martes. 23.04.2024
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Más vale tarde

León Fernando Alvarado

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"In rock" de Deep Purple.
Más vale tarde

Para lo que sea que haya sido el rock en México durante los años de la resistencia (1971 a 1993), Deep Purple fue una figura señera. Ilustremos con anécdotas el contexto de aquellos años para aquilatar el valor de Deep Purple en México y en León.

Al menos oficialmente, el rock no existió en México desde el día 12 de septiembre de 1971 hasta mediados junio de 1993. Las fechas, ni caprichosas ni arbitrarias, corresponden al día inmediato después del concierto de Avándaro y concluyen con la presentación de Bon Jovi en la cancha de prácticas de futbol de la U de G, con la cual, aunque de manera tibia, se dio paso a los conciertos masivos que hasta los gobiernos militares del Cono Sur llegaron a permitir. Así fue el autoritarismo monopartidista de la época.

Durante el periodo de desaparición por decreto oficial, el rock debió refugiarse en las catacumbas de los llamados ‘hoyos fonquis’ –que en León no fueron ni tan ‘hoyos’, porque muchísimas tocadas se realizaron en el Club de Leones Calzada (ahora desaparecido), un local bastante digno para el rock-, en los discos de grupos como el propio Deep Purple, Led Zeppelin, Pink Floyd, Black Sabbath, Janis Joplin, los Doors, en las tardeadas caseras y en dos o tres estaciones radiofónicas.

Para los entonces jóvenes, el rock tenía contenidos semánticos que los propios músicos ni siquiera imaginaban. Para hablar de mi caso, fue casi simultáneo el descubrimiento de ‘Smoke on the water’ y el cuento ‘Cuál es la onda’, de José Agustín. Lectura a gritos y audición a todo volumen se retroalimentaban; oír la pieza y leer, aunque fuera una parte del cuento, era la misma cosa. ¿Y qué quería decir la canción, fuera de contar una historia baladí? Quería decir que si deseábamos tener un vago hálito rockero debíamos conformarnos con ver el programa Alta Tensión, transmitido por el canal 13 los viernes por la noche. Y quería decir también que era nuestra obligación atribuirle a la música relevancias y conceptos en los que los músicos no habían pensado. Con cuánta razón Juan Villoro, años más tarde, anotaría que la literatura de José Agustín equivalió a los conciertos masivos que no tuvimos en México. Tal cual.

El Purple en León no fue material para las tardeadas como lo fueron Led Zeppelin o KISS. En lo que respecta al Zepp, el grupo Garabato lo refriteaba con bastante decoro; la dotada voz de Águeda, su cantante, salía airosa en su interpretación de ‘Inmigrant song’, apoyada por la batería de Wilbur y el crew que colocó a Garabato como el mejor grupo en el estado. Sin haber tocado nunca en aquellas tardeadas porque su formación y sus intereses eran otros, Argentum volvió inolvidable su ejecución de ‘Stairway to heaven’.

Al Fuego de Pericles Co., banda por ahí de mediana, se le conoció por sus fusiles a los Rolling Stones. ¿Cómo olvidar a Pericles arrebatándole el micrófono al cantante de un grupo gringo formado en San Miguel de Allende que se presentó en el salón del STIC, frente al jardín de los Niños Héroes? Mientras los gringos forcejeaban con Pericles para que les devolviera el micrófono, Pericles no dejaba de cantar ‘It’s only rock’n’ roll but I like it, I like it, I like it’. Hubo quienes, como Anubis Band en un concierto ofrecido en la derruida Arena Isabel, integró su set con sólo canciones de KISS. Otros grupos fusilaban con mayor o menor éxito a Black Sabbath. Con Deep Purple nadie se metía.

Durante aquel periodo de glaciación, Deep Purple era impensable para la radio. Estaciones como La Divertida –en el 1390 de su radio- o Radio Universo –luego Radio Internacional (¿o al revés?), en el 1170 del cuadrante- programaban buen rock pop de entonces, pero ni soñando presentaban algo como Deep Purple. Vamos, ni en las entonces famosas tardeadas que se organizaban en las casas se les podía escuchar, y eso que había temerarios que ponían en la consola sus discos de 45 rpm de Edgar Winter (cuyo ‘Frankenstein’ levantaba de sus asientos a no pocos), Traffic, Cream (‘Sunshine of your love’ o ‘White room’ eran las que electrizaban al respetable) y desde luego el emergente Santana y su repertorio con el que cuarenta años después Santana sigue deleitando a sus seguidores. Los que siempre se llevaban la noche era Credence Clearwater Revival. La mención de títulos como ‘Panteón del tren’, ‘Pagana’, ‘Banda viajera’, ‘Nacido en el bayou’ o ‘Fue en una esquina’ provocan una sonrisa en la memoria.

Además de lo enumerado, el rock en el México de aquellos años tuvo algunas características, entre las cuales destacan dos. La primera es que el rock perteneció a la clase jodida. En León, las tocadas eran para gente que venía de los barrios de San Miguel, el Coecillo y el Barrio Arriba, y las colonias Bellavista o Chapalita. Pasarían años antes de que los jóvenes de la clase media, a través de productos edulcorados como Maná, Rostros Ocultos, Enanitos Verdes, Soda Stéreo o para el caso Los Toreros Muertos, creyeran haber descubierto el rock. Debe decirse que eso no es rock, o por lo menos no como se entendió en la segunda mitad de los años setenta.

