Es lo Cotidiano

¿Por qué ensuciar la propia madriguera?

Stanisław Andrzejewski

¿Por qué ensuciar la propia madriguera?

A juzgar por la cantidad, las ciencias sociales están atravesando por un período de progreso sin precedentes: los congresos y conferencias proliferan como hongos, el material impreso se acumula y el número de profesionales se incrementa a una velocidad tal que, a menos que se lo detenga, superaría a la población del globo dentro de unos pocos siglos. La mayoría de los cultivadores están entusiasmados con esta proliferación y se suman al diluvio escribiendo panoramas de sus profesiones «en la actualidad», atribuyendo con ligereza la etiqueta de «revolución» a todo tipo de pasos insignificantes hacia adelante... o incluso hacia atrás; y asegurando incluso algunas veces haber atravesado ya el umbral que separa sus campos de las ciencias exactas.

Lo particularmente desalentador es que no sólo la avalancha de publicaciones revela una abundancia de retórica huera y una escasez de ideas nuevas, sino que las aportaciones más antiguas y valiosas de nuestros antecesores ilustres están siendo ahogadas en un torrente de verborrea sin sentido y sutilezas inútiles. Verbosidad ambigua y pretenciosa, interminable repetición de lugares comunes y propaganda encubierta, están a la orden del día, en tanto que por lo menos el 95 por 100 de la investigación no es en realidad más que rebusca de cosas que fueron descubiertas hace ya tiempo y redescubiertas muchas veces desde entonces. En comparación con hace medio siglo, la calidad media de las publicaciones (aparte de aquellas que se ocupan más bien de las técnicas que de la sustancia) ha decaído en diversos campos.

Naturalmente, tan atrevido veredicto pide una demostración y gran parte del presente libro está dedicada a suministrarla. Pero quizá aún más interesante que demostrar sea explicar; y ésta es la segunda tarea de la obra, siendo la tercera en ofrecer unas pocas sugerencias acerca de cómo este triste estado de cosas podría ser, si no remediado, al menos aliviado. Entre otras cosas, trataré de mostrar cómo la tendencia hacia la esterilidad y la impostura en el estudio de las cuestiones humanas surge de tendencias generalizadas en la economía, la política y la cultura de nuestro tiempo; de modo que el presente trabajo puede ser colocado bajo el vago encabezamiento de sociología del conocimiento, aunque «sociología del no-conocimiento» describiría más correctamente el grueso de su contenido.

Dado que una tentativa de esta clase inexorablemente conduce al problema de los intereses creados y ocasiona imputaciones de motivaciones indignas, me apresuro a señalar que soy plenamente consciente de que lógicamente un argumentum ad hominem no prueba nada. No obstante, en materias donde prevalece la incertidumbre y en que la información se acepta generalmente por el grado de confianza que ésta nos merece, está justificado que uno trate de despertar en el público una actitud de vigilancia más crítica mostrándole que en el estudio de las cuestiones humanas la evasión y la impostura normalmente resultan más rentables que decir la verdad.

Para repetir lo dicho en el prólogo, no creo que el argumentum ad hominem en términos de intereses creados se aplique a las motivaciones de los inventores de novedades, quienes mucho más probablemente son visionarios y doctrinarios tan envueltos en el capullo de su imaginación que se hallan incapacitados para ver el mundo como es. A fin de cuentas, en toda sociedad con un alto índice de alfabetización hay gente que escribe disparates sobre todos los temas imaginables. Muchos de ellos nunca llegan hasta el impresor y entre los que atraviesan esta barrera, muchos permanecen sin ser leídos, mientras otros son promocionados, aclamados y sacralizados. El problema de la subordinación a los intereses creados resulta más pertinente en el nivel del proceso de selección social que gobierna la propagación de las ideas.

