viernes. 19.04.2024
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CINE COLISEO

La quema de Judas

Gerardo Mares

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La quema de Judas


Si discutir los absurdos del pensamiento religioso en la serenidad del hogar suele incendiar los ánimos entre la parentela entusiasta del inquisidor Torquemada, ahora imagínese lo que pueden provocar las imágenes cinematográficas que aluden al tema. A este respecto, algunas de las obras que más han incomodado a las altas jerarquías católicas provienen de Inglaterra (Los Endemoniados de Ken Russell. 1971; El Bebé de Macon. Peter Greenaway. 1993); curiosamente, el imperio que mandó al carajo a un pontífice. Sin olvidar la emblemática parábola de Martin Scorsese, La Última Tentación de Cristo (1988). Bueno, ni el hermoso cuadro pintado por Pier Paolo Pasolini para El Evangelio Según San Mateo (1964) se salvó de la pira.

El cine de terror, no muy proclive a edificar reflexiones sobre el contexto de la religión, se ha conformado con exprimir al máximo su tendencia al maniqueísmo judeocristiano. Esto no quiere decir que no se haya atrevido a relatar algo por el estilo; el problema radica en la dificultad de clasificar a The Wicker Man como un filme de género que explore las oscuridades del pensamiento mágico. El filme, de financiación inglesa, es más una curiosa e inclasificable joya que toca temas sobre el paganismo; una especie de panteísmo estrafalario que busca mediante ritos entre inquietantes y alucinados, la sobrevivencia de una comunidad en un páramo convincentemente estéril.

De génesis teatral, la anécdota relata el deambular del sargento Neil Howie, un fundamentalista católico que es enviado a una tierra lejana llamada Summerisle –para  investigar la desaparición de una niña de nombre Rowan- cuyos habitantes, además de negar su existencia, profesan algunas costumbres escandalizantes para la moral del policía.

La primera sensación que provoca la película –acentuada por su mamila cancioncilla de introducción a la manera de un salmo interpretado por una voz disonante- es que estaríamos en presencia de un relato a la altura de churro, aparentemente sin mayores pretensiones y realizado por una afamada compañía que buscó apoderarse del lucrativo mercado dominado por la Hammer Films. Sin embargo, ante la falta de un toque distinguible por parte de Robin Hardy, su director, se reafirma la noción de que estamos más bien ante la creación de Anthony Shaffer, afamado dramaturgo al que se le concede la propiedad intelectual de la obra por encima de cualquier otro integrante de la producción; un indicativo que al menos debe señalar cierta sensibilidad e inteligencia aplicada al argumento, y de que esto puede ir por otro lado. Tan de otro lado que es tal la cantidad de secuencias coreografiadas con danzarines enajenados, que por poco convierten al experimento en un musical exótico que parecería orquestado por integrantes de Jethro Tull en permanente estado de inspiración opiácea.   

Esquematizada a partir de la línea dramática en torno al misterio de la desaparición, el policía Neil Howie nunca pisará tierra firme en una cosmovisión donde las manifestaciones de los credos con respecto a la carnalidad, la sexualidad y la fecundidad se encontrarán a cada instante, ya sea en la orgía llevada a cabo en el atrio de una iglesia derruida, en el baile dionisiaco de Willow (la otrora potable Britt Ekland) o a plena luz del día, en el rito de iniciación dentro de un dolmen neolítico. Ya para entonces la investigación nos importará un bledo, girando nuestra atención hacia la conversión del sargento en un apóstol de la fe, iluminado misionero con rasgos bien inquisidores, que provocará el conflicto con la religiosidad del poblacho, caracterizada sin mayor escándalo y en un acierto de la pluma de Shaffer, al menos en la superficie, carente de malicia o de perversidades fanáticas. La misma rigidez del filme auxilia a la desdramatización de las situaciones climáticas,para que se muestre todo ello con una naturalidad fuera de lo normal; incluso, esta asepsia abona para llevar a cabo sin estridencias el encontronazo dialéctico entre el “profano” Lord Summerisle (un Christopher Lee de peinado imposible en una de sus mejores actuaciones) y Neil Howie, donde al mejor estilo socarrón, se tundirán a uno que otro dogma católico como no se había visto desde La Vía Láctea (Luis Buñuel. 1969).

Es pues este policía el verdadero apóstata, ya que imitando a los ascetas medievales, se negará a participar de los misterios de la carne que tan generosamente se le ofrecen y cegarse a la posibilidad de contemplar otra clase de “milagro”; el renacimiento o resurrección a través de la transmutación-destrucción corporal en fusión con la naturaleza cuando la muerte se hace presente en esta pintoresca cotidianeidad. En un giro radical y ahora sí de acento tenebroso, la propia fe en sus dogmas convertirá al héroe en un mártir digno de la hagiografía que para mayor escarnio, en el culmen de las festividades de Summerisle, terminará tronando como Judas en Semana Santa, literal.

The Wicker man (El hombre de mimbre)/ D. Robin Hardy/ G: Anthony Shaffer/ F en C: Harry Waxman/ E: Eric Boyd-Perkins/ M: Paul Giovanni/ Con: Edward Woodward, Christopher Lee, Diane Cilento, Britt Ekland, Ingrid Pitt y Lindsay Kemp/ P: British Lion Film Corporation. Reino Unido. 1973.