sábado. 20.04.2024
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El escritor y el arte de narrar historias

Robert McKee

El escritor y el arte de narrar historias

Las historias nos aprovisionan para la vida.
  Kenneth Burke

El guión propone principios, no normas

Las normas dicen: «Se debe hacer de esta manera». Sin embargo, los principios se limitan a decir: «Esto funciona… y ha funcionado desde que se recuerda». La diferencia resulta crucial. Nuestro trabajo no debe seguir el modelo de una obra «bien hecha», sino que debe estar bien hecho según establecen los principios que conforman nuestro arte. Quienes cumplen las normas son los escritores ansiosos e inexpertos. Los escritores rebeldes y sin formación las incumplen. Los artistas son los maestros de la forma.

El guión propone formas eternas y universales, no fórmulas

Cualquier teoría sobre los paradigmas y los modelos infalibles de redacción que sirven para alcanzar el éxito comercial es un disparate. A pesar de las tendencias, de las nuevas versiones y de las segundas partes, al analizar toda la cinematografía de Hollywood descubrimos una sorprendente variedad de diseños narrativos, pero ningún prototipo. Tan poco característica de Hollywood es Jungla de cristal como ¡Dulce hogar… a veces!, Postales desde el filo, El rey león, This is Spinal Tap, El misterio Von Bulow, Las amistades peligrosas, Atrapado en el tiempo, Leaving Las Vegas o miles de otras excelentes películas de docenas de géneros y subgéneros, que abarcan desde la farsa hasta la tragedia.

El guión nos anima a crear obras que entusiasmen al público de los cinco continentes y que se mantengan vivas durante decenios. Nadie necesita un nuevo libro de recetas para aprender a hacer refritos con las sobras de Hollywood. Lo que hace falta es volver a descubrir las directrices básicas de nuestro arte, los principios conductores que dan rienda suelta al talento. Independientemente del lugar donde se realice una película —Hollywood, París, Hong Kong— si su calidad es arquetípica, producirá placer en una reacción en cadena, global y perpetua, que la llevará de sala en sala, generación tras generación.

El guión propone arquetipos y no estereotipos

Las historias arquetípicas desvelan experiencias humanas universales que se visten de una expresión única y de una cultura específica. Las historias estereotipadas hacen justamente lo contrario: carecen tanto de contenido como de forma. Se reducen a una experiencia limitada de una cultura específica disfrazada con generalidades rancias y difusas.

Por ejemplo, hubo un tiempo en que la tradición española establecía que las hijas debían casarse en orden de edad, de mayor a menor. En la cultura española, una película que tratara sobre una familia del siglo XIX con un estricto patriarca, una esposa sometida, una hija mayor incasable y una hija menor hecha al sufrimiento, podría emocionar a quienes recordaran esa costumbre, pero fuera de esa cultura es poco probable que los demás públicos sintieran alguna empatía. El guionista, temiendo el limitado atractivo de su historia, echa mano de los entornos, personajes y acciones familiares que en el pasado han demostrado complacer al público. ¿Con qué resultado? El mundo se muestra aún menos interesado por esos clichés.

Por otro lado, esa tradición represiva podría convertirse en material para un éxito mundial si el artista se arremangara y construyera un arquetipo. Una historia arquetípica crea entornos y personajes tan poco habituales que nuestra mirada se deleita con cada detalle, mientras la narración revela conflictos tan humanos que viajan de cultura en cultura.

En Como agua para chocolate de Laura Esquivel, la madre y la hija pugnan exigiendo dependencia frente a independencia, permanencia frente a cambio, yo frente a los demás; los conflictos que toda familia conoce. Sin embargo, Esquivel observa el hogar y la sociedad, las relaciones y el comportamiento con tanta riqueza de detalles nunca antes mostrados que nos sentimos irresistiblemente atraídos por sus personajes, fascinados por un mundo que nunca hemos conocido ni podido imaginar.

Las historias estereotipadas no cruzan fronteras; las arquetípicas sí. Desde Charlie Chaplin hasta Ingmar Bergman, desde Satyajit Ray hasta Woody Allen, los grandes maestros de la narrativa cinematográfica nos proponen enfrentarnos a esa doble vertiente que todos ansiamos. En primer lugar nos ofrecen el descubrimiento de un mundo desconocido. No importa lo íntimo o épico, contemporáneo o histórico, específico o fantasioso que sea: el mundo de un artista eminente siempre conseguirá sorprendernos como algo exótico o extraño. Como si fuéramos un explorador abriéndose paso en la selva, penetramos atónitos en una sociedad virgen, en una zona sin tópicos donde lo ordinario se convierte en extraordinario.

