jueves. 18.04.2024
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Hortera y sus pesquisas | Hortera Files (VIII)

Ricardo García

Hortera y sus pesquisas | Hortera Files (VIII)

Pero la cosa con Marlene me distraía. Era una de las verdaderas razones por las que me daba miedo tener una impotencia selectiva. Rosendo era, en el primero de los casos, la razón por la que estaba allí.

—Ayer me encontré con mis amigas en el desayuno; esto te lo cuento porque me has mostrado una familiaridad que… bueno. Cogí el primer libro de la estantería y pregunté por el autor. Me dijeron que era toda una historia. Rosendo, maestro de universidad, se había ligado a una de las alumnas. Nada del otro mundo. Esta criatura, Casandra Roca, en sus ratos de lucidez (porque era bipolar) imaginaba tantas cosas, que dicen que encontró a la nueva Sor Juana. Ya sabes que todo lo magnifican. Tanto así, que decidió ser su maestro para perfilarla como una de las mejores poetas. El caso es que la madre de la criatura, ya te sonará el nombrecito, Roca, sí, Andrea Roca, la que se encarga de la dirección de relaciones culturales de la universidad, fue quien en un principio apoyó a su criatura para que fuera poeta, para que se rodeara de gente importante, para que le imprimieran los libros. Favoreció a Rosendo Vall, por supuesto, lo favoreció para realizar varios talleres que le pagaba la universidad.

—Mira, nomás te hago el amor y luego me fumo un cigarro, para ya irme —pensé, apurando algunas palabras. No me importaba en lo mínimo lo que pudiera pensar, me había dicho de más, otras vías por dónde encontrar al asesino de Rosendo, no esas tan obvias del dinero o la revancha; o quizá ésas eran las que menos importaban. En cambio, el plagio de una obra era otra cosa.

Celina se tomó el cabello acariciando una mejilla y estiró el abdomen a lo largo del asiento. Cruzó las piernas y lanzó una gran bocanada en el espacio donde intercambiábamos las miradas. Al levantarse de la silla, una larga estela de perfume casi caminaba a su lado. Bajó la cadera y expulsó los glúteos. Tragué saliva

—¿Quieres agua? —dijo, para servirse otro vaso.

Al fondo la ventana, las luces, rellenaban los huecos de algunos rincones. La periferia de sus piernas seguía iluminada, y la carne brillaba en una espesura silvestre. Hambre, sed, sexo... ideas que me arreciaban la ofuscación de las ideas. Mi lengua quería escaldarse en la humedad de su piel, mojarla desde la punta de los dedos, rasgar el empeine, besar la rodilla, detener las manos en las nalgas, oler su abdomen, morder el pubis. Celina vacilaba entre la bondad de una mirada y la alteración de su celo, lidiando con el ardor de los labios y de su sexo en un ronroneo casi imperceptible.

Para ese momento ya me había contado de la nostalgia de la preparatoria, de nuestros recuerdos con apenas quince años, de su partida a Oaxaca. De su viaje por Europa con su marido, y de las maletas que olvidó en Venecia, con un juego de té y un abrigo de piel.

Mi sordera era incontenible. Le narré, en una escalofriante dureza, mi vida empuñada en la sordidez. –Me he vestido para desvestirme, he gastado una broma al espejo, me he puesto de patitas en la calle. Nada ha sido igual, comprenderás. Las mañanas salen a deshoras, el cuerpo se ruboriza demasiado, estábamos en ese centro comercial y cualquier rostro podías ser tú. Ya sabes, albricias de la soledad. El trabajo me ha sumido en un sopor de no encontrar. El calendario cae en racimos. Estoy sofocado, harto de la estancia en este planeta.

Le narré la vida que perdí en otras batallas. Celina atravesó dos puñales en el pecho con su sordera. Abrió de cuajo una pierna. El ritmo de una liturgia de besos iba fusilando los nervios, dirigiendo el timón hasta la mesa donde dejamos los teoremas para embravecer los labios, para morderme la oreja, para escupirle un momento a la soledad. Una mano derribó las bolsas, alguna guayaba quedó aplastada en la espalda mientras acomodaba sus piernas alrededor de mi cadera. Pude asirme a sus muslos como un par de remos que frotaba hasta los glúteos. El pelo cayó en forma de cortina para dejarnos en ese cuarto oscuro donde los rostros imantan los ojos. Éramos uno solo y el silencio de otro silencio encalló en una playa devastada.

