jueves. 18.04.2024
El Tiempo
Es lo Cotidiano

Alimañas

Juan Ramón Velázquez Mora

La frase en medio de la nada es un poco injusta.  En la nada no hay arena, sol, arbustos, viento.  No hay caminos ni automóviles que se descompongan y te dejen tirado.  Tampoco tendría que haber serpientes venenosas, un amigo cuyos labios puedas observar poniéndose azules, los ojos descendiendo —ellos sí— a la nada.  Lo que de verdad no había en medio de la nada era el rastro de otros seres humanos; ni la más pequeña seña de que alguien hubiera usado ese camino después de haber sido construido.  La ventisca no era refrescante.  Era como las llamaradas de una enorme fogata secándome el sudor que me pegaba cada vez más la camisa a la piel.  Pensé que en algún momento mi amigo tendría que empezar a descomponerse.  No tenía ni la menor idea de cuánto se tardaba en podrir alguien, pero tenía la seguridad de que no iba a poder guardarlo en un refrigerador para después, para la hora en que pudiera dar aviso a su esposa.  Además estaba la posibilidad de que yo también muriera.  Quedarnos ahí, hinchándonos primero, después como armazones blancos, cada vez más limpios de los sucesivos enjambres de moscas.

Lo cargué por un brazo sobre mis hombros.  Después de todo estábamos en un camino; hecho por hombres o no, a alguna parte tenía que conducirnos.  Al poco tiempo el cansancio hizo que considerara descalzarme pero la temperatura del suelo me disuadió.

El sol ya había estado en lo más alto, pero en su declive no se había vuelto menos sofocante.  El disco en lo alto seguía variando entre el amarillo y el naranja, como estampado en un cielo que muy poco tenía de azul —más bien me recordaba al blanco de unas sábanas.  Mi voluntad no tardó demasiado en vacilar y comencé a arrastrar el cuerpo de mi amigo.  Trataba de convencerme de que ahora ya no era muy distinto a un costal.  Seguía teniendo las formas que reconocía tan íntimamente, pero eso no tardaría mucho en cambiar.  Si no encontraba a alguien más los dos comenzaríamos una última transformación.  Los pájaros la anticipaban haciendo círculos sobre nosotros; temía sus vuelos cada vez más bajos y sus vueltas cada vez más cerradas.

Noté que había comenzado el crepúsculo porque las ráfagas de viento ya no eran ardientes.  La estela que habíamos dejado en la arena se alargaba más allá de lo que alcanzaba a ver.  Temí que no pudiera sobrevivir a la noche.  Miré lo que había sido la cara de mi amigo, tratando de analizar esa sensación de rama cortada. (No ser más que un pedazo cercenado, mero alimento para el resto de las cosas.)  Traté de verme a mí de esa forma y la perspectiva comenzó a dejar de parecerme terrible.  A lo que temía era al frío, o a unos dientes salvajes que me arrancaran un pedazo de pierna mientras yo siguiera vivo pero sin posibilidades de hacer nada al respecto.  Le temía al sol, a cómo estaba desperdiciando fuerzas cargando un bulto cuando debería concentrarme en evitar el dolor, en salvar lo que quedaba de mí mismo.  Si mi familia volvía a saber de mí o no, sólo era importante en la medida en que pudiera confesar algunas cosas que de todos modos sabían.  Volví a observar a mi amigo.  Su rostro se adornaba con una que otra mosca dentro de la nariz o caminando por las orillas de los ojos.

Después de la leve ceguera que provoca acostumbrarse a la noche, creí ver una luz parpadeando en el horizonte.  Era una luz amarilla que parecía ser producida por el cansancio o la sed pero que fue agrandándose mientras avanzaba.  Después apareció un cuarto de tabique que resplandecía a través de su única ventana.

No me preocupé en tocar.  Abrí la puerta de mosquitero y vi un pequeño fogón al centro del cuarto, un viejo sentado viendo la lumbre y una multitud de pollos picoteando el suelo de tierra.