El problema general de la relación entre ideas e intereses es uno de los más difíciles e importantes. Marx basó todos sus análisis políticos en la suposición de que las clases sociales suscriben ideologías que sirven a sus intereses, teoría que parecería estar en contradicción con el hecho de que ningún creyente admitirá nunca haber escogido sus convicciones por su valor como instrumentos en la lucha para alcanzar la riqueza y el poder. El concepto de inconsciente de Freud, sin embargo, involucra lo que podría describirse como una astucia inconsciente —idea desarrollada en una forma especialmente aplicable a la política por Alfred Adler. Si tales mecanismos de la mente pueden producir estrategias y subterfugios inconscientes en la conducta de los individuos, no hay razón para que éstos no operen a nivel de las masas. ¿Pero con qué tipo de evidencia podemos respaldar imputaciones de esta clase? Lo que torna el problema aún más difícil es la convincente observación de Pareto de que las clases gobernantes a menudo abrazan doctrinas que las encaminan hacia el desastre colectivo. Los mecanismos de selección (cuya importancia fue señalada por Spencer) que suprimen las pautas «inadecuadas» de organización, normalmente aseguran la supervivencia solamente de esos conjuntos sociales que abrigan creencias que respalden su estructura y modo de existencia. Pero, dado que la desintegración y destrucción de colectividades de todas clases y tamaños es tan visible como su continuada supervivencia, la concepción (o modelo, como se prefiera) de Pareto resulta tan aplicable como la de Marx. Una teoría satisfactoria tendrá que sintetizar estos enfoques válidos pero parciales y trascenderlos, pero éste no es el lugar para llevar a cabo un intento de esta índole. En el presente ensayo no puedo ir más allá de las imputaciones, apoyándose sobre evidencias circunstanciales de la congruencia entre sistemas de ideas e intereses colectivos, que revisten aproximadamente el mismo grado de plausibilidad (o vulnerabilidad) que las aserciones marxistas habituales sobre las conexiones entre los contenidos de una ideología y los intereses de clase. La limitación intelectual fundamental de los marxistas en este sentido consiste en que, en primer lugar, restringen indebidamente la aplicabilidad del concepto clave de su maestro sólo a agrupamientos (por ejemplo, clases sociales) que él mismo ha señalado; y en segundo término, que (naturalmente, por supuesto) nunca aplicarán este esquema de interpretación a sí mismos o a sus propias convicciones.

Cada oficio, cada ocupación —aunque sea de moralidad dudosa o incluso directamente delictiva— tiende hacia el principio de que «entre bueyes no hay cornadas». Las profesiones antiguas y exclusivistas —tales como el derecho y la medicina— enfatizan esta norma hasta el punto de conferirle el halo de un canon fundamental de la ética. Los enseñantes, también, condenan al ostracismo a aquellos que critican abiertamente a sus colegas y socavan su posición ante los ojos de los discípulos.

De igual modo que el resto de las disposiciones humanas, esta costumbre tiene aspectos positivos y negativos. Sin algo de este tipo, sería difícil mantener las relaciones amistosas necesarias para una cooperación fructífera, ya sea en un taller, una sala de operaciones o un comité directivo. Echándose zancadillas todo el tiempo e incurriendo en recriminaciones mutuas, la gente puede no sólo hacer de su vida una desdicha, sino también condenar su trabajo al fracaso. Como la tranquilidad mental de un paciente y sus posibilidades de recuperación dependen en considerable medida de su fe en el médico —la cual, a su vez, depende tanto de la reputación personal de éste como del status de la profesión—, si los practicantes cayeran en la costumbre de denigrarse unos a otros se perjudicaría seriamente la eficacia del cuidado médico. Del mismo modo, los enseñantes que socavan mutuamente su posición ante los ojos de los alumnos terminarían siendo totalmente incapaces de enseñar, ya que los adolescentes se sienten inclinados por naturaleza al desorden y el número de aquellos con un deseo espontáneo de aprender es siempre reducido.

