viernes. 19.04.2024
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El hoyanco

Eugenio Trueba Olivares

El hoyanco tenia su historia, rigurosamente cierta en el fondo.

Llevaba varios años de estar allí, junto a la plaza principal del pueblo, desdeñado de todos -de casi todos- y expuesto a las acres censuras de quienes estimaban ignominiosa su existencia, allí tan céntricamente, tan antiestético y odioso; porque si siquiera hubiera estado en las orillas del pueblo aquello podría pasar, pero junto al jardín, nunca.

Era hondo y grande. Hacia el lado de la presidencia tenía una cresta que se formó cuando lo cavaron con las paletadas, pero que en la actualidad era casi inapreciable porque el viento se la había llevado en polvo poco a poco y porque la gente la había apisonado al pasar. En verano se criaba yerba por esa orilla.

No tenía un contorno preciso. Desde un principio lo trazaron sin regla; donde cayó el pico, simplemente, calculando en qué dirección estaba el caño obstruido que hacía imposibles los servicios privados de la casa del alcalde que mandó hacerlo. Inexplicablemente aquel caño, viejísimo, pasaba muy abajo y el boquete fue de metro y medio; luego, como el mal no estaba en un solo punto, se alargó sobre el mismo rumbo de la calle convirtiéndolo en una zanja que rompió con el buen aspecto de la plaza. Los servicios de la casa del alcalde que, según murmuraba la gente, estaba instalando baño inglés, quedaron expeditos.

Fue labor de varias semanas porque los presos que lo hicieron eran de un lento natural y les gustaba la calle más que el encierro. El director de la obra fue el propio presidente, a quien se le veía por las mañanas inspeccionando la excavación hasta que se dio con el caño buscado y que según sus propios cálculos debía pasar precisamente por allí. Los vecinos sabían perfectamente los motivos del interés que ponía el jefe político en el hoyanco y los más familiarizados con él se detenían a ofrecer solícitos sus propias indicaciones sobre la topografia del terreno. Hubo necesidad de quitar el puesto de nieve que estaba a la orilla del jardín porque el caño tapado se escurría por debajo del jacalón, sin que hubieran valido las temerosas protestas del nevero, quien quedó arruinado para siempre.

Todo esto se sabía sólo de oídas, pues bien investigado el asunto nadie podía vanagloriarse de conocer con exactitud el origen del barrancón, aunque todos clamaban porque fuera recubierto, ya que -en caso de ser cierta la versión anterior- aquel desaprensivo alcalde no se preocupó de taparlo una vez lograda la carrera de las aguas negras. Se devolvieron algunas paletadas de tierra, pero sólo las indispensables para proteger la insospechada alcantarilla. La zanja permaneció.

Había que verlo en tiempo de lluvias convertido en un estanque donde una vez se ahogó un burro. Suponiendo que sólo era un charco más de los muchos que espejeaban durante la estación, quiso cruzarlo. Primero se le fueron las patas delanteras, luego reculó desesperadamente, pero se desbarró su apoyo trasero en un alud de cieno, hasta caer en la represa oscura. Como iba cargado el animal amaneció hinchado, patas arriba, medio sumido con el peso de los huacales.

Al sobrevenir la sequía le quedaba en el fondo una capa de barro acuoso, mezclado con todo género de inmundicias, donde los insectos hacían feliz madriguera. En todo tiempo constituía un peligro y los borrachos podían dar buena cuenta de ello con las señales de las descalabraduras que se hacían al caer. Para La Madrecita, sin embargo, había sido muy útil cuando se fugó de la cárcel -ya condenado por homicidio triple- en forma harto atrevida. Aprovechando un descuido de los guardias salió por la puerta del caserón que hacía de cárcel, tomando de pso el rifle del centinela; de un salto llegó a la plaza y brincó al hoyo con gesto de triunfo, convirtiéndolo en técnica trinchera contr los gendarmes que lo seguían. Éstos al fin comprendieron que había qué acorrarlarlo, pero La Madrecita tenía todo planeado y mientras se dispersaban para envolverlo tuvo tiempo de alzar y esfumarse.

***

El hoyanco acabó por ser, con tales inconvenientes, una cuestión de interés público. Conspicuas personas acudían en comisión ante las autoridades pidiendo intervinieran para llenar, de una vez, el malhadado agujero, pero se sucedían unas a otras y siempre quedaba intacto, mostrando sólo su paulatina descomposición que lo tornaba cada vez más informe y pavoroso.

El primer jefe político que parecía iba a encargarse seriamente del problema hizo constal tal circunstancia en su "programa a desarrollar", como decía bárbaramente. Al iniciarse la campaña se difundieron con amplitud las hojas imresas en que se exponía, con la abundancia de palabras que el caso reclamaba, sus inquebrantables propósitos de resolver el "ingente problema relativo a la zanja de nuestro bello jardín municipal".

Como se trataba del candidato oficial, la gente sabía que, de cualquier manera, Herculano López Gómez saldría alcalde, pero bastó el anuncio de la halagadora preocupación para que hasta fuera popular. No sólo en impresos, sino en asambleas y conversaciones, ostentaba su cada día mayor animadversión hacia el hoyanco, según iba percibiendo el público rumor de aprobación. Había qué taparlo, sin excusas.

Ya en el puesto, fue dejando para después el problema del socavón; sino que alguna vez el conspicuo grupo le echó en cara disimuladamente el incumplimiento de su promesa, explicando entonces el alcalde que no se habían empezado las obras de taponamiento en vista de que reclamaban un fuerte gasto, muy desproporcionado a los recursos del pobre cuerpo edilicio. Agregó que era indispensable el acarreo de tepetate y que cualquier medio de transporte era costoso, no disponiéndose de ningún vehículo. Estas declaraciones las mandó imprimir.

De aquí surgió una muy buena idea para don Herculano, que la llamó "Campaña Cívica contra el Hoyo del Jardín".Todo el mundo se prestó de buen agrado a ponerla en práctica y apenas si había impuesto o festejo cuyos productos no se anunciaran como destinados al trabajo de relleno.

Don Herculano pasó su periodo organizando bailes, noches mexicanas, corridas de toros, peleas de gallos y demás cosas parecidas, para auxiliar al "Comité Urbano contra el Hoyo", del cual era su honorable tesorero general. Sin embargo, el agujero continuaba amenazante y terrible, y el alcalde se hacía cruces de cómo sus predecesores habían pasado por alto tan importante fuente de ingresos. Íntimamente se pavoneaba de su habilidad.

Tenía calculado, para dejar un buen recuerdo y quizá hacerse merecedor de una placa, taparlo a última hora, ya para dejar el cargo, cuando no le pudiera prestar más pingües servicios. Así llegaron los primeros burros con arena del río para echarla al célebre hueco. La tarea no era tan difícil y el vecindario se regocijó, aunque pasajeramente porque la obra se detuvo apenas iniciada.

El hoyanco se había transformado en una cuestión de presupuesto público. Desaparecerlo hubiera sido muy poco equitativo para los siguientes mandatarios. Se dijo que el nuevo candidato al Ayuntamiento había entrevistado a don Herculano haciéndole ver el error que estaba cometiendo al azolvarlo y ofreciéndole cierta ganacia si 10 conservaba.

—¡Déjame el hoyo, compadre!

Siguió figurando como problema a resolver en todos los manifiestos y plataformas. Las fiestas y multas especiales siguiéronse aplicando también a la cuestión del hoyanco.

Allí está todavía.