sábado. 20.04.2024
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Cama para dos

Dana Silva

Cama para dos

Esta madrugada me desperté de nuevo con los ronquidos de mi esposo. Lo busqué en su mitad de la cama con mi mano izquierda y recordé que él ya no está aquí. No sé qué fue lo que escuché entonces. De tantas cosas que he escuchado, ésta no sería la primera que es falsa. Es en lo que me acostumbro a que ahora haya silencio en el cuarto cuando duermo. A veces hace falta el ruido aunque no la deje dormir a una. Una mujer de bien no se apura de dormir más de lo que se apura en mantener real lo que le han enseñado. Esa fue mi ocupación toda la vida. Y yo aprendí que mi esposo es real en la cama sólo si ronca. También aprendí que es mi deber como esposa apreciar su ronquido que, al final, debería ser mejor que la inhóspita vida de una mujer sola.

Ser una mujer de Dios, una hembra de bien y una persona sabia es alcanzar la pronta resignación y poder agradecer que haya aunque sea un poco en lugar de nada; es sacrificar un título universitario por el porvenir de una familia. Por eso estuve orgullosa de todas y cada una de mis cicatrices. A través de ellas, primero mis padres y después mi esposo, me metieron las buenas costumbres. Me dijeron las cosas buenas no llegan fácil. Lo que vale la pena, duele. En ocasiones es necesario que la piel se abrá para que una no se haga orgullosa y olvide su propia vulnerabilidad. Eso fue lo que aprendí.

Con la bendición de Dios, mis padres dieron mi mano. Él me dijo que sólo necesitamos permiso de El señor para estar juntos, así que no nos casamos al civil. Aseguró que eso era para convenencieras; era mejor dar nuestro dinero a la desinteresada iglesia que ser avariciosa yo con acuerdos prenupciales. Mi ya amplia educación en la tradición me permitió sentirme agradecida, y me entregué la primera noche de mi matrimonio en esta cama. Me pidió, me tomó y me trajo. Entró, salió, entró y salió y se fue a bañar antes de dormir. Sus ideas también me las metió y lo demás lo he asimilado yo. Creí que él me amaba porque puso todo su esfuerzo en trabajar para los dos; no me faltó nada aquí en la casa. Él pensaba que me faltaba un hijo suyo. Con el tiempo, pude llegar a creer eso también.

No tenía ideas propias, eran las suyas porque me amaba tanto que incluso pensaba por mí. Me siguió educando. Y es que sobrepasar los límites es peligroso cuando no se tienen ideas propias; así justificaba sus límites. Lo único nuevo que aprendí fue a hacer frijoles cocidos como los que hacía su madre. No habría necesidad de saber nada más. Por eso cuando él empezó a llegar tarde del trabajo, no era necesario que yo supiera por qué. Las primeras veces no me quedó claro. Mi insistente curiosidad acababa en discusiones y platos caídos de nuestra cena que sólo yo tendría que levantar.

Mis noches maritales comenzaron a prolongar la soledad hasta aquella noche en que no llegó. El resultado de una sola noche de cultivar mis propias ideas fue que descubrí que si están en mí nadie tiene qué meterlas por mi piel.

Él volvió antes de comer. Yo ya me ocupaba de su comida. Lo hacía con alegría porque había decidido que sería la última vez. Me impacientaba que no llegara. Siempre es más lento el tiempo cuando se acerca el final de una condena. La felicidad de saber que se está por ser libre se ve opacada por la realidad de no se es libre y punto. Pero al fin él llegó y le dije que entendí que quería estar sin él. Él estaba muy seguro de que yo no entendía nada, pues no es grato rechazar sus comodidades, y no es de Dios disolver un matrimonio. No tardó en tratar de educarme de nuevo. Mi piel se rompía pero nada entraba esta vez.

Mi cuerpo ya no era la barrera que había que penetrar para dominar mi mente. La decisión de irme me ponía en pie después de cada golpe y él volvía a insistir con la tradición que creía tener apuntada en su mano. Azotaba su tradición en mi cuerpo dejando su marca. Cada vez me fue más difícil resistirme a su ideal de quedarme en el suelo, por debajo de él. Quizá mi idea de irme estaba equivocada porque no podía hacerlo. Seguía siendo su víctima; siempre lo fui y lo seguiría siendo. Sería la pobre que murió a golpes a los pies de su estufa o la pobre que sobrevive con miedo. Incluso si conseguía marcharme, iba a ser la pobre y solitaria divorciada. La costumbre no es que una mujer esté sola por convicción. La ideología es un problema si viene de una mujer. No hay honor en la decisión de sufrir la soledad a propósito. ¿Quién sería tan estúpido? Fue entonces que entendí que las mujeres de bien y solas no existen, sólo a través de la fuerza de sobrellevar el accidente de su soledad como viuda.

Con esta noche que acabó, han pasado apenas cuatro desde que murió mi esposo a causa de una olla con frijoles en caldo hirviente. Esa comida la había hecho para él de todos modos. Y ahora que soy una viuda de bien, puedo pensar yo sola. Esta mañana pienso que ya es momento de aprender a usar el espacio de esta cama para dos.