—¿Qué necesita?— me preguntó el viejo.  Sentí cómo un ardor de rabia me subía desde los pies hasta las orejas.  Los labios y las manos comenzaron a temblarme.  La pregunta me había enfadado de tal modo que no tardé en responder de esta forma:

—Quiero que reviva a mi amigo.  Está un poco muerto y atravesé el desierto para encontrar a alguien que pueda hacerlo.

—Muy bien— contestó el viejo. —Trate de dormir y mañana volverá a verlo con vida.  Sólo recuerde evitar contarle el detalle de que murió, no le conviene.

El viejo me señaló un petate en una esquina del cuarto y apenas me recosté, comenzó a cantar algo en un idioma desconocido.  Más que cantar, murmuraba, sonaba, a veces gruñía.  Puse mi última atención en los pollos.  Noté que no había nada qué comer en el suelo que estaban picoteando.

Soñé con mi regreso a la ciudad.  Llevaba equipaje, una de esas maletas rígidas que ya nadie usa.  Al llegar, lo primero que hacía era buscar a mi amigo.  Después de tocar a su puerta él me abría con labios sonrientes.  Nos abrazábamos largamente.  Después de dejar mi equipaje en el suelo nos sentábamos en la sala, uno frente al otro.  Sin que me diera tiempo a notarlo, aparecía una figura negra sentada junto a mi amigo.  Todo en él era sombra, oscuridad sin nada distinguible.  Después comenzaba a sentir cómo mis brazos se quedaban inertes, puestos como un peso junto al torso que también comenzaba a paralizarse.  Trataba de hablar, de gritar, pero sólo era capaz de exhalar suspiros en pedazos.  Mi amigo seguía hablando y riendo, tan vivo como la última vez que nos vimos en esa casa.  Se ponía mi maleta sobre las piernas, revolvía mi ropa como buscando, y decía algo que yo no alcanzaba a escuchar: el ambiente se había llenado con un zumbido ensordecedor.  La figura oscura seguía sentada frente a nosotros, pero mi amigo parecía despreocupado al respecto; seguía moviendo las manos, hablando, los labios sonriendo todo el tiempo.  Yo movía los ojos desesperado, inmóvil.  Entonces la figura levantó un brazo y señaló algo detrás de mí.

—¿Qué es eso que está ahí?— dijo con una voz parecida a un rugido profundo, que se impuso al zumbido de fondo. —¿Qué es eso? ¿Qué hay ahí?— repetía aumentando el grito y el temblor.

No lo soporté más y desperté. Volteé por reflejo a ver donde la figura del sueño había señalado: justo al lado derecho de mi cabeza, en lo que ahora era una pared de ladrillos sobre la que caminaba un enorme alacrán albino con la cola torcida.  Me aparté de un salto, cayendo de espaldas y agitando los brazos y las piernas para alejarme lo más posible de aquel animal.

El alacrán se detuvo un momento en la pared, cambió de dirección y huyó del cuarto por un agujero.

Había dos sillas junto a las brasas.  En una estaba el viejo, en otra mi amigo cubierto con una cobija de grecas rojas y negras.  La luz entraba polvorienta por la ventana y todos los pollos parecían haberse olvidado de picotear el suelo.

—Estuvo pesado el viaje, ¿no?— apuntó mi amigo, añadiendo su encantadora sonrisa a la frase.

—Sí, sí, muy duro— respondí apenas.

—Pues ya es hora de regresarnos, ¿no crees?— dijo mi amigo.

Al mismo tiempo que salíamos por la puerta del mosquitero, los pollos comenzaron a picotear de nuevo el suelo seco y el viejo comenzó a aplastar con una mano las moscas que se habían colado.  Con la otra mano nos hizo una seña de despedida y dijo:

—Hasta luego.

Juan Ramón Velázquez Mora. León, Guanajuato. 22 de febrero de 1989.