En la revuelta logré abatirla, echarle la espalda a la mesa. Una vez parado fui arrastrando la falda desde la cintura hasta su empeine, donde la desenganché para que cayera hasta el suelo. Regresé a soltar otros amarres, la descubrí desnuda, en un baño de luz donde sus senos eran libres, blancos, coronados con un pezón diminuto y erecto. Sus labios parecían mirarme, la boca entreabierta emitía palabras sin sonido, lanzaban llamas, gritaban un nomedejes, olían a nomeolvides.

Estiré los brazos para acunarla a mi pecho mientras su pubis se iba apretando al mío para estrechar un compás acoplado a los latidos del corazón. El sístole y el diástole. Rasguños pintaban un mapa en la espalda. Dimos saltos y los pequeños gemidos se resistían a salir de su escondite hasta que ardimos en un solo grito.

La solté del nudo que habíamos formado. Y caí sobre el piso. Sin oxígeno, palpitando sin detenerme, parecía propenso a un ataque cardiaco, pero pude soportarlo. De una esquina de la mesa aparecieron los ojos de Celina echando chispas. Bajó de la mesa y atravesó la cocina desnuda. La blancura de su cuerpo seguía irradiando luz. Desapareció en el cuarto del fondo mientras yo trataba de levantarme forzando mis muslos adormecidos.

Oí entonces el chorro del agua escapar de la regadera. Me vestí. Comencé a deambular por la casa, a mirar los cuadros, los lomos de los libros. Al final del pasillo estaba la habitación de donde escuchaba los murmullos de niño. Parecían filtrarse pequeños hilos sonoros, chillidos de gato. Las griterías danzaban a punto del llanto cada vez que avanzaba hacia esa puerta. Salió una criada. Me miró y sin otra alternativa lanzó un con permiso que de pronto la esfumó del lugar.

Una especie de vergüenza inmovilizaba los pasos. No quería ver al niño que estaría en esa recámara. Pena, humillación, devastación. Mientras fornicaba con su madre, él o ella, no lo sabía, convivía de cerca con un mundo hostil, guerrillero, pornográfico, tan adulto donde a un crimen como el de la inocencia se le resta importancia. “¿Importa?”, me dije, casi lastimándome. Aun así, quise quitarme la venda de los ojos. Asomé por el marco de la puerta. La imagen me llenó de paz. Había un bebé, un niño rosado y envuelto por sábanas.

Por un instante quedé electrizado. Recargué la espalda en la pared y miré mi estómago hinchado, la punta de mis pies, la otra cara de la moneda. No tenía una razón para estar en esa casa. “Me marcho”, pensé mientras impaciente me dirigía hasta el baño, a despedirme de Celina.

Despistadamente di tres golpecitos a la puerta. El ruido de agua aún seguía cayendo de la regadera. Quería que no me oyera, pero ya había tocado. No era de caballeros salir así nomás. El espejo estaba cubierto de vapor; una bata, una toalla y unas pantuflas estaban acomodadas encima del water. Grité su nombre. El hueco entre las entrañas de mi estómago parecía quemarme, rasgar las paredes. Abrí la cortina de baño para encontrarme con el cuerpo de Celina tendido a lo largo de la bañera. Su cabello se esparcía como una mancha de tinta china en el papel; las piernas dobladas y en su brazo, colgante, una hipodérmica. Maldita drogadicta. Maldita muerta, dije una y otra vez, cuando trataba de hallarle el pulso. Pero era demasiado tarde. Volvían en carretadas las imágenes de muchos muertos. Otra vez esa inmersión en una imagen familiar de la muerte. Cerré las llaves de paso, me di un golpe contra el cortinero y me fui de bruces contra sus pechos helados.

Tomé la primera desviación al atajo que sale al boulevard entre la vida y la muerte. Derecha o izquierda, cosa de caminos. Contra el bebé que llora y el cadáver que se congela. Salí corriendo hasta la recamara donde el niño parecía estar más angustiado cada segundo.

