jueves. 18.04.2024
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Transgredir las fronteras: un epílogo

Alan David Sokal

Transgredir las fronteras: un epílogo

Las personas mayores son decididamente raras, se dice a sí mismo el principito.

ANTOINE DE SAINT EXUPÉRY, El Principito

La verdad, ¡ay!, ha salido a la luz: mi artículo «Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica», que apareció en el número de primavera/verano de 1996 de la revista de estudios culturales Social Text, resultó ser una parodia. Como es natural, debo a los editores y lectores de Social Text, así como al conjunto de la comunidad intelectual, una explicación no paródica de mis motivaciones y mis verdaderas opiniones[1]. Uno de mis objetivos con este texto es hacer una modesta contribución al diálogo, dentro de la izquierda, entre humanistas y científicos de la naturaleza, «dos culturas» que, a despecho de algunas declaraciones optimistas (casi siempre de miembros del primer grupo), se encuentran hoy probablemente más separadas en cuanto a mentalidad que en cualquier otro momento de los últimos cincuenta años.

Al igual que el género que trata de satirizar (del que pueden encontrarse innumerables ejemplos en la lista de referencias), mi artículo es una mezcla de verdades, medias verdades, cuartos de verdad, falsedades, saltos ilógicos y frases sintácticamente correctas que carecen por completo de sentido. (Desgraciadamente, de estas últimas hay sólo unas poquitas: traté por todos los medios de inventarlas, pero me encontré con que, salvo en contados arrebatos de inspiración, yo, sencillamente, no tenía maña para ello.) Empleé también otras varias estrategias bien arraigadas (a veces, no intencionalmente) en el género: recurso a argumentos de autoridad en vez de a la lógica, teorías puramente especulativas presentadas como ciencia establecida, analogías forzadas cuando no absurdas, retórica que suena bien pero cuyo significado es ambiguo y, por último, confusión entre los sentidos técnico y corriente de ciertas palabras[2]. (Aclaro que todas las obras citadas en mi artículo son reales, y todas las citas, rigurosamente exactas; ninguna de ellas ha sido inventada.)

Pero, ¿por qué lo hice? Confieso que soy un viejo izquierdista impenitente que nunca ha entendido cómo se supone que la deconstrucción va a ayudar a la clase obrera. Y soy también un viejo científico pesado que cree, ingenuamente, que existe un mundo externo, que existen verdades objetivas sobre el mundo y que mi misión es descubrir alguna de ellas. (Si la ciencia no fuera más que una negociación de convenciones sociales sobre lo que acordamos llamar «verdadero», ¿por qué habría de molestarme en dedicar a ella una gran parte de mi cortísima vida? No aspiro a ser la Emily Post de la teoría cuántica de campos[3].

Pero mi preocupación principal no es defender la ciencia de las hordas bárbaras de la Critlit [crítica literaria] gracias, pero sobrevivimos sin demasiados problemas). Mi preocupación, en realidad, es expresamente política, a saber: combatir la actual moda del discurso posmoderno/postestructuralista/socialconstructivista (y, más en general, una tendencia al subjetivismo) que es, en mi opinión, contrario a los valores de la izquierda y una hipoteca para el futuro de ésta[4]. Como muy bien ha dicho Alan Ryan:

Para las minorías acosadas es un auténtico suicidio, por ejemplo, adherirse a Michel Foucault, y no digamos a Jacques Derrida. El punto de vista de la minoría ha sido siempre que la verdad puede socavar el poder (...) Pero, una vez que has hecho una lectura de Foucault en la que la verdad es simplemente un efecto del poder, estás listo. (...) Y, sin embargo, los departamentos de literatura, historia y sociología de las universidades norteamericanas cuentan con gran cantidad de autoproclamados izquierdistas que han confundido las dudas radicales acerca de la objetividad con el radicalismo político y se encuentran hechos un lío.[5]