En segundo lugar, una vez entramos en ese mundo extraño, nos encontramos a nosotros mismos. Escondida en las profundidades de esos personajes y sus conflictos hallamos nuestra propia humanidad. Vamos al cine para acceder a un mundo nuevo y fascinante, para suplantar virtualmente a otro ser humano que al principio nos parece muy extraño pero que en el fondo es como nosotros, para vivir en una realidad ficticia que ilumina nuestra realidad cotidiana. No deseamos escapar de la vida sino encontrarla, queremos utilizar nuestra mente de modo estimulante y experimental, flexibilizar nuestras emociones, disfrutar, aprender, aportar profundidad a nuestros días. He escrito El guión para fomentar la creación de películas que tengan un poder y una belleza arquetípicos y que generen en el mundo ese doble placer.

El guión propone minuciosidad, no atajos

Desde la inspiración hasta la versión final puede que escribir un guión requiera tanto tiempo como escribir una novela. Los escritores de guiones y de prosa dan la misma densidad a los mundos, personajes e historias que crean, y a menudo nos equivocamos al pensar que un guión es más rápido y sencillo de escribir que una novela simplemente porque las páginas de los guiones tengan mucho espacio en blanco. Los grafómanos rellenan páginas tan rápidamente como son capaces de teclear, pero los guionistas de películas cortan una y otra vez, implacables en su deseo de expresar lo máximo con el menor número de palabras posible. Pascal una vez escribió una extensa carta a un amigo, y en la posdata se disculpó por no haber tenido tiempo de redactar una misiva más breve. Como Pascal, los guionistas aprenden que la clave está en economizar, que la brevedad cuesta tiempo, que la excelencia es sinónimo de perseverancia.

El guión propone realidades, no los misterios de escribir

No existe ninguna conspiración para mantener en secreto las verdades de nuestro arte. En los veintitrés siglos transcurridos desde que Aristóteles escribiera su Poética, los «secretos» de las historias han sido tan públicos como la biblioteca de la esquina. No hay nada en el oficio de narrar historias que sea abstruso. De hecho, contar una historia con el objetivo de llevarla a la pantalla parece una tarea engañosamente sencilla a primera vista. Pero cuanto más nos acercamos al centro, trabajando escena a escena para que la historia funcione, la labor se complica paulatinamente, y nos damos cuenta de que en la pantalla no hay ningún lugar donde esconderse.

Si un guionista no consigue conmovernos con la pureza de una escena dramatizada, tampoco podrá ocultarse tras las palabras, como hacen los novelistas con la voz del narrador y los dramaturgos con sus soliloquios. No podrá tapar con una capa de lenguaje explicativo o emocional los agujeros de la lógica de su trama, de una motivación poco clara o de una emoción sin tonalidades, y le resultará imposible siquiera decirnos qué pensar o qué sentir.

La cámara es el temido aparato de rayos X que revela todo aquello que es falso. Amplía la vida reiteradamente y después desnuda con violencia cada giro débil o extraño de nuestra historia hasta que, confusos y frustrados, sentimos tentaciones de abandonar. Sin embargo, con determinación y estudio, el rompecabezas encaja; la escritura de guiones es una tarea repleta de preguntas pero no de misterios irresolubles.

El guión propone cómo alcanzar la maestría de nuestro arte y no cómo adivinar el futuro de nuestro mercado

Nadie puede enseñarnos qué se vende, qué no se vende, qué será un éxito o un fracaso total, porque nadie lo sabe. Los descalabros de Hollywood se basan en los mismos cálculos comerciales que los mayores éxitos, si bien algunos dramas oscuros contravienen todo lo establecido por los gurús de la rentabilidad que se venden al mejor postor (Gente corriente, El turista accidental, Trainspotting), y sigilosamente conquistan las taquillas nacionales e internacionales. No hay nada garantizado en nuestro arte, por eso tantos se obsesionan con «llegar», con «el éxito» y con las «interferencias creativas».