¿Qué demonios estaba haciendo un simple golpeador público en brazos de Celina, una mujer de silicón, de alta sociedad, con sobredosis, muerta? La bondad tiene brazos largos. Miré al niño. Lo arropé. El aroma a leche que salía de ese cuerpo minúsculo agravaba el asunto. – Me largo —dije, para controlar mi deseo asesino.

Regresé al cuarto de baño. Miré nuevamente el cadáver, los pies, el cabello como mancha de tinta china y la hipodérmica colgando del brazo. Lo cerré para atrancar de tajo cualquier remordimiento, como si se lograra acabar para siempre con esas cosas. Atravesé el pasillo hasta llegar a la cocina. Algunas imágenes saltaron a la cinta de la memoria. Sexo en la cocina. Semen en la muerta. ¿Por qué demonios no uso condón? Palidecí.

Lo que sigue pasó de pronto. Encapsulado en una ráfaga de minutos que saben a segundos, las neuronas vacilantes se fueron comprimiendo hasta que, aterrorizadas, sólo lograron paralizar todo el cuerpo, mi cuerpo pegado a la mesa de la cocina. No sabía la razón por la que recordaba a Rosendo Vall. Era un desesperado cúmulo de rostros. Quizá porque ella me había contado cosas, escenas de Rosendo. Y así me quedé.

Entró un hombre, el marido de Celina, apresurado, informe. Mirándome como a un idiota. En un intento precario por mostrarse amable, me reconoció de inmediato. –Hola, ¿eres el nuevo novio de Celina? –Mi boca entreabierta parecía temblar. Era uno de esos hoyos negros sin resonancia. La indiferencia es la madre del pasmo. Siguió su camino, entró a su cuarto y salió disparado con un par de trajes pendiendo de unos ganchos echados en la espalda. –Adiós —dijo, mientras mi cuerpo cada vez más achicado, inútil, parecía detenerse. En ese momento no sabía qué mirar o qué hacer.

Lo que había pensado del matrimonio de Celina, había cambiado de súbito. Si por un momento la vida de Celina era el clímax de las de su clase (un buen marido, una buena camioneta, dinero, viajes y una existencia de confort), en el otro momento estaba en la ruina. En el fondo estaba un niño. Un pequeño que llegaba al mundo cuando el mundo para él estaba hecho pelotas. Un asco. Pude despegarme de la mesa. Beber agua y disuadirme de quedarme para auxiliarla. Todavía podía resistir un poco. Regresé hasta la recamara, mirando de reojo al infante, tendido en la inmensidad de la cama. No lloraba y eso estaba mejor. Dormía. Sus pequeños párpados lo protegían de esa horrible realidad. Me senté a observarlo, con detenimiento, con fragilidad, con el instinto paterno. ¡Qué demonios!, con lástima y rabia.

Imaginé que cuando llegara la policía las cosas iban a estar mejor. La tragedia de la casa de Celina era una tragedia directamente escalofriante para ese niño. Me quitaría la culpa, la vergüenza. El compromiso que lo tomara la trabajadora social, el gobierno. Mi deber como ciudadano estaba saldado. Sin embargo, mi deuda con Celina vibraba en carne viva. En sexo vivo. Un buen sexo genera una gran deuda. Salvo que en la realidad ese gran sexo se desmorone en un simple coito. Animales, sólo animales. Sexo después de una charla de libros, en ese paréntesis donde la soledad era un niño dormido.

Miré el espejo que estaba frente a mi figura. Una escena donde no lograba identificarme. Había matado a muchos, pero los niños son otra cosa. Estaba aterrorizado.

La fuga de unos minutos de impaciencia donde lo mejor era destruir algo que no había construido. Cosas así, que ocurren sin siquiera asomarse, sin apenas vivir para, en ráfagas, quedar echadas a perder. La sonrisa dura una milésima de minutos. La felicidad va recortándose hasta caer del otro lado.