De manera análoga, Eric Hobsbawm ha censurado

El auge de las modas intelectuales «posmodernas» en las universidades occidentales, especialmente en los departamentos de literatura y antropología, modas según las cuales todos los «hechos» con pretensión de existencia objetiva son simples construcciones intelectuales. En definitiva, que no hay una diferencia clara entre hecho y ficción. Pero sí que la hay, y para los historiadores, aun para los más militantemente antipositivistas de nosotros, la capacidad de distinguir lo uno de lo otro es absolutamente fundamental.[6]

(Hobsbawm continúa luego con una exposición de cómo el trabajo histórico riguroso puede refutar las ficciones propaladas por los nacionalistas reaccionarios de la India, Israel, los Balcanes, etc.) Y, por último, Stanislav Andreski:

Mientras la autoridad inspira un temor respetuoso, la confusión y lo absurdo potencian las tendencias conservadoras de la sociedad. En primer lugar, porque el pensamiento claro y lógico comporta un incremento de los conocimientos (la evolución de las ciencias naturales constituye el mejor ejemplo) y, tarde o temprano, el avance del saber acaba minando el orden tradicional. La confusión de ideas, en cambio, no lleva a ninguna parte y se puede mantener indefinidamente sin causar el menor impacto en el mundo.[7]

Como ejemplo de «confusión de ideas» quisiera examinar un capítulo de Harding (1991) titulado: «Por qué la "física" es un mal modelo para la física». Elijo este ejemplo tanto por el prestigio de Harding en ciertos (no en todos, desde luego) círculos feministas como porque su ensayo (a diferencia de muchos otros del género) está escrito con gran claridad. Harding se propone responder a la pregunta: «Las críticas feministas al pensamiento occidental, ¿son pertinentes para las ciencias naturales?». La autora responde evocando, para rechazarlas a continuación, seis «falsas creencias» sobre la naturaleza de la ciencia. Algunos de sus rechazos son perfectamente legítimos, pero no prueban nada de lo que pretende que prueben. Ello se debe a que mezcla cinco cuestiones distintas:

  1. Ontología. ¿Qué objetos existen en el mundo? ¿Cuáles de los enunciados acerca de dichos objetos son verdaderos'}
  2. Epistemología. ¿Cómo pueden los seres humanos llegar a tener conocimiento de verdades acerca del mundo? ¿Cómo pueden medir el grado de fiabilidad de dicho conocimiento?
  3. Sociología del conocimiento. ¿En qué medida las verdades conocidas (o cognoscibles) por los humanos pertenecientes a una determinada sociedad están influidas (o determinadas) por factores sociales, económicos, políticos, culturales e ideológicos? Pregunta que vale también para los enunciados falsos erróneamente considerados verdaderos.
  4. Ética individual. ¿Qué tipos de investigación debería un científico (o un técnico) emprender (o negarse a emprender)?
  5. Ética social. ¿Qué tipos de investigación debería la sociedad estimular, subvencionar o financiar con cargo al erario público (o, inversamente, desincentivar, gravar fiscalmente o prohibir)?

Todas estas preguntas están, obviamente, relacionadas (por ejemplo, si no hay ninguna verdad objetiva acerca del mundo, carece de sentido preguntarse cómo puede uno conocer esas [inexistentes] verdades), pero son conceptualmente distintas.

