viernes. 19.04.2024
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No hay hombres honrados

Marina Porcelli

No hay hombres honrados

A Lucas P.

 

Cariño, cariño, la vida es tal como parece.
W.H. Auden

Descubrieron a mi hermana con dos balazos en el pecho, a mi madre desfigurada, y a mí, en la habitación de atrás, reventándome la cabeza contra la pared. Me alejaba un poco y bum, volvía a dármela contra los ladrillos. Bum. Bum. Otra vez. Eso hacía cuando me encontraron. Como las bestias, dijo el padre Ernesto, y me llevó a la iglesia pero no me bautizó, más bien, me hizo trabajar para él. Mejor. Que creyeran que soy medio lelo, digo. Para mí, mejor. Aunque lo que hice después no lo hice por lelo. Lo hice porque sí. Y porque me quería ir.

El asunto venía pudriéndose acá en Sierra Larga y acabó por detonarse cuando Guillermo llegó. El motor se oía desde el claustro, sin necesidad de salir al atrio. Rugiendo, forzado, como si manejaran el auto con deliberada brusquedad. Y las gomas, claro. Lastimadas contra la tosca. Ruidosas en plena siesta, para que se oyeran. Venían del fondo de la provincial, y se agigantaban rectamente de cara a la plaza. Muy distinto a la tarde en que llegaron Irene y el hombre al que todos llamaban el Profesor. Esa tarde llovía y paraba y volvía a llover y yo estaba barriendo las hojas sucias de la escalinata nomás se bajaron del micro que entraba por el lado de Chivico. Sigilosos, bajaron los dos. Como escondiéndose, también. Él cargaba todas las cosas. Ella tenía puesta una falda azul. Primero creí que al padre Ernesto no le gustaban porque, una vez instalados en la punta, ni locos pisaban la iglesia. Y porque vivían en pecado. Él le llevaba veinte años, ella había sido su alumna de violín, él había dejado a su mujer con un hijo en Villa Elena. Acá los trataban como si apestaran. Los dos eran muy amables, sin embargo. No pisaban la tierra que yo amontonaba con la escoba en la vereda, por ejemplo. Saludaban cada vez, y eso es mucho más de lo que la gente suele hacer. A ella la veía todas las tardes, rigurosamente a las siete, cruzar la plaza para meterse en el correo. Esperaban dinero, pensaba yo. Pero no. Lo que verdaderamente enojaba al padre Ernesto no era la ausencia en misa, ni aún que convivieran. Lo que lo enojaba era un desacuerdo sobre unos terrenos, suyos, decía él, que se relacionaban con la herencia familiar de los Cos. Porque eso era lo grave del asunto, la chica era una Cos. La menor de cinco hermanos: Irene Cos. El padre Ernesto no evitaba comentarios. Yo estaba puliendo la talla de La Dolorosa cuando lo escuché conversar en la sacristía. Nombró la falda azul, y cierto caballero respetable, don Overo, agregó que sí, que no hay cristiano en toda Sierra Larga que no quiera cogerse a la yegua. Entonces vinieron los cuentos sobre el matón del hermano. Se dijo, incluso, que entre él y la chica había una historia, y que el asunto se reducía a una cuestión de celos. Que lo de Villa Elena era un invento, que los hermanos se iban juntos en los trigales. Pero quién sabe cómo son las cosas, en realidad.

Alcancé finalmente el atrio, miré de reojo si faltaba lustre a las placas de los capellanes irlandeses, y bajé las escalinatas. Lo identifiqué enseguida. Era igual a Irene, con el pelo lacio y rubio, pero mayor. Calculé que pasaba los veinte, y que con suerte podía llevarme dos o tres años: no más. Estaba de pie, con las manos sobre la cadera y la cabeza alzada. Me quedé mirándolo y no me miró. Daba igual. Él seguía prendido por la fachada. Por las seis estatuas blancas, y la torre con reloj y campanario. Hasta que al final se despertó.

—Busco al padre Ernesto —dijo.

