miércoles. 24.04.2024
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Pantalla grande

Pantalla grande

Extraño esas salas de cine amplias, casi infinitas que, sin embargo, muchas veces eran insuficientes para recibir en una sola función (doble, por supuesto) a los ávidos espectadores y cine adictos. Era como ir a la plaza, al estadio o a la fiesta de la parentela; ahí estaba todo el mundo, porque había que estar ahí.

Incluso en poblaciones pequeñas, como el pueblo minero San Francisco del Oro, Chihuahua, donde viví y en la vecina Parral, los cines no eran enooormes, pero eran bastante grandes; en el cine Alcázar del Oro había un tipo que daba la vuelta a la sala anunciando de manera bastante audible (y visible, porque con la cabezota, mientras iba pasando, tapaba parcialmente los subtítulos) “Sodas, palomitas, sodas…”

Todo mundo iba al cine; era relativamente barato el boleto y hasta las palomitas eran accesibles sin empeñar el reloj o hipotecar la casa si uno iba en grupo. Sí, ya había televisión, pero no era lo mismo. Aún no es lo mismo.

Como en asuntos de amoríos, tengo (tal vez más) claro qué vi y en qué sala de cine. Así de impactante y profunda era la experiencia, al menos para mí, de ver una película. Por ejemplo, en el cine León la matineé de El Gordo y el Flaco; en el Cinema Estrella, 2001 Odisea del Espacio; en el Américas Trampa 22; en el Reforma, las Chivas de Guadalajara (con Chava Reyes y Clavillazo), en el Vera 8½ … En Chihuahua, en el Dorado 70, Emmanuelle y Mimí metalurgista; en el Colonial, El topo… En San Luis Potosí, en el Avenida, Mothra…

Vamos, hasta en lo limitado espacial de los cineclubes había esa magia de la pantalla de plata, como se le decía: en el recinto de los Caballeros de Colón (of all places en León), de Pasolini, el Evangelio según san Mateo; en la sala Buñuel cerca de la Calzada (que luego devino sala porno o algo así), Fritz the Cat (animación pura); en el auditorio del América El gato en el tejado caliente; en Chihuahua, en el auditorio de los electricistas, mi venerada El acorazado Potempkin.

Creo que puedo pasar horas haciendo un recuento de películas, pantallas y recuerdos.

He tenido la fortuna de vivir en varias ciudades y de cada una conservo, como sus calles y edificios, el recuerdo vivo de sus salas de cine, porque no es tanto el lugar sino lo que sus características te hacen experimentar.

No me pasa igual ahora. Peor, aún, ya no estoy seguro de si vi alguna película en una reducidísima sala de las de palomitas de oro y refresco de néctar de los dioses, en la tele, en la compu o en mi celular.

Por mi trabajo puedo darle vuelo a la hilacha viendo cine; por mi trabajo, no me es posible ir a un cine de a de veras tan seguido como quisiera y, como digo, ya no es lo mismo.

Sí, si quieren, táchenme de retardatario, emisario del pasado o lo que quieran, pero creo que la experiencia cinematográfica tiene más qué ver con la pantalla grande (no es gratuito que se hiciera la distinción de ésta y la “pantalla chica”), que con el solitario y a veces sospechoso gusto de mirar una película a solas (es un decir, porque ver pelis en casa o en la oficina o en un café es hacer pausas sin fin y regresos para retomar el hilo, que no les cuento).

Ir al cine era encontrarse con otros, a veces una multitud, a veces unos cuántos, sentir la oscuridad para que en ella surgiera el haz de luz que era en cierto modo invisible hasta posarse en la blanquísima pantalla (y qué si tenía una que otra rasgadura o mancha, mientras corrían las imágenes, era blanca, impoluta, gloriosa); la gente guardaba silencio (sin faltar algún impertinente comentarista o que de plano no entendía nada), se podía sentir en el ambiente si la historia que corría ante nuestra mirada nos hacía reaccionar o no, se podía percibir el aliento contenido en las escenas de suspenso o el suspiro en las escenas amorosas, se podía escuchar a veces hasta el llanto mal disimulado en los pasajes tristes… Y todos como uno, aunque cada quién en su mundo, lo que permitía salir y comentar la película, sus virtudes y aciertos, sus fallas y deficiencias…

Uno se tomaba la molestia de ir al cine y eso ya es algo; ir al cine era romper las cadenas de la rutina aunque sólo fuera por un rato; en cambio ahora, cuando podemos ver de todo en la palma de la mano si así se quiere, nos sentimos apabullados por la ilusión de que el mundo viene hacia nosotros, aunque en realidad nos invade.

Extraño el paraíso perdido. No hay Pelispedia, Netflix, Cuevana, Pop Corn Time, Filminlatino o DVD que supla esa falta. En fin, no es el infierno; acaso sea el limbo que, dicho sea de paso, tampoco consuela, pues ya algún papa dijo que era un lugar imaginario.

Pero el cine, parafraseando lo que dicen que dijo (que no lo dijo) Galileo, “Sin embargo, se mueve.”