Por ejemplo, Harding (citando a Forman, 1987) señala que la investigación norteamericana sobre electrónica cuántica realizada en los decenios de 1940 y 1950 estaba motivada en gran parte por sus posibles aplicaciones militares. Cosa bastante cierta. Ahora bien, la mecánica cuántica hizo posible la física del estado sólido, que a su vez hizo posible la electrónica cuántica (por ej.: el transistor), que a su vez hizo posibles casi todas las nuevas tecnologías (por ej.: el ordenador)[8]. Y el ordenador ha tenido aplicaciones beneficiosas para la sociedad (por ej.: permitiendo al crítico cultural posmoderno redactar sus artículos más fácilmente) y aplicaciones nocivas (por ej.: permitiendo al ejército de los Estados Unidos matar seres humanos más fácilmente). Esto plantea multitud de preguntas de ética social e individual: ¿Debería la sociedad prohibir o desincentivar ciertas aplicaciones de la informática? ¿Prohibir o desincentivar la investigación sobre informática per se? ¿Prohibir (o desincentivar) la investigación sobre electrónica cuántica? ¿Sobre física del estado sólido? ¿Sobre mecánica cuántica? Y lo mismo cabría preguntarse para cada científico y cada técnico individual. (Evidentemente, una respuesta afirmativa a estas preguntas se hace más difícilmente justificable a medida que uno desciende en la lista, pero no pretendo declarar ninguna de las preguntas ilegítima a priori.) Se plantean asimismo cuestiones sociológicas como las siguientes: ¿hasta qué punto nuestros conocimientos (verdaderos) de informática, electrónica cuántica, física del estado sólido y mecánica cuántica (así como nuestra falta de conocimiento sobre otros temas científicos, como el clima mundial) son el resultado de decisiones políticas oficiales que fomentan el militarismo? ¿Hasta qué punto las teorías erróneas (si las hay) en informática, electrónica cuántica, física del estado sólido y mecánica cuántica han sido el resultado (total o parcialmente) de factores sociales, económicos, políticos, culturales e ideológicos, concretamente, de la cultura militarista?[9] Todas estas preguntas son de gran importancia y merecen un tratamiento cuidadoso y respetuoso de las más elevadas exigencias de fundamentación histórica y científica. Pero no afectan para nada a las preguntas científicas que subyacen a ellas: si los átomos (y los cristales de silicio, los transistores y los ordenadores) se comportan realmente con arreglo a las leyes de la mecánica cuántica (y de la física del estado sólido, la electrónica cuántica y la informática). La orientación militarista de la ciencia norteamericana no tiene, sencillamente, influencia alguna en la cuestión ontológica y sólo en una situación hipotética altamente improbable podría influir para algo en la cuestión epistemológica. (Por ej.: si la comunidad mundial de físicos del estado sólido, ateniéndose a lo que creyera ser los criterios convencionales de fundamentación científica, aceptara precipitadamente una teoría errónea sobre el comportamiento de los semiconductores debido a su entusiasmo por el gran avance de la tecnología militar que dicha teoría haría posible.)

Andrew Ross ha trazado una analogía entre las culturas de gusto jerárquicas (alta, media y popular), familiar a los críticos culturales, y la demarcación entre ciencia y pseudociencia[10]. En el plano sociológico, ésta es una observación penetrante; pero en los planos ontológico y epistemológico es sencillamente disparatada. Ross parece reconocerlo, puesto que añade inmediatamente:

No quiero insistir en una interpretación literal de esta analogía (...) Un tratamiento más exhaustivo tendría en cuenta las diferencias locales, de matiz, entre el ámbito de los gustos culturales y el de la ciencia (!), pero ello se encontraría, a la postre, con el empate entre la pretensión del empirista de que existen creencias no dependientes del contexto que pueden ser verdaderas y la pretensión del culturalista de que las creencias sólo se aceptan como verdaderas socialmente.[11]

Pero semejante agnosticismo epistemológico no será suficiente, ¿1 menos para quienes aspiren a realizar un cambio social. Pruebe usted a negar que existen aserciones verdaderas no dependientes del contexto y verá cómo no se limita a tirar por la borda la mecánica cuántica y la biología molecular: arrojará también las cámaras de gas nazis, la esclavización de africanos en América y el hecho de que hoy esté lloviendo en Nueva York. Hobsbawm tiene razón: los hechos cuentan, y algunos hechos (como los dos primeros citados) cuentan muchísimo.