Respondí que no moviendo la cabeza. Imposible encontrarlo durante la siesta.

—Quién lo busca —dije después.

Entonces fui yo el que apenas lo miró, el que de inmediato movió los ojos más allá, hasta los naranjos embichados de la plaza. Fue para devolverle el cumplido de no mirar de frente cuando me hablaba.

Pero él ni se enteró. Se había girado y había alcanzado el cordón.

—Guillermo Cos —me gritó desde abajo—, por los terrenos, lo quiero ver.

Se metió en el auto y aceleró. Todo fue muy teatral. No solo su llegada en el auto deportivo, también la borrachera con la que se apareció en la plaza, al final de la tarde, después de la misa de las siete y diez. El calor aplastaba. Guillermo tenía una curda para cuarenta, dijeron. Y sangre seca en las botamangas del pantalón y a lo largo del brazo derecho. Alguien contó que desde la iglesia se fue a buscar a su hermana y al Profesor, que no le abrieron la puerta, que él rompió los vidrios a patadas. Que Irene estaba encinta, además. Entonces Guillermo se metió en La Luna Nueva y siguió tomado. No se supo cómo llegó a la plaza. Gritaba junto a los naranjos embichados hasta que se le partió la voz. Irene estaba embarazada, dijo, y él iba a matar al Profesor. Se lo merecía, dijo, y yo me pregunté si actuaba. Pero el calor lo demolió.

El padre Ernesto me hizo cargarlo hasta la puerta de atrás de la iglesia, la que comunica con la segunda sacristía, ponerlo sobre el catre y salir, dejándolos solos. Ahora, entre las plantas del patio, el calor seguía pesado, pesadísimo. Pero no iba a llover pronto, aún faltaba que un tramo del cielo se emparejara. A la madrugada, quizá. Y de hecho, a eso de las tres llovió. Lo supe porque no dormía. Estaba pensando en Guillermo Cos, en su llegada ruidosa, en sus gritos y su borrachera. No iba a verlo hasta quince días después, cuando el padre Ernesto me pidiera un favor, y yo pasara mi última noche en Sierra Larga antes de irme para siempre y de una vez.

Llovió la semana siguiente y la otra. Salió el sol, tres días, los caminos se resecaron como si nunca hubiera caído agua en la tierra, y volvió a llover y todo se llenó de barro. El padre Ernesto quiso hablar. Me pidió que conversáramos en la capilla, antes de eso, pasé el trapo por los lugares inusuales: el púlpito inútil, los rincones del Altar de La Pasión. Lo dejé hablar. Me trataba como a un estúpido y yo lo dejaba hablar. Un pequeño favor por el bien de todos, dijo, algo muy sencillo que debe quedar en secreto. Lo dejé hablar aun sabiendo que desde el vamos yo iba a responder que sí. Fuera lo que fuera. Yo no sentía nada y decía que sí. Pero algo quería sacar. Y me arriesgué. Dije que el asunto no me gustaba, que por qué no se encontraban con el Profesor durante el día. El padre hizo una pausa y me miró. Él no había nombrado al Profesor. Es un favor mínimo, dijo. Un detalle para resguardarnos, y a cambio puedo comprarte un pasaje a la Capital. Bajé los ojos. A propósito lo hice. Sentía su respiración ansiosa, la mirada de buitre de párpados hinchados. Suele pasar cuando se convive. Es como una especie de antena. Que capta lo que piensa el otro, lo que siente el otro. Para manipular su ansiedad. Abrir la puerta de la segunda sacristía: ese era el favor. Dejar que Guillermo entre sin ruido y después irme de acá, salir para siempre de Sierra Larga. Ayudarlo no era mucho comparado con un pasaje, y yo necesitaba hacerlo. Era lo único que necesitaba de verdad. Los hombres quieren más de lo que confiesan. Por eso no se los debe honrar.

—Este viernes —dijo.

Miré la cruz de madera colgada sobre la pared, encima del catre.

—Y por qué no lo hace usted.

—Yo estaré dando misa, muchacho. El favor que te pido será en la misa de las siete y diez.

