, a vestirse y peinarse de manera aniñada. Pero nunca la cuestionamos. Quería ir a todos los bailes, y aprovechaba que a mis padres les encantaba bailar para hacer que yo también fuera y así obtener el permiso para asistir. Pero nadie la sacaba a bailar, a pesar del vestido nuevo y el arreglo de fiesta. Necesitaba un afecto, desesperadamente, y esa desesperación alejó a cualquier potencial candidato.

Luego supe que fue su propia madre quien, desde muy pequeña, se encargó de romper su personalidad y de volverla dependiente. La culpabilizó, le "mostró" que no tenía nada para atraer una pareja, la quebró. La madre había sido maestra de primaria en alguna parte, y uno ruega porque esos especímenes desaparezcan y no hagan daño. Su padre la quería, supongo, pero la que dominaba era la madre. Mi amiga nunca pudo recuperarse, a pesar de médicos y medicinas.

Cuando la vi, hace poco más de 30 años, mantenía una conversación regular. Pero yo no quise conocer los detalles del suceso que terminó con una dulce esperanza. Salí casi corriendo de su casa, con mi chiquillo de la mano, para llegar a casa de mi madre a reclamar que no me hubieran informado de lo sucedido casi cuando murió mi padre y nació mi hijo.

El año pasado, en julio, regresé a buscar a mi amiga. La miseria en la que vive, una vez que le negaron la pensión de su madre y a pesar de su estado de salud; el deterioro de la casa que sigue siendo de ella pero que no puede ni higienizar ni reparar; la ausencia de familia que la apoye y la cuide, y todos los fantasmas que se han instalado a vivir con ella.

Sin embargo me reconoció sin problema y me preguntó por mi familia. Me dijo que cada que era su cumpleaños recordaba el mío y me dedicaba la misa, y se apresuró a preguntarme si yo era creyente. Me platicó que Lupita la buscaba cuando iba a Tepic, que estaba retirada, vivía en Guadalajara y viajaba mucho, por placer. Dijo que el resto de las compañeras de la secundaria la evitaban, lo cual no me sorprende porque casi me pasa lo mismo. Pero luego me contó que estaba tan delgada y desmejorada porque los vecinos le chupaban la energía, y la conversación tornó en algo difícil de seguir o de retroalimentar. Del pasado ya no se acordaba.

Casi un año después volví para invitarla a desayunar, junto con mi mamá. Venía regresando de comprar su desayuno: leche y un pan; se disculpó por no poder ofrecernos nada y declinó la invitación. Le pregunté si tenía un teléfono para comunicarme con ella y sí, regalo de Lupita. Pero solamente lo usa cuando ella le llama y no conoce las funciones. Le dejé mi número, para que Lupita la ayude a comunicarse conmigo en caso necesario. Luego comenzó a hablarnos  de los fantasmas y aparecidos "con esos niños en brazos", y ya no pudimos seguir lo que decía.

Tal vez la encuentre en la próxima visita, tal vez encuentre su cuerpo pero ya no podremos conversar ni siquiera unos minutos. Es mi única amiga en mi pueblo, y es como si ya la hubiera perdido.