Con todo, Ross tiene razón al decir que, en el plano sociológico, mantener la línea de demarcación entre ciencia y pseudociencia sirve (entre otras cosas) para mantener el poder social de aquellos que, tengan o no credenciales científicas oficiales, se sitúan del lado de la ciencia. (También ha servido para elevar la esperanza media de vida en los Estados Unidos de los 47 a los 76 años en menos de un siglo[12].) Ross señala que:

Desde hace ya algún tiempo, los críticos culturales se han visto enfrentados a la tarea de poner en evidencia el papel de intereses institucionales similares en los debates sobre clase, género, raza y preferencia sexual que tocan el tema de las demarcaciones entre culturas de gusto, y yo personalmente no veo ninguna razón de peso para abandonar nuestro escepticismo, trabajosamente adquirido, cuando nos enfrentamos a la ciencia.[13]

Muy justo: los científicos son, de hecho, los primeros en aconsejar una actitud escéptica ante las pretensiones de verdad de otros (y de uno mismo). Pero un escepticismo de novicio, un agnosticismo blando (o en blanco), no nos llevará a ninguna parte. Los críticos culturales, como los historiadores o los científicos, necesitan un escepticismo informado: que pueda evaluar los datos y la lógica y llegar a formular juicios razonados (por más que tentativos) basados en esos mismos datos y en esa lógica.

En este punto, Ross podría objetar que estoy llevando el agua del juego del poder a mi molino: ¿cómo va a competir un profesor de estudios americanos conmigo, que soy físico, en una discusión sobre mecánica cuántica?[14] (O incluso sobre energía nuclear -tema en el que no he recibido ningún género de formación-.) Pero es igualmente cierto que yo difícilmente triunfaría en un debate con historiadores profesionales sobre las causas de la Primera Guerra Mundial. No obstante, en mi calidad de profano con unos modestos conocimientos de historia, soy capaz de evaluar los datos y razonamientos presentados por diversos historiadores y llegar a alguna clase de juicio razonado (aunque provisional). (Sin esa capacidad, ¿cómo podría cualquier persona reflexiva justificar su activismo político?)

El problema es que son muy pocos los no científicos de nuestra sociedad que sienten esa confianza en sí mismos cuando se enfrentan a cuestiones científicas. Como señaló C.P. Snow en su famosa conferencia sobre las «Dos culturas», hace 35 años:

He estado presente un buen puñado de veces en reuniones de personas que, según los criterios de la cultura tradicional, se consideran exquisitamente educadas y que han expresado con considerable gusto su sorpresa por la falta de cultura de los científicos. En una o dos ocasiones me he sentido provocado y he preguntado a los circunstantes cuántos de ellos serían capaces de enunciar la segunda ley de la termodinámica. La respuesta era fría: también negativa. Y, sin embargo, yo no había hecho más que preguntar algo así como el equivalente científico de: ¿Ha leído usted alguna obra de Shakespeare?

Creo ahora que, si hubiera preguntado algo todavía más simple, como: ¿Qué entiende usted por masa, o por aceleración?, que es el equivalente científico de ¿Sabe usted leer?, sólo uno de cada diez de los mejor educados habría tenido la impresión de que yo estaba hablando la misma lengua. Así se levanta el magno edificio de la física moderna, mientras la mayoría de la gente más inteligente del mundo occidental tiene de él tanto conocimiento como el que habrían tenido sus antepasados neolíticos.[15]

Una gran parte de la culpa de esta situación corresponde, pienso, a los científicos. La enseñanza de las matemáticas y otras ciencias es a menudo autoritaria[16]; lo cual no sólo es antitético con los principios de la pedagogía radical/democrática, sino también con los principios de la propia ciencia. No tiene nada de extraño que la mayoría de los norteamericanos no sepan distinguir entre ciencia y pseudociencia: sus profesores de ciencias no les han dado nunca argumentos racionales para hacerlo. (Pregunte usted al estudiante medio de licenciatura: la materia, ¿está compuesta por átomos? Sí. ¿Por qué lo piensa así? El lector puede escribir él mismo la respuesta.) ¿Hemos de sorprendernos, pues, de que el 36% de los norteamericanos crea en la telepatía y un 47 % en la narración de la creación que aparece en el Génesis?[17]

Como ha señalado Ross[18], muchas de las cuestiones políticas centrales de las décadas venideras (desde la sanidad y el recalentamiento del planeta hasta el desarrollo del Tercer Mundo) dependen en parte de ciertas sutiles (y acaloradamente discutidas) preguntas sobre hechos científicos. Pero no dependen sólo de hechos científicos: también dependen de valores morales y (poca necesidad hay de añadirlo en esta ocasión) de puros intereses económicos. Ninguna izquierda puede ser eficaz si no se toma en serio las cuestiones relativas a hechos científicos y a los valores éticos y a intereses económicos. Lo que está en juego es demasiado importante como para dejarlo en manos de los capitalistas o los científicos (o los posmodernos).