Por otro lado, sin embargo, caben pocas dudas de que el atractivo del principio de que «entre bueyes no hay cornadas» deriva su fuerza menos de un interés altruista por la fecundidad del trabajo —salvo en la medida en que hace la vida más fácil— que de la busca de una ventaja colectiva, sea pecuniaria u honorífica. Al aplicar estrictamente la solidaridad entre colegas, la profesión médica no sólo ha alcanzado un bienestar que en la mayoría de los países está visiblemente fuera de proporción con su nivel relativo de especialización — para no hablar de la extremadamente ventajosa inmunidad de castigo por incompetencia o negligencia—, sino que además ha podido procurar a sus miembros un ingreso psíquico sustancial al situarlos en una posición donde pueden suplantar a Dios, a pesar de sus frecuentes limitaciones de conocimiento o inteligencia. Es cierto que los miembros de la profesión médica disfrutan de una posición especialmente favorable porque manejan a la gente en sus momentos de mayor debilidad: cuando ésta siente temor o necesidad de consolación y se ve reducida a la condición de paciente — palabra muy reveladora que puede incluso explicar por qué en muchos hospitales públicos (en Inglaterra al menos) la puerta del frente está reservada para los suministradores de los servicios, mientras los clientes deben introducirse por la puerta trasera. Los abogados también se ingenian para elevar su prestigio e ingresos redactando documentos en un lenguaje innecesariamente abstruso, destinado a impedir la comprensión por parte del lego y a compelerlo a recurrir a un costoso asesoramiento legal.

Entre los suministradores de servicios de utilidad inmediata para los clientes, la costumbre de abstenerse de la crítica mutua simplemente sirve como un escudo contra cualquier eventual responsabilidad por negligencia y como defensa de las ganancias monopolísticas; pero cuando se trata de una ocupación que justifica su existencia asegurando hallarse dedicada a la persecución de verdades generales, una adhesión al principio de que «entre bueyes no hay cornadas» normalmente equivale a una connivencia en el parasitismo y el fraude.

Los hombres de negocios que no sienten escrúpulos en admitir que su objetivo fundamental es ganar dinero, y cuya ética profesional consiste en unas pocas prohibiciones morales, tienen menos necesidad de disimulo que aquellos que se ganan la vida con una ocupación ostensiblemente dedicada a la promoción de más altos ideales; y mientras más altos son éstos, más difícil resulta vivir en consonancia con ellos, y mayor es la tentación de (y el campo de acción para) la hipocresía. La honestidad es la mejor política para el proveedor cuando el cliente sabe lo que quiere, es capaz de juzgar sobre la calidad de lo que recibe y paga de su propio bolsillo. La mayoría de la gente puede juzgar sobre la calidad de los zapatos y las tijeras, y ésta es la razón de que nadie haya hecho fortuna fabricando zapatos que se rompen inmediatamente o tijeras que no cortan. Al construir casas, por otra parte, los defectos de la obra o los materiales pueden quedar ocultos durante mucho más tiempo y por consiguiente la chapucería a menudo trae beneficios en esta línea de negocios. Los méritos de una terapia, para tomar otro ejemplo, no pueden ser evaluados fácilmente y por esta razón la práctica médica ha estado mezclada durante siglos con una charlatanería de la que no se ha liberado totalmente en la actualidad. Sin embargo, no importa cuán difícil resulte evaluar los servicios de un abogado o un médico, éstos claramente sirven a necesidades concretas. ¿Pero qué clase de servicios prestan un filósofo o un estudioso de la sociedad y a quiénes? ¿A quién le preocupa saber si sirven para algo? ¿Pueden aquéllos a quienes les preocupa juzgar sobre sus méritos? Y en caso de ser así, ¿son ellos quienes deciden sobre las recompensas o cargan con el costo?

Los practicantes raramente abrigan dudas acerca del valor de sus servicios; y si alguna vez éstas surgen, son prontamente desestimadas con invocaciones a los niveles profesionales con su supuesto poder para asegurar la integridad y el progreso. Cuando se consideran estos problemas de una manera realista, sin embargo, se hallan pocas razones para suponer que todas las profesiones tienden inherentemente hacia el servicio honesto antes que hacia la explotación monopolística o el parasitismo. En realidad, todo depende del tipo de conducta que conduzca a la riqueza y la posición (o, para decirlo de otro modo, del vínculo entre verdadero mérito y recompensa). Analizar diversos tipos de trabajo desde este punto de vista suministraría un programa útil para la sociología de las ocupaciones, que podría así superar su nivel actual de pedestre catalogación. Vistas desde este ángulo, las ciencias sociales aparecen como una actividad sin ningún mecanismo intrínseco de retribución: donde cada cual puede salirse con la suya.

