jueves. 25.04.2024
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La renuncia

Josemaría Camacho

Calandria
Calandria de Amaranta Caballero.
La renuncia


El narrador hace una pausa. Aprovecha para aclarar la garganta, salir de ahí momentáneamente, tomar un vaso de agua y, de una vez, darle tiempo al lector para que reflexione sobre lo que acaba de leer.

Es un oficio ingrato el de contar, piensa el narrador. Sobre todo cuando las historias son de muertos vivientes, sin ninguna originalidad, con el camino recto hasta el final. Aunque tampoco le gusta, a decir verdad, contar esas historias en las que los personajes se tiran diálogos de nueve páginas tratando de sonar como personas. Ni modo. Es el empleo que tiene. Está obligado a poner su voz al servicio de los tiempos verbales, estacionarla en un pasado continuo, remoto, que se acerca siempre y que no llega nunca.

Vuelve entonces al relato. El lector arruga la cara para concentrarse de nuevo. En realidad el texto no exige mucha concentración, pero este lector es lento, inútil y feo como un palíndromo. Los zombis se diseminan como esporas, el virus es el mismo de siempre, aburrido, sin una descripción que hubiese obligado al autor a investigar nada, sin mutaciones. El típico relato que el autor pensó que podría sacar a flote mediante descripciones grotescas, no técnicas, acerca de sensaciones y pensamientos generales del personaje central. La pereza deslava la verosimilitud del relato y, por tanto, lo resquebraja por completo. Es, pues, un relatito menor, desnudo.

Hay que seguir adelante, sin embargo, que para eso lo han contratado. Y ahí se arranca otra vez. Cuellos rotos, balazos de escopetas a lo ranchero norteamericano porque, aunque el relato está situado en un puerto de Perú —probablemente consultado en Google Maps— los personajes viven en suburbios estilo gringo, de porche y jardín al frente, sin reja. El autor ha visto las mismas series y películas que el lector. También el narrador las ha visto, pero las odia.

Entérese usted entonces de la escena en términos generales: tenemos a un lector tirado boca arriba, tiene 35 años, vive un sábado, su mujer no existe porque hace tiempo que dejó de ser suya. Por otra parte tenemos al autor, que probablemente también esté acostado, con las cortinas del cuarto cerradas, tratando de pensar en qué más escribir para el semanario que le paga. Y tenemos, atrapado en medio del juego lector-autor, al narrador: un hombre de 45 años, con una voz privilegiada, grave y camaleónica, y con un triste porvenir.

La cuestión es que el narrador está harto de narrar. Y sobre todo de narrar esto. Tiene tiempo que trabaja sin gusto y por dinero —si ambas cosas no son una sola— y está en un momento de valoración existencial, de reflexión dura, que puede desembocar en el abandono definitivo, en la renuncia y, queda claro, en la suspensión abrupta de la historia que narra, del tiempo y del espacio que describe. Los personajes de esa narración están por perder su sustancia y no lo saben. Ese mundo va a colapsar: los vivos y los zombis morirán, esta vez definitivamente.

Ahora bien, también estamos usted y yo. No debíamos aparecer aquí. Quizás no debía decir que hay un narrador —yo— que está contándole a un lector —usted— la historia de otro narrador y de otro lector. Esta es, sin embargo, la situación, y no la podemos cambiar ya, es demasiado tarde. Hablar de lo que se escribe en el texto mismo es un tabú, pero usted y yo sabemos bien de lo que se trata, no somos estúpidos, ni adolescentes ni diputados.

¿Qué pasa entonces? ¿Cómo desenrollamos este nudo?

¿Qué le parece si le doy razón de aquellos? Eso, busquemos ahí la salida.

El narrador se harta, se detiene. El lector queda atrapado en un silencio incómodo. Los zombis se desvanecen. El narrador se va, renuncia, y el lector queda entonces libre, sin tiempos que lo sometan ni avatares que lo incomoden o lo regocijen. No ha entendido lo que acaba de suceder.

Aprovecho para anunciarle que yo también me voy, pero no porque esté harto, sino porque ya no tengo nada que contar. Usted también es libre.

Pienso, mientras me levanto para salir de esta realidad textual, en la cercanía fonética de las palabras «libro» y «libre».

Josemaría Camacho (DF, 1979). Es licenciado en filosofía. Colabora con las revistas La Tempestad, Vetas (R. Dominicana) y VozEd (España), entre otras. Es coautor de los libros De héroes y vagabundos (Bonaterra, Aguascalientes, 2006) y El futbol sí es cosa de cuento (CDCLI, México, 2011). Ganó el I Concurso Nacional de Cuentos de Futbol de Ibby México en 2011. Publicó el libro de relatos Imagine un pez (Editorial Foc, Barcelona, 2013) y, recientemente, Los que hablan a gritos (Fondo Editorial Tierra Adentro de CONACULTA, México, 2015).