Hace un cuarto de siglo, en el momento álgido de la invasión de Vietnam por los Estados Unidos, Noam Chomsky señaló que:

George Orwell observó en una ocasión que el pensamiento político, particularmente en la izquierda, es una especie de fantasía masturbatoria en la que el mundo de los hechos apenas cuenta. Eso es verdad, por desgracia, y es parte de la razón por la que en nuestra sociedad no existe un movimiento de izquierdas serio, auténtico y responsable.[19]

Acaso este juicio sea excesivamente severo, pero contiene, por desgracia, un considerable núcleo de verdad. Hoy día, el texto erótico tiende a escribirse en francés (chapurreado) más que en chino. Pero las consecuencias para la vida real continúan siendo las mismas. He aquí cómo Alan Ryan concluía en 1992 su irónico análisis de las modas intelectuales norteamericanas lamentando que:

El número de personas que combinan el vigor intelectual con una dosis, por mínima que sea, de radicalismo político es despreciable. Lo cual, en un país que tiene a George Bush de presidente y a Danforth Quayle esperando turno para 1996, no es muy divertido que digamos.[20]

Cuatro años más tarde, con Bill Clinton instalado como nuestro presidente supuestamente «progresista» y Newt Gingrich preparándose ya para el nuevo milenio, la situación sigue siendo poco divertida.

OBRAS CITADAS

Albert, David Z., 1992, Quantum Mechantes andExperience, Cambridge, Mass., Harvard University Press.

Andreski, Stanislav, 1972, Social Sciences as Sorcery, Londres, André Deutsch (trad. cast.: Las ciencias sociales como forma de brujería, Madrid, Taurus, 1973).

Chomsky, Noam, 1984, «The politicization of the university», en Radical Priorities, 2a ed., págs. 189-206, Carlos P Otero (comp.), Montreal, Black Rose Books.

Forman, Paul, 1987, «Behind quantum electronics: National security as basis for physical research in the United States, 1940-1960», Historical Studies in the Physical and Biological Sciences 18, págs. 149-229.

Gallup, George FL, 1982, The Gallup Poli: Public Opinión 1982, Wilmington, Del., Scholarly Resources.

Gallup, George Jr., 1993, The Gallup Poli: Public Opinión 1993, Wilmington, Del, Scholarly Resources.

Gross, Paul R. y Norman Levitt, 1994, «The natural sciences: Trouble ahead? Yes», Academic Questions 7(2), págs. 13-29.

Harding, Sandra, 1991, Whose Science? Whose Knowledge? Thinkingfrom Women's Lives, Ithaca, Cornell Uníversity Press.

Hastings, Elizabeth Hann y Philip K. Hastings (comps.) 1992, Index to International Public Opinión, 1990-1991,Nueva York, Greenwood Press.

Hobsbawm, Eríc, 1993, «The new threat to history», New York Review ofBooks (16 de diciembre), págs. 62-64.

Holland, Walter W. etal. (comps.), 1991, Oxford Textbook ojPublic Health, 3 vols., Oxford, Oxford Uníversity Press.

Ross, Andrew, 1991, Strange Weather: Culture, Science, and Technology in the Age o/Limits, Londres, Verso.

Ross, Andrew, 1992, «New Age technocultures», en CulturalStudies, págs. 531555, Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula A. Treichler (comps.), Nueva York, Routledge.

Ryan, Alan, 1992, «Princeton diary», London Review of Books (26 de marzo), pág.21.

Snow, C. P, 1963, The Two Cultures: And A Second Look, Nueva York, Cambridge University Press.

Sokal, Alan, 1987, «Informe sobre el plan de estudios de las carreras de Matemática, Estadística y Computación», Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, Managua, inédito.

