jueves. 18.04.2024
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La jaima de los nómadas sin lana

Juanjo Cabello

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Dibujo de Amaranta Caballero.
La jaima de los nómadas sin lana

Hay una ley de vida, cruel y exacta, que afirma que uno debe crecer o,

 en caso contrario, pagar más por seguir siendo el mismo.
Norman Mailer   

   

Buscamos lo último, nos quedamos con lo único. El verso de Itzel me hizo regresar tarde a casa. ­Dicho así, bajo una palapa ―cuarta chela― del Mar de Cortés, me dejó atornillado a la barra. Lo había leído un año antes, cuando publicó su segundo libro de poemas. ‘Antioquía’ era el título. En ese momento no lo entendí. Se me escapó en la lectura. Solía pasarme con los poetas. Pero ahora sí. Y no estaba cuete. Aunque había ambiente de fiesta. Con Gainsbourg de fondo y Burroughs en los talones. Quemando la noche como acreditados juntaletras. Rendidos ya a trabajar en otras cosas. A freelancear en paraísos perdidos para alimentar el ego de escritores que no escriben. Hoy Himes, mañana Hammet. Dispares, narcisistas. Enamorados de la jaiba, el pez vela y el T-Bone a la intemperie. Ladrones de empleo en Baja California.

El Doctor Sele siempre llegaba primero. Era el único del grupo que no tenía problemas para fulear el refri. Sabía medicina de narices. Y operaba a gringas que cruzaban la frontera para arreglarse la cara y ahorrarse unos dólares con los que comprarse otros senos. Salió huyendo del Seguro Popular. Le robaron cuatro veces el equipo en su consulta. Con todo y escarpelos. Uno de ellos llegó hasta la cárcel de El Tejote para cortar unas venas. El forense del presidio lo reconoció enseguida. Una manía de familia. Llevaba grabado con disimulo SA. Sele Arístegui. Como su padre y su abuelo.

La conversación iba de Peace. El envidiado. Nuestro más reciente nexo de unión literaria. Un Joyce empapado en sangre. Teníamos predilección por ese cabrón de Osset. Ahora estábamos en ‘1980’. Perla noir. Sanguinaria y radical. Puro swing:

―Una calle corriente de un barrio corriente donde un hombre cogió un martillo y un cuchillo y asesinó a Lauren Bell, le reventó el cráneo y le asestó cincuenta y siete puñaladas en el abdomen, en el útero y una en el ojo. Y después paró, en esta calle corriente de este barrio corriente…

Pinche calle corriente, exclamó ‘Itzel’. Buscamos lo último, nos quedamos con lo único. Y volvió a echarle limón a la pata de cangrejo que pinzaba con los labios para seguir chupando. Ahí me quedé yo. Pedí un vodka con naranja con mucho hielo y salí a fumar. A diez metros del rompeolas. Cien pasos al noreste del antro de palma y arena. Olía caro. A langosta a la brasa. Y la música hablaba francés. Me fumé un cigarro pensando en mí. Dándome importancia. Como si no me conociera. Masticando el final del cuento que esa frase me ayudó a liberar. Listo para volver a Interzona. Tánger nos quedaba lejos y el Bar La Isla era nuestra particular Green Line. La jaima de los nómadas sin lana.

Oí de lejos la voz de Sele. Apenas bebía. Sólo cuando no tenía cirugía al día siguiente. Y eso era casi nunca. Llegó del DF completamente calamar y en siete años había logrado levantar su primera clínica. De cada cuatro rondas pagaba dos. Nos mantenía unidos. Sin él éramos distintos, como sus pacientes. A decir verdad, y al peso, era el más escritor de todos. Llevaba ya siete novelas de absoluto negro. Una por año desde que se afincó por estos lares. Le gustaba recorrer el mundo solo con mucha gente en viajes organizados y de ahí sacaba el material. Elegía a sus víctimas entre los turistas. Les procuraba ingeniosas torturas y muertes estrambóticas. Cuando regresaba a La Baja no tardaba más de tres meses en convertir su aventura turístico-criminal en una novela de cuatrocientas páginas. Logró colocar la última ―Asesinato en la Ciudad Roja― en una editorial de San Diego comandada por un chilango que conoció en la UNAM en sus años de estudiante. Las otras seis se las publicó él mismo. No le sobraba talento, pero escribía. Y en eso nos llevaba ventaja.

Ofelia Claxon era la hembra de la banda. Treintañera de Tijuana. Pintora y microrrelatista. Autodidacta. Fugaz como su obra. Cuadros de menos de treinta trazos e historias de  nunca más de ciento cincuenta palabras. De relaciones pasajeras. Sin trascendencia ni obligaciones. El placer de amar, lo llamaba ella. Y luego sonreía. Era nuestro último fichaje. De pelo azul y brazos tatuados. Tocaba el banjo en una orquesta que amenizaba bodas, comuniones y puestas de largo de quinceañeras fronterizas. Un bicho raro. Enigmática y huidiza. Amante de Cortázar y los cacahuates. De ella sabíamos que no se llamaba Ofelia Claxon y poco más. Eso nos gustaba. También lo que escribía. Y su banjo.

Con ella hablaba Seles cuando yo volvía de nuevo al templo con la copa vacía y el cuento terminado.

Lo saca todo del periódico. Mira. Y buscó David Peace en el Google de su celular. Abrió un enlace y le puso a Seles el teléfono en la nariz. Ya ves. Pídeme otra. Y en eso llegó Larry. Botas de piel, camisa tejana, cinturón ancho y sombrero de otro tiempo. De madre veracruzana y padre neoyorquino. Al borde de los cuarenta. Dirigía una emisora local de música norteña que hacía furor en San Andrés y su conglomerado de ranchos, ranchitos y ranchetes. El polvoriento poblado marinero que nos acogió a todos y del que no teníamos pensado movernos a corto plazo. Puede que nunca.

Juanjo Cabello. Periodista. A veces bucea y escribe historias. De vez en cuando las publican: ‘El último libro del mundo’ (Editorial Gandhi, 2011), ‘En obra negra’ (La Rana, 2013) y ‘Espacios Intransitados. Antología de cuentos para tirar al mar’ (Editorial En Coma / Rizoma Raíces, 2013).