Criticar las tendencias prevalecientes y la gente de arriba puede resultar provechoso cuando se hace con el respaldo de un grupo de presión poderoso —quizá una quinta columna subvencionada desde el extranjero—. Pero desdichadamente los contornos de la verdad nunca coinciden con las fronteras entre camarillas y bandos enfrentados. Así, un librepensador puede considerarse afortunado si vive en un medio donde meramente se le ignora, en vez de ser encarcelado y llamado «cerdo que ensucia su propia madriguera», para emplear la expresión feliz que el jefe de la policía soviética, Semichastny, aplicó a Boris Pasternak.

Puede dudarse seriamente que la exhortación sea de gran ayuda, ya que a pesar de centurias de invectivas contra el robo y la estafa, estos delitos no parecen ser menos comunes en la actualidad que en la época de Jesucristo. Por otra parte, sin embargo, es difícil imaginar de qué modo ciertas normas podrían continuar existiendo si alguna gente no asumiera la tarea de afirmarlas y predicar contra la inmoralidad.

Como uno podría pasarse la vida entera, y llenar una enciclopedia, tratando de exponer todas las extravagancias tontas que pasan por estudios científicos de la conducta humana, me he limitado a unos pocos ejemplos importantes. En todo caso, demoler los ídolos de la seudociencia es relativamente sencillo, y la tarea más interesante e importante consiste en explicar por qué ellos han encontrado y encuentran tan amplia aceptación.

No creo que este toque de mi trompeta vaya a desmoronar las murallas de la seudociencia, protegidas por demasiados defensores incondicionales: los esclavos de la rutina que (para emplear la expresión de Bertrand Russell), «preferirían morir antes que pensar», los buscavidas mercenarios, los dóciles empleados educacionales habituados a juzgar las ideas según la posición de sus proponentes, o las delicadas almas errabundas que suspiran por nuevos gurúes. No obstante, a pesar del avanzado estado de idiotización alcanzado por nuestra civilización bajo el impacto de las comunicaciones de masas, queda todavía alguna gente dispuesta a utilizar su cerebro sin el señuelo de la ganancia material, y a ella está destinado este libro. Pero si se trata de una minoría, ¿cómo podría entonces prevalecer la verdad? La respuesta (que deja un cierto margen a la esperanza) es que la gente interesada en las ideas, y preparada para pensarlas y expresarlas al margen de las desventajas personales, siempre ha sido poca; y si el conocimiento no pudiera avanzar sin el apoyo de una mayoría, entonces el progreso nunca hubiera existido, porque siempre ha sido más fácil alcanzar renombre, como también hacer dinero por medio de la charlatanería, el doctrinarismo, la adulación y la oratoria subversiva o apaciguadora que a través del pensamiento lógico y atrevido. No, la razón por la cual el conocimiento humano ha avanzado en el pasado, y puede también hacerlo en el futuro, es que las verdaderas aportaciones son acumulativas y conservan su valor al margen de lo que ocurra a sus descubridores; mientras que las novedades y los juegos de prestidigitación pueden traer un provecho inmediato a los empresarios, pero a la larga no conducen a ninguna parte, se anulan entre sí y son desestimadas apenas sus promotores ya no están allí (o han perdido el poder) para dirigir el espectáculo. De todos modos, conviene no desesperar.

(Tomado del libro Las Ciencias sociales como una forma de Brujería. Editorial Taurus.)

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Stanisław Andrzejewski (o Stanislav Andreski) (1919, en Czestochowa - 2007, en Reading, Berkshire) fue un sociólogo polaco-británico mejor conocido por su mordaz crítica de la "nebulosa verbosidad pretenciosa" endémica en las ciencias sociales modernas, en su obra clásica Ciencias Sociales como una forma de brujería (1972). Andrzejewski era un oficial del ejército polaco. Durante la invasión alemana-soviética de Polonia en 1939 fue hecho prisionero por los soviéticos. Escapó a Gran Bretaña y luchó contra los alemanes en el frente occidental.

En la Universidad de Reading, Reino Unido, fue profesor de la sociología, departamento que fundó en 1965.