Esa casa comenzó a devorarme. Sus paredes, los cuadros de boda, los revoltijos de una estampida de encuentros. Pasaban, me atacaban, me desolaban. Estaba perdido. Vacilé otro rato entre esas paredes y volví a mirar la cama donde dormitaba la criatura. Lo tomé del talle. La miniatura del cuerpo me entumeció. En una situación sin salida lo abracé, eché a llorar hasta que me devolvieron un momento de lucidez los chillidos del niño. Le supliqué que se callara. Le di jalones, lo arrullé, le canté, le grité. Nada lograba callarlo, detener esa terrible angustia, un miedo salido de una especie de entendimiento entre los dos. Yo estaba más aterrado que ningún fantasma de mi factura. Fantasmas que me perseguían en esa habitación.

El susto contuvo por unos minutos el llanto. Pero los nervios estaban calcinándome. Muy apenas pude dar dos pasos cuando volvió a llorar. Salté encima de él y lo sujeté del cuello. Quise estrangularlo; le miré dos grandes lagunas amarillentas en las mejillas. Si no lo mataba yo, lo iba a matar el hambre. Le acaricié la cara.

Busqué en la alacena, entre las bolsas del mercado, nada. No había alimento, leche o cualquier otra cosa para darle. Si no lo mataba yo, lo mataba Celina. La humanidad, criatura, no es para ti, dije en voz alta mientras me regresaba al cuarto para provocarle la eutanasia. Esto que voy a hacer no es un gran pecado, es uno pequeño, voy a asesinarte para que te evites la pena de vivir echado a perder. Cuando crezcas vas a ser un hijo de puta. No tendrás padre, porque el que tienes, seguro se marchará a vivir a París, o de delegado del gobierno, y muy apenas te dará para tu manutención.

En la adolescencia, con el ejemplo con que te educa tu madre, seguro empezarás a usar drogas, primero la marihuana, luego el salto a las drogas duras, y con el restante de tus neuronas será imposible estudiar una carrera. Ya metido en eso, sólo podrás hacer de las tuyas robando, asaltando, asesinando, un estuche de monerías. Vas a ir a parar junto a otros que, como tú, ya han tenido antecedentes criminales. No sabrás vivir de otra manera y un buen día, en la plaza, al acecho de las sombras, saltarás a victimar a los buenos ciudadanos, a cobrarles lo que la sociedad te negó, pero encontrarás a alguien que resista, que esté harto de gente basura, de esa gente que forma el sistema, el planeta, y quizá tendrá un perro, tal vez llamado Argán, y te lanzará a sus fauces y morirás a causa de los golpes de los buenos ciudadanos cobrando justicia. Así que mejor te voy a ahorrar ese pedazo de tiempo. Y comencé a asfixiarlo con la cobija. Después lo dejaba respirar. Mi remordimiento, una luz de humano, aparecía siempre que estaba a punto de matarlo, pero ese niño tenía ganas de vivir. Movía mi cabeza. No lo miraba. En el último intento un color morado asistía a todo el rostro, las pequeñas manos subían y bajaban, indefensas, lanzando una última resistencia. Yo estaba decidido. Pero un destino no.

Celina entró en el cuarto, desnuda, amoratada por el frío y con los ojos desorbitados. Quité la frazada con un movimiento rápido y el pequeño llenó de oxígeno los pulmones. Sólo pude decir “cómo estás”, para alistarme a salir.

No era frecuente ver a los muertos erguidos, así que me moví con facilidad. Celina me contó de su diabetes, los desmayos y cosas así. Entendí. Me enredó en sus brazos para besarme. Gracias por cuidar a Luis. El “de nada” quedó trabado en la garganta.

Hasta aquel momento el niño me había robado toda la atención. Paseando de un lado a otro del cuarto cuando dormía al pequeño, respiré tan profundo que me había sentido como un fiscal divino. Yo jugaba con ventaja, como Celina jugaba conmigo. La quise volver a ver. Noté que la atmósfera había cambiado, los muertos que rondaban por la mente parecían diluirse entre la sonrisa de esa mujer. Pero había un muerto que no tenía sitio.

—Es tarde —dijo. El niño bebía de un biberón. Durmió. Me marché con la promesa de volver a verla. Al atravesar las calles de Marfil, las mansiones titilantes; sonó mi teléfono.

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