U.S. Bureau of the Census, 1975, Historical Statistics of the United States: Colonial Times to 1970, Washington, Government Printing Office.

U.S. Bureau of the Census, 1994, Statistical Abstract of the United States: 1994, Washington, Government Printing Office.

Virilio, Paul, 1993, «The third interval: A critical transition», en Rethinking Technologies, págs. 3-12, Verena Andermatt Conley, Miami Theory Collective (comps.), Minneapolis, University of Minnesota Press.

Williams, Michael R., 1985, A History of Computing Technology, Englewood Cliffs, N.J., Prentice-Hall.

 

 

Texto aparecido en Dissent 43(4) en el otoño 1996, bajo el título Transgressing the Boundaries: An Afterword. Fue traducido por Joan Caries Guix Vilaplana para Editorial Paidós en 1999. Para su consulta está en la dirección electrónica: http://physics.nyu.edu/faculty/sokal/afterword_v1a/afterword_v1a.html .

***

Alan David Sokal (1955) es un científico estadounidense, profesor de física en la Universidad de Nueva York y de matemáticas en University College London.

 

[1] Se advierte a los lectores que no deben dar por supuestas mis opiniones sobre cualquier tema al margen de lo expuesto en el presente epílogo. Concretamente, el hecho de que haya parodiado una versión extremada, o ambiguamente expuesta, de una idea no excluye que yo pueda estar de acuerdo con una versión más matizada, o formulada con más precisión, de la misma idea.

[2] Por ejemplo: «lineal», «no lineal», «local», «global», «multidimensional», «relativo», «sistema de referencia», «campo», «anomalía», «caos», «catástrofe», «lógica», «irracional», «imaginario», «complejo», «real», «igualdad», «elección».

[3] . Por cierto, invito a todo aquel que crea que las leyes de la física son meras convenciones sociales a que trate de transgredirlas desde la ventana de mi apartamento. Vivo en el piso número 21. (Soy consciente de que esta ocurrencia no hace justicia a los filósofos de la ciencia que profesan un relativismo más elaborado, los cuales concederán que los enunciados empíricos pueden ser objetivamente verdaderos -por ej.: la caída desde mi ventana a la calle durará aproximadamente 2,5 segundos-, pero aseguran que las explicaciones teóricas de dichos enunciados empíricos son construcciones sociales más o menos arbitrarias. Creo que también esta tesis es profundamente errónea, pero su discusión nos llevaría mucho más tiempo.)

[4] Las ciencias de la naturaleza tienen poco que temer, al menos a corto plazo, de las sandeces posmodernas; son sobre todo la historia y las ciencias sociales -así como la política de izquierdas, que salen perdiendo cuando los juegos de palabras sustituyen el análisis riguroso de las realidades sociales. No obstante, dadas las limitaciones de mi conocimiento de otros campos, me ceñiré al análisis de las ciencias naturales (y de hecho, primordialmente, de las ciencias físicas). Si bien la epistemología básica de la investigación habría de ser aproximadamente la misma para las ciencias naturales y las sociales, soy plenamente consciente de que en las ciencias sociales se plantean muchas cuestiones metodológicas específicas (y de gran dificultad) por el hecho de que: los objetos de estudio son seres humanos (incluidos los estados subjetivos de la mente); dichos objetos de estudio tienen intenciones (incluido, en algunos casos, el ocultamiento de datos o la introducción deliberada de datos que a uno le interesan); los datos se expresan (habitualmente) en lenguajes humanos cuyo significado puede ser ambiguo; el significado de las categorías conceptuales (por ej.: infancia, masculinidad, feminidad, familia, economía, etc.) cambia con el tiempo; la finalidad de la investigación histórica no son simplemente los hechos sino su interpretación, etc. Así, pues, no pretendo en absoluto que mis observaciones sobre la física hayan de aplicarse sin más a la historia y las ciencias sociales: sería absurdo. Decir que «la realidad física es una construcción lingüística y social» es simplemente una idiotez, pero decir que «la realidad social es lingüística y social», es prácticamente una tautología.

[5] Ryan (1992).