La respuesta honrada ante esos temores es que cuando escribamos con una calidad insuperable, y no antes, conseguiremos un agente, venderemos nuestro trabajo y lo veremos fielmente reflejado en la pantalla. Si hacemos una torpe imitación del éxito del verano pasado, engrosaremos a las filas de esos mediocres que todos los años inundan Hollywood con miles de historias saturadas de tópicos. En lugar de obsesionarnos por nuestras posibilidades de éxito, debemos dedicar nuestra energía a alcanzar lo sublime. Si entregamos un guión brillante y original a los agentes se pelearán por el derecho a representarnos. Aquel a quien contratemos instigará una guerra de pujas entre los productores ávidos de historias y el ganador nos pagará una vergonzosa cantidad de dinero.

Es más, una vez en fase de producción, nuestro guión acabado encontrará un nivel de interferencia sorprendentemente pequeño. Nadie nos puede prometer que no se vayan a producir fatídicas incompatibilidades de caracteres que echen a perder un buen trabajo, pero debemos estar seguros de que los mejores talentos interpretativos y realizadores de Hollywood tienen muy claro que sus carreras dependen de la calidad de los guiones. Sin embargo, debido al voraz apetito de Hollywood por conseguir guiones, a menudo se cosechan antes de que estén maduros, lo que impone cambios de última hora en el plató. Los autores sólidos no venden sus primeros borradores. Revisan el guión pacientemente hasta que está lo más preparado posible para el realizador y los actores. Una obra inacabada incita a la manipulación, mientras que un trabajo afinado y maduro preserva su integridad.

El guión insta a respetar al público, no a desdeñarlo

Cuando una persona con talento escribe mal, lo suele hacer por uno de los siguientes motivos: o está obcecada con una idea que debe demostrar, o le embarga una emoción que quiere expresar. Si una persona con talento escribe bien suele ser por el deseo de llegar a su público.

Noche tras noche, a lo largo de años de interpretar y dirigir, me he quedado maravillado por el público, por su capacidad de respuesta. Las máscaras caen como por arte de magia, los rostros se tornan vulnerables y receptivos. Los espectadores no ocultan sus sentimientos con coraza alguna, sino que se abren al narrador de maneras que ni siquiera sus amantes conocen, dejándose llevar por la risa, las lágrimas, el terror, la ira, la compasión, la pasión, el amor, el odio; a menudo el ritual los deja exhaustos.

El público no es sólo increíblemente sensible. Cuando se instala en un cine a oscuras, el cociente intelectual colectivo se dispara veinticinco puntos. Cuando vamos a ver una película, a menudo sentimos que nuestra inteligencia es superior a lo que estamos viendo, que sabemos qué van a hacer los personajes antes de que lo hagan, que adivinamos el final antes de que lo hagan ellos. El público no sólo es inteligente, sino que su inteligencia supera la de la mayoría de las películas, un fenómeno que no cambia cuando uno pasa al otro lado de la pantalla. Lo único que puede hacer un guionista para adelantarse a las agudas percepciones de un público atento es utilizar todas las dotes artísticas que haya adquirido.

Ninguna película podrá funcionar si no nos adelantamos a las reacciones y expectativas del público. Debemos dar forma a nuestras historias de tal manera que expresen nuestra visión y satisfagan los deseos de los espectadores. El público es un factor tan determinante para el diseño de la historia como cualquier otro elemento. Sin él, el acto creativo es inútil.

El guión propone originalidad, no clones

La originalidad es la confluencia del contenido y de la forma, de una singular elección del tema además de una forma narrativa única. El contenido (el entorno, los personajes, las ideas) y la forma (la selección y la organización de los acontecimientos) se necesitan, se inspiran e interaccionan. El guionista esculpe su historia con el contenido en una mano y el dominio de la forma en la otra. Cuando modelamos la sustancia de una historia una y otra vez, la narración va tomando forma por sí misma. Al jugar con la forma de la historia, su espíritu intelectual y emocional también evoluciona.

Una historia no es sólo lo que se cuenta, sino también la forma de contarlo. Si su contenido es un cliché, la forma de narrar también lo será. Pero si la visión del guionista es profunda y original, el diseño de la historia será único. Por el contrario, si la manera de contarla es convencional y predecible, precisará de caracteres estereotipados para representar comportamientos ya desgastados. Pero si el diseño de la historia es innovador, los entornos, los personajes y las ideas deberán ser igualmente nuevos para encajar con él. Damos forma a la narración para que se adapte a la sustancia y después modelamos la sustancia para apuntalar el diseño.

