jueves. 18.04.2024
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Sexo en el bosque con una histérica planetaria

Franco Félix

Sexo en el bosque con una histérica planetaria

La conocí en el bosque. Su nave en forma de vagina aterrizó muy cerca de mi casita de campaña. Estaba desnuda. Su nombre es imposible de pronunciar. Antes que nada, porque su lengua es distinta a la nuestra. Es decir, no su lenguaje, sino su anatomía bucal. Los venusinos tienen un par de músculos hipoglosos, mientras que nosotros los terrestres sólo tenemos uno. Esta cualidad morfológica permite a los de su especie, mover hacia arriba y hacia abajo el órgano en dos sectores contrapuestos que vibran al mismo tiempo. Lo mismo pasa con el milohioideo, el estilogloso y el geniogloso, que en conjunto, estos músculos le permiten al hablante de Venus modificar de manera vertiginosa la posición de ese pedazo de carne y que, en combinación con la compleja caja de resonancia que contiene su hocico, origina sonidos que fluctúan no sólo en distintas frecuencias sino en su musicalidad y estructura, más o menos reconocible por la ausencia de vocales. “Grtttttttpwcvbrtmzcr”, dijo levantando su mano cuando la vi por primera vez. Supuse, de inmediato, que se trataba de un saludo e intenté imitar su dialecto: “Grut”, dije amablemente. Su rostro, aunque extraterrestre e informe, cambió de expresión. Si es posible decirlo, si no caigo en eufemismos, “su gesto planetario” se modificó intempestivamente. Intenté sonreír pero fue demasiado tarde. Me dio un puñetazo en la nariz. “Nssssss Frrrrrrrrrxxxxx Grt”, balbuceó la alienígena. Si fuese un lingüista tendría un orgasmo idiomático. Había descubierto que “Grut” en el argot venusino significaba una afrenta. La humanidad había dado otro salto inmenso después de la gambeta de Neil Armstrong en la luna. La primera palabra prohibida entre civilizaciones celestes. Luego de acariciarme el rostro, estiré la palma de mi mano para disculparme. El saludo fue inesperado. De su enorme y alargado rostro emergió un apéndice en forma de tripa y de la punta de éste, una nueva lengua mucho más pequeña de color violeta que me lamió el antebrazo repetidas veces. El hombre, nuestra especie, por fin, había llegado lejos. Ella me besaba tiernamente. Y no sólo ella, sino toda su naturaleza. La textura de aquella extremidad era suave y cálida, como la lengua de un gato, con una pequeña variación: estaba humedecida. La erección fue inevitable. Acá estamos, los hombres, mi pueblo humano, implícitos en una sola escena de amor, un episodio de erotismo interestelar. Yo representaba a mi sociedad, a la clase mortal sobre la Tierra en ese momento lúcido y pornográfico. Yo y mi pene erguido, apuntando hacia el costado plano que asumía como el vientre desnudo. Ella estaba cada vez más cerca de mí y su piel todavía más transparente e iluminada. Su apéndice en forma de manguera pasó a explorar mi cuello, las comisuras de mis labios. Fue un momento definitivo. El mensaje era claro: “Aquí estoy, hombrecito frágil, hazme el amor y salva a tu tribu”. Desabotoné mi pantalón, bajé el cierre y saqué mi órgano viril. Imaginé la fisiología de los machos venusinos. Traté de sacar cuentas. ¿Dónde se hallaría su aparato reproductor? Sopesé las posiciones sexuales con aquella extraterrestre. Al verme, ella, de nuevo, deformó el semblante. Adivinaba el asombro, la sorpresa. Sus emociones eran cristalinas. Pero me hice el desentendido, imaginando que el gesto que corresponde con el asombro o la sorpresa –la boca abierta y los ojos como platos- en la Tierra, allá, a millones de kilómetros en Venus, expresan un guiño sexual, un regocijo carnal. Pero la idea se esfumó cuando la extensión volvió al lugar del que había salido. Entrecerró los ojos, vacilante. Su cuerpo se contrajo y del abdomen emergieron dos pliegos pequeños, una oquedad genital que invitaba, entonces lo creía yo, al apareamiento. Mi gran logro sexual. Estaba a punto de hacer el amor con un ser sideral. ¿Las venusinas brindarán placer oral antes del coito? Lo averiguaría enseguida. Con señas, le pedí que se agachara y lamiera con delicadeza. No pidan detalles. Lo hice y ya, me las apañé para comunicar mi anhelo lascivo. ¿Había llegado demasiado lejos? ¿Me faltaba ternura? Es posible. Ella se encogió y colocó su extraña cara a la altura de mi pene con desconcierto analítico. Ah, la gran dominación, la colonización del universo, a cinco centímetros de mí. Su rostro otra vez: mutó. Ya no era de curiosidad, sino de amargura. Se balanceó hacia atrás y hacia delante. “Grrrt, Grrrrt”, dijo. Otra vez, “Grut”, esa puta palabra. Me volví un experto. Ya había identificado los cambios de humor de una alienígena fortuita. “Grut”, resonaba en mi cabeza. ¿Ahora qué mierdas me hará esta tipa? “Grt, Grrrrt”, bramó irguiendo el pecho. La cavidad sexual que yo identificaba como la vagina venusina comenzó a vibrar. O aquello era una pulsión carnal u ocultaba un celular en sus órganos sexuales. Elegí la primera opción y me lancé, quise embestirla, con el falo que ahora estaba perdiendo su rigor por las persistentes muecas de mi amante cósmica. Debo decir que soy muy sensible y los constantes cambios de humor me desaniman letalmente. Así que me dije: “Es ahora o nunca, mete tu pene sin pensarlo dos veces”. Es verdad, no me importaron las enfermedades galáctico-venéreas, no usé preservativo. Lo que sucedió a continuación fue inesperado. De su coño espacial salió con bastante potencia un chorro colorado de fluidos hediondos que lograron cubrir cada centímetro de mi cuerpo. La evacuación fue tan intensa que salí disparado un par de metros. Quedé bocarriba. Estiré mi cuello (debo confesar que con un poco de esperanza erótica) para ver si venía hacia mí, pero no, todo lo contrario, la venusina emprendió la retirada a toda velocidad hacia su platillo volador en forma de útero. “Grt, Grt, Grrt”, decía escandalizada, poco antes de cerrar la compuerta y partir hacia el cosmos. Yo quedé ahí, con los pantalones en los tobillos, completamente rojo, mirando hacia las estrellas. No desaproveché el instante. Me masturbé con seguridad, cubierto por la bella oscuridad del universo, envuelto en un curioso estado de ánimo que incorporaba la tristeza, la excitación y la perplejidad. Entonces, estallé. El semen sobre mi barriga se había teñido de color rosa. Fui el amo del infinito.

Franco Félix. Hermosillo, 1981. Estudió Literaturas Hispánicas. Ha publicado en revistas como Vice, La Tempestad, Tierra Adentro, Luvina, Pez Banana, Diez4, entre otras. Obtuvo la beca Edmundo Valadés de Apoyo a la Edición de Revistas Independientes en 2009, la beca Jóvenes Creadores en categoría de Novela (2011-2012) y la beca Residencias Artísticas México-Argentina 2014, las tres del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Fue ganador del Concurso de Libro Sonorense 2014, en género de crónica, obtuvo también el Décimo Premio Nacional Rostros de la Discriminación Conapred 2014 y el Premio Binacional de Novela Joven Border of Words 2015.