[6] Hobsbawm (1993, pág. 63).

[7] Andreski (1972, pág. 90).

[8] Los ordenadores aparecieron antes que la tecnología del estado sólido, pero eran lentos y de difícil manejo. El PC 486 que preside hoy el escritorio del teórico de la literatura es unas 1.000 veces más potente que el IBM 704 de tubos de vacío, grande como una habitación, de 1954 (véase, por ejemplo, Williams, 1985).

[9] Ciertamente, no excluyo la posibilidad de que las teorías actuales en cualquiera de esos campos sean erróneas. Pero lo críticos que quieran sostener esto habrán de aportar, no sólo pruebas históricas de la presunta influencia cultural, sino también pruebas científicas de que la teoría de que se trate es efectivamente errónea. (Las mismas exigencias se aplican, por supuesto, a la crítica de teorías erróneas pasadas; pero en ese caso los científicos han llevado ya a cabo la segunda tarea, ahorrándole al crítico cultural el esfuerzo de hacerlo partiendo de cero.)

[10] Ross (1991, págs. 25 - 26); también en Ross (1992, págs. 535 - 536).

[11] Ross (1991, pág. 26); también en Ross (1992, pág. 535).

En el debate que seguía a ese artículo, Ross (1992, pág. 549) manifestó nuevas y justificadas dudas: Soy bastante escéptico respecto de la actitud del «todo vale», que con frecuencia constituye el clima de relativismo predominante que rodea el pensamiento posmoderno (...) Gran parte del debate posmoderno se ha centrado en intentar vencer los límites filosóficos o culturales de las grandes narrativas de la Ilustración. No obstante, si te planteas los problemas ecológicos a esta luz, entonces estás hablando de los límites «reales», físicos o materiales, de nuestros recursos para fomentar el crecimiento social. Y el posmodernismo, como sabemos, siempre ha sido reacio a encararse con lo «real», salvo para proclamar su proscripción.

[12] Oficina del Censo de los Estados Unidos (1975, págs. 47, 55; 1994, pág. 87). En 1900, la esperanza media de vida al nacer era de 47,3 años (47,6 para los blancos y, escandalosamente, tan sólo 33,0 para «negros y otros»). En 1995 era de 76,3 años (77,0 para los blancos, 70,3 para los negros).

Soy consciente de que esta afirmación será probablemente mal interpretada, así que me permitiré anticipar algunas aclaraciones. Yo no estoy afirmando que todo el aumento de la esperanza de vida se deba a avances en medicina científica. Una gran parte (quizá la más importante) del aumento -especialmente en los tres primeros decenios del siglo XX-, se debe a la mejora general de los niveles de vivienda, nutrición y saneamiento público (estos dos últimos, guiados por un mejor conocimiento científico de la etiología de las enfermedades infecciosas y las debidas a deficiencias alimentarias). [Para un estudio de los datos disponibles al respecto, véase, por ejemplo, Holland et al. (1991).] Pero -sin descontar el papel de las luchas sociales en dichas mejoras, particularmente en lo que se refiere al cierre progresivo de la brecha racial-, la causa subyacente y predominante de dichas mejoras ha sido, parece bastante claro, la fuerte elevación del nivel de vida, a lo largo del pasado siglo, con arreglo a un factor superior a cinco (Oficina del Censo de los Estados Unidos 1975, págs. 224-225; 1994, pág. 451). Y ese aumento es, como parece obvio, el resultado dilecto de las aplicaciones tecnológicas de la ciencia.

[13] Ross (1991, pág. 26), también en Ross (1992, pág. 536).

[14] Digamos de pasada que los no científicos seriamente interesados en los problemas conceptuales planteados por la mecánica cuántica ya no necesitan depender de la divulgación/vulgarización publicada por Heisenberg, Bohr y diversos físicos y autores de la New Age. El librito de Albert (1992) hace una exposición, que impresiona por su seriedad y por su honestidad intelectual, de la mecánica cuántica y de las cuestiones filosóficas que plantea. Y, sin embargo, no exige más conocimientos previos de matemáticas que un poco de álgebra de escuela secundaria, amén de no exigir ningún conocimiento previo de física. El principal requisito es la disposición a pensar y hablar despacio y con claridad.