El reloj del campanario marcó la hora. En vez de concentrarme en matar hormigas en el atrio, mantenía la cabeza un poco alta estudiando de reojo a los que entraban. Guillermo no entró. Sí, en cambio, tres hombres que no vivían en Sierra Larga. Esperé el saludo del comienzo y caminé por uno de los laterales, lo suficientemente despacio, sin embargo, para que el padre Ernesto me viera entrar en la sacristía. Me metí en el cuarto con las palabras del perdón y el te alabamos, señor. Había puesto mi ropa en una caja y la dejé cerrada sobre el catre. Suelta, una manta que hacía años había tejido mi hermana. Nada más. Ni fotos, ni papeles, ni nada. Me tiré bocarriba a esperar. Todo sucedió de un modo fácil. Antes de las ocho, sonaron los nudillos en la puerta. Entró Guillermo y le hice un gesto para que no hablara. Le limpié el barro de las botamangas y de los zapatos. Me asomé. Diez minutos después, cuando la gente se amontonaba con eso de la comunión, di la señal para que saliera. No lo miré. Solo pensaba (aunque ahora sé que me equivocaba) que él había matado al Profesor. Al rato, el padre Ernesto dijo podemos retirarnos en paz. Ya con el dinero en la mano, corrí a la terminal y conseguí boleto para el sábado a la noche. Nunca supe por qué actué así. Por qué no compré pasaje para ese mismo día, por qué necesité quedarme una noche más. Despidiéndome de los naranjos embichados y las hormigas grandotas. Lo suelo hacer, sin embargo. Atrasar a propósito cualquier final. Antes de volver me conseguí un durazno. Lo comí despacio mientras caminaba.

La noticia se supo el sábado temprano. A Irene Cos la encontraron muerta del otro lado del pueblo, revoleada entre los pastizales. Tenía barro en el pelo y hojas sucias en la cara. El hombre que la encontró dijo que no estaba escondida, que la habían dejado así, estrangulada a la vista de todos. Un empleado del correo también habló. Dijo que Irene estuvo en la oficina, a las siete, el viernes, con su hermano. Pero el padre Ernesto corrigió esa versión, sus palabras alcanzaron, y algo más se desató.

Al final de la tarde, Guillermo, los tres amigos de Cos, don Overo, el encargado de La Luna Nueva, todo el mundo, en suma, se fue a buscar al Profesor. Todo el mundo decía que él la había matado, que por qué, si no, huía cuando llegaron a la casa. Forzaron la puerta y lo golpearon ahí mismo y después lo trajeron por todo el camino hasta la plaza. Vi que lo empujaban cerca de los naranjos. Intentó levantarse pero cayó. Entonces, aunque era algo temprano todavía, me metí en la iglesia y salí con mi caja. Me iba por fin de este lugar. Allá enfrente, alguien gritó que no lo soltaran. No giré la cabeza. Tampoco me despedí del padre Ernesto que se asomó un momento al atrio y enseguida desapareció.

***

Marina Porcelli. Narradora. Nació en Argentina, en 1978, y cursó estudios de Historia en la UBA. Fue becaria del Centro Cultural de la Cooperación (Bs As, 2004) y obtuvo diversos premios, todos en género cuento. "De la noche rota", su primer libro de relatos, consiguió el segundo puesto en el Premio Municipal de Literatura de Buenos Aires, y fue editado en 2009 por la Universidad de La Plata. Parte de la obra de ficción y ensayística de la autora ha sido publicada en medios y antologías de Argentina, Chile, Cuba, México, Nicaragua, EEUU y España. En 2010, Marina Porcelli fue elegida por el Fonca/Conaculta para participar del Programa de Residencias Artísticas para Iberoamérica y Haiti; en 2012, fue becada por la Secretaría de Cultura Argentina, en convenio con México. Sus críticas y ensayos aparecieron en la Revista de la Universidad de México; Revista Armas y Letras; Suplemento Laberinto (Milenio); Suplemento Confabulario