Otra característica del género, propia de la efervescencia revolucionaria de aquellos años, fue considerarlo como un producto del imperialismo yanqui, un medio más para la colonización mental de los pueblos tercermundistas. Se suponía que al escucharlo uno propendía a defender a los gringos y a olvidar sus raíces indígenas; en sentido contrario, enamorarse del bombo legüero y del fino  sonido de la quena nos volvía profundamente latinoamericanos. Qué contrariedad, porque para los aficionados el rock era revolucionario de conductas y actitudes, mientras los izquierdistas lo identificaban con la reacción. Ser rockero y ser de izquierda fue entonces una contradicción. Crímenes son del tiempo.

Más allá de la escena local, sabíamos que en el panorama de la división internacional del trabajo –rockero, para el caso- a los grupos norteamericanos les tocaba la protesta contra la guerra de Vietnam, las muertes escandalosas (como las de los grandes pirados: Janis, Jim y Jimi) y la entonces incipiente comercialización del rock, mientras que a los ingleses les correspondía la innovación, la nacionalización británica del blues norteamericano y las propuestas musicales.

Ejemplo de tal comercialización fueron The Monkees, grupo hechizo al que se quiso presentar como la visión norteamericana de los Beatles y que ahora sólo este desmemoriado redactor recuerda, no tanto por su música sino por su único éxito musical (‘I’m a believer’) y su programa de televisión, emparentado en cuestión de humor con aquellos engendros llamados los Banana Splits.

A los ingleses, por su parte, les correspondía ventilar y renovar el rock con ideas frescas y músicos de muy alto nivel. Guitarristas como Alvin Lee, de Ten Years After; Jimmy Page, de Led Zeppelin; y desde luego Ritchie Blackmore, de Deep Purple, imponían su estatura musical muy por encima de norteamericanos respetables como Grand Funk Railroad.

Con todo, no era fácil seguir a Deep Purple. Su estilo, en el que algunos llegan a encontrar rastros “progresivos”, no era complaciente con la radio y se permitía canciones de diez minutos como ‘Child on time’. Fuera de ‘Black night’ y quizá alguna otra pieza, el Deep no colocó éxitos en las listas. Su dotación instrumental incluía teclados no necesariamente de adorno y contaban, por si fuera poco, con un guitarrista fuera de serie. Díscolo y huraño, sí, pero virtuoso como debe ser todo el que pretenda ser egoísta. Ese virtuoso se llamó Ritchie Blackmore, quien junto a sus cantantes –primero Ian Gillan y después Dave Coverdale- encontró el formato ideal para su música.

Deep Purple se movió en una franja de claroscuros musicales: ni tan experimentales y progresivos como los italianos (Banco del Mutuo Soccorso, Area) o los alemanes (Can, Amon Düül II) ni tan pesados como The Who o Black Sabbath. Sólo hasta años más tarde grupos como Dream Theater o Porcupine Tree han explorado el camino abierto por Deep Purple y mezclan un rock potente con los cambios de ritmo tan propios del progresivo.

El virtuosismo de Ritchie Blakcmore fue al mismo tiempo su cielo y su calvario. Por un lado sus ideas se alcanzaban altas cotas de originalidad musical, y por otro su carácter irascible sumía al grupo en incertidumbres que finalmente dieron al traste con el proyecto. Y como nada es para siempre y menos un grupo de rock comandado por un genio tan desigual, luego de haber producido discos clave para la historia del rock los integrantes de Deep Purple se separaron en 1975 para iniciar cada uno caminos distintos. El último disco de esa primera etapa fue ‘Come taste the band’.

Ian Gillan formó Gillan, un grupo de corta vida con clara influencia de Deep Purple. David Coverdale grabó tal vez un par de discos con Whitesnake (alguno habrá aparecido en la colección Convivencia Sagrada), mientras que Blackmore formó Rainbow, con Ronnie James Dio en la voz.

Los tres respiraban por la herida abierta por Deep Purple y esto provocaría que el grupo volviera a la escena en 1984 con ‘Perfect strangers’, un muy buen disco que, sin embargo, se antoja por debajo del standard del Deep Purple original. No es que la nostalgia tome la palabra, sino que ya habían pasado sus mejores tiempos. Magníficos ejecutantes como han sido siempre, ya no estaban a la altura de su mejor etapa, quizá porque lo que brinda solidez a un proyecto artístico es la conjunción de época, sociedad y arte, y para esos años sólo había arte, pero Deep Purple ya no representaba a la época ni tocaba para la misma sociedad de la primera mitad de los años setenta. O el rock ya no era lo que había sido, o el escepticismo de los años lo había transformado a uno.

No obstante, más vale tarde que nunca, y es fácil aventurar que el núcleo duro de los asistentes a su concierto en León, del próximo 31 de mayo, estará formado por jóvenes de corazón pero arriba –tal vez muy arriba- de los cuarenta años, porque para ellos el rock –lo que haya sido en México- de Deep Purple fue una parte esencial en su formación.