[15] Snow (1963, págs. 20-21). Desde la época de C.P. Snow ha tenido lugar un importante cambio: aunque la ignorancia de los intelectuales humanistas acerca de la masa y la aceleración (por ejemplo) sigue más o menos en el mismo nivel, hay una minoría apreciable de intelectuales humanistas que se cree facultada para pontificar sobre estos temas a pesar de su ignorancia (confiando, quizá, en que sus lectores sean igualmente ignorantes). Considérese, por ejemplo, el siguiente pasaje tomado de un libro de reciente publicación titulado Rethinking Technologies [Repensar las tecnologías], editado por el Colectivo Teoría de Miami y publicado por la editorial de la Universidad de Minnesota: Hoy día parece «necesaria la reconsideración de la importancia de las nociones de aceleración y desaceleración (lo que los físicos llaman velocidades positiva y negativa)» (Virilio, 1993, pág. 5). El lector que no encuentre esto sensacionalmente divertido (a la vez que deprimente) queda desde aquí invitado a asistir a las dos primeras semanas del curso de Física I.

[16] Al hablar de esto no estaba haciendo broma alguna. A todo aquel que esté interesado en mi opinión al respecto le pasaré encantado un ejemplar de Sokal (1987). Otra aguda crítica de la deficiente enseñanza de las matemáticas y otras ciencias puede encontrarse (ironía de ironías) en Gross y Levitt (1994, págs. 23-28).

[17] «Telepatía: Hastings y Hastings» (1992, pág. 518), encuesta de junio de 1990 del Instituto Americano de Opinión Pública. En relación con la «telepatía, o comunicación entre mentes sin recurrir a los cinco sentidos tradicionales», el 36 % «cree en ella», el 25 % «no está seguro» y el 39 % «no cree». En relación con la afirmación: «personas de carne y hueso son a veces poseídas por el demonio», las cifras son, respectivamente, 49, 16 y 35 (!). Para la «astrología, o que la posición de los astros puede influir en la vida de las personas», son 25-22-53. Afortunadamente, sólo un 11 % cree en el espiritismo (el 22 % no está seguro) y el 7 %, en el poder curativo de las pirámides (el 26 % no está seguro).

Creacionismo: Gallup (1993, págs. 157-159, encuesta Gallup de junio de 1993. La pregunta exacta era: «Diga cuál de las siguientes afirmaciones se aproxima más a su opinión sobre el origen y desarrollo de los seres humanos: 1) los seres humanos se han desarrollado durante millones de años a partir de formas menos avanzadas de vida, pero Dios guió este proceso; 2) los seres humanos se han desarrollado durante millones de años a partir de formas menos avanzadas de vida, pero Dios no intervino para nada en este proceso; 3) Dios creó a los seres humanos prácticamente en su forma actual en algún momento del período comprendido por los 10.000 últimos años, aproximadamente». Los resultados fueron: 35 %, desarrollo con intervención de Dios; 11 %, desarrollo sin intervención de Dios; 47 %, creación por Dios en la forma actual; el 7 % no opinó. Una encuesta celebrada en julio de 1982 (Gallup, 1982, págs. 208-214) dio prácticamente las mismas cifras, pero desglosadas por sexos, razas, niveles de enseñanza, regiones, edades, ingresos, religiones y tamaño de los municipios. Las diferencias por sexos, razas, regiones, ingresos y (sorprendentemente) religiones fueron poco apreciables. La mayor diferencia, con mucho, venía determinada por el nivel de enseñanza: sólo el 24 % de los licenciados universitarios suscribía el creacionismo, comparado con el 49 % de las personas con estudios secundarios y el 52 % de las que sólo habían cursado estudios primarios. De manera que quizá la enseñanza científica de peor calidad es la que se imparte en los niveles primario y secundario.

[18] Véase la nota 11, supra.

[19] Chomsky (1984, pág. 200), conferencia pronunciada en 1969.

[20] Ryan (1992).