Es lo Cotidiano

La casa cómoda

Armando Gutiérrez Méndez

La casa cómoda

Nunca me había preocupado por mi casa. El yeso desmembrándose de las paredes, las puertas carcomidas, los muebles viejos y sucios. El jardín era una jungla y el barandal un criadero de óxido. Latas de cerveza por aquí y por allá, el vaho de meados desplazándose indolente desde un rincón. "¡Eh, no te orines ahí!", la risa brutal de los demás atenuando mi queja, y el pelafustán termina de mear y regresa sonriendo estúpidamente. "No prendas eso, ahí viene mi madre", y de todos modos enciende el churro y fuma como chacuaco.

Así mi vida, del trabajo a la casa, de la casa al trabajo, y los fines de semana libando con mis finísimos amigos. Mi madre procura mi bienestar, lava y plancha mi ropa, me sirve el almuerzo en las mañanas, y por las noches la cena, el premio justo por las agotadoras horas de trabajo a las que estoy obligado en mi condición de hombre de la casa. Pero la casa se desmorona, decía, y la estufa es una guarida infame de cucarachas.

Así vivía, obnubilado por la droga y el trabajo, y nunca me preocupé por el bienestar de mi santa madre hasta el día en que se cayó y se quebró un brazo al tratar de tender un edredón mojado, entonces le cedí mi cama y yo me fui a dormir al sofá. Ahí, torturado por el insomnio, pensé que mi madre no me iba durar mucho a ese ritmo y me propuse cederle en definitiva mi cama, al fin que ya había considerado la posibilidad de comprar un colchón nuevo, pues el de la cama ya parecía un costal de resortes. Y que me compro un colchón ortopédico, y ahora duermo como un bendito.

Sucedió que para ese tiempo, recibí juntos el pago de aguinaldo, el fondo de ahorro y la prima vacacional, y decidí darle una manita de gato a la casa para que mi madre se sintiera cómoda en ella. Mandé podar el jardín, cambié el barandal por uno nuevo y se colocó un piso muy vistoso en la terraza. Así mis amigos tienen un lugar más agradable donde tomar sus cervezas, y mi madre ya no batalla tanto recogiendo las latas y barriendo la basura del jardín. Sin embargo, los densos y penetrantes olores persisten durante el día.

También pagué para que arreglaran la fachada, resanaran y pintaran la casa por dentro. Mandé cambiar las puertas, compré un sofá-cama para mi madre y me regresé con todo y colchón a mi cuarto. Una cocina integral muy mona fue el remate de mi despertar del estado de inconsciencia en que deambulaba por la casa en mi carácter de hijo único.

Pero, oh, ese despertar no sirvió de mucho. Mi madre murió justo al mes de colocarse el nuevo excusado. Un perro la arrolló y se golpeó la cabeza al caer cuando iba a comprar los bolillos para prepararme las tortas. Ahora no hay quien me las prepare y las debo comprar en la calle.

Antes, cuando regresaba en la noche del trabajo, encontraba a mi madre barriendo la terraza y a los muchachos esperándome pacientes junto a la puerta del barandal. Ahora se acumulan inclementes las hojas secas, y mis amigos se brincan el barandal y se ponen a tomar y a fumar a sus anchas en la terraza, sin importarles ya si llego o no llego.

Los sábados me levanto con el noble propósito de barrer y trapear mi casa, pero en cuanto tomo la escoba comienza el chifladero en la calle. Debo salir a atender a las visitas. Han emigrado a la sala y dejaron de orinarse en el jardín pues tienen más cerca mi excusado nuevo. "¡No te comas ese atún, lo preparé para mí!", ni hablar, hay que comprar más atún.

El lunes mi casa es una pocilga. Las paredes rayadas y descarapeladas, los sillones húmedos de vómito y orines, el lavabo a punto de caer. Lo peor es que dos de ellos ya trajeron algunas cobijas viejas y hediondas que tienden en la terraza para dormir. ¡Ah, cuánto extraño a mi madre!

Los vecinos se quejan cada vez más de los olores agudos y de la música a todo volumen. Levanto los brazos en un amago de protesta y enseguida los bajo resignado y soporto callado la retahíla de reclamos. Han mandado a la policía, pero qué diablos, es mi casa y nadie nos puede sacar de aquí. Prometo bajar el volumen y fumar menos. Pero esto no acaba, al contrario, va creciendo como crecen los yerbajos en el jardín.

El par de rufianes ahora duerme en la sala, uno en cada sillón. Hace frío y a veces llueve. La otra noche alguien descubrió que el sofá se convierte en cama y decidió quedarse también a dormir. Ya no compro despensa, prefiero cenar en la calle, aunque me salga más caro. Los muchachos parecen marabunta, no dejan vivo ni un pobre bolillo.

A veces, cuando en la noche de un sábado bebemos y carcajeamos, descubro de pronto la cara alcoholizada de uno de ellos dirigida hacia mi cuarto y me parece notar la codicia en sus ojos. Agito la cabeza, intento mantenerme alerta, pero el sueño me domina. "Ya me voy a dormir, cierren el barandal cuando se vayan", entro a mi cuarto y le pongo el seguro a la puerta. Al rato escucho cómo azotan el barandal al salir. Supongo que sólo quedan mis inquilinos. Abro inseguro la puerta y miro a través de la oscuridad hacia el lugar donde se encuentran los sillones. Ahí están, durmiendo la mona los benditos. Cuando me dispongo a cerrar la puerta, aliviado, lo descubro sentado en el mismo lugar. Sus dientes blanquísimos resaltan en la oscuridad formando una sonrisa cínica y hasta cierto punto prepotente. Sé que mira mi colchón como un perro miraría un filete. Será paciente, lo sé, terminará por apoderarse de mi colchón. Sólo le pido a mi jefita que está en el cielo que no me desampare y que ablande el corazón y aplaque la codicia de este muchacho loco para que solamente se conforme con el colchón y no vaya a querer después compartir mi cuarto o sacarme de él en el peor de los casos. Ay, soy un iluso, tarde o temprano, el día menos pensado, él me despojará de mi cuarto y yo me veré en la penosa necesidad de solicitarle a alguno de los que duermen en la sala que me haga un campito para tender mi cobija en el suelo y así dormir en santa paz en la que todavía es mi casa, mi casa cómoda.

Armando Gutiérrez Méndez nació en León, Guanajuato, en 1971. Licenciado en Derecho. En 2005 ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández con la obra Apilados cráneos de mamut de piedra (2006). El rehilete, Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí, publicado por Ficticia Editorial, es su segundo libro.