Sin embargo, no debemos nunca confundir excentricidad con originalidad. La diferencia por la mera diferencia es algo tan vacuo como el cumplir los imperativos comerciales a ojos cerrados. Después de trabajar durante meses o incluso años recopilando datos, recuerdos e invenciones para crear el tesoro que constituye el material de una historia, no hay ningún escritor serio que se aventure a enjaular su visión dentro de una fórmula o a trivializarla en fragmentaciones vanguardistas. La fórmula de lo «bien hecho» puede ahogar la voz de una historia, pero las extravagancias del «cine de autor» le provocarán problemas de dicción. Al igual que los niños rompen cosas para divertirse o agarran pataletas únicamente para llamar la atención, hay demasiados realizadores que recurren a tretas infantiles en la pantalla para gritar: «¡Miren qué sé hacer!». El artista maduro nunca atrae la atención sobre sí mismo y el artista sabio nunca hace nada por el mero hecho de ir contra lo establecido.

Las obras de los maestros del cine como Horton Foote, Robert Altman, John Cassavetes, Preston Sturges, François Truffaut e Ingmar Bergman son tan peculiares que una sinopsis de tres páginas delata al artista con tanta certeza como su ADN. Los grandes guionistas se distinguen por un estilo narrativo personal que va ligado a su visión. De hecho, y en un sentido muy profundo, su estilo es su visión. El autor elige una serie de elementos formales —número de protagonistas, ritmo de progresión, niveles de conflicto, uso del tiempo…— que, combinados con los contenidos básicos que selecciona —entorno, personaje, idea—, se funden hasta crear un único guión.

No obstante, si nos olvidáramos del contenido de sus películas por un momento y estudiáramos el mero esquema de esos acontecimientos, comprobaríamos que, como una canción sin letra como una silueta sin matriz, el diseño de sus historias está poderosamente cargado de significado. La selección y la organización de acontecimientos que hace el narrador son su metáfora maestra, y reflejan la interconexión de todos los niveles de realidad: personal, política, ambiental y espiritual. La estructura de una historia, libre de caracterizaciones y ambientaciones superficiales, revelará la cosmología personal del autor, su percepción de las pautas y motivaciones más profundas que marcan el cómo y el porqué de las cosas de este mundo: su esquema del orden oculto de la vida.

Da igual a quién admiremos —Woody Allen, David Mamet, Quentin Tarantino, Ruth Prawer Jhabvala, Oliver Stone, William Goldman, Zhang Yimou, Nora Ephron, Spike Lee, Stanley Kubrick—; los admiramos porque son únicos. Cada uno ha destacado sobre la multitud por haber seleccionado un contenido distinto al de los demás, por haber diseñado una forma sin parangón y por haber combinado ambos aspectos con un estilo inequívocamente suyo. Aspiro a que mis lectores hagan lo mismo.

Las esperanzas que tengo puestas en mis lectores trascienden los límites de sus propias capacidades y destrezas. Tengo una sed insaciable de grandes películas. A lo largo de los últimos veinte años he visto filmes buenos y algunos muy buenos, pero muy pocas veces me he encontrado con una película de un poder y de una belleza asombrosos. Tal vez sea yo; quizá me haya endurecido, pero me parece que no, todavía no, aún creo que el arte transforma la vida. Pero sé que, si no tocamos todos los instrumentos de la orquesta de una historia, no importará qué música imaginemos, porque estaremos condenados a tararear la misma vieja melodía. He escrito El guión con el propósito de dotar al lector de la maestría de este oficio, para liberarlo y que pueda expresar una visión original de la vida, para elevar su talento más allá de las convenciones, de modo que pueda escribir películas con una sustancia, una estructura y un estilo diferenciadores.

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Robert McKee (Detroit, 1941) imparte cursos de escritura de guion cinematográfico. El seminario denominado "El Guion" ("Story Seminar" en inglés) goza de cierto reconocimiento entre los aspirantes a guionistas.

McKee es el autor del libro El Guion: sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones, publicado en España por la editorial Alba en 2002. La versión original en inglés se titula "Story: Substance, Structure, Style and Principles of Screenwriting". El libro trata sobre la estructura narrativa de la escritura de guiones cinematográficos, y llega a conclusiones acerca de lo que hace que una historia termine siendo una película más o menos interesante. Según Mckee, las teorías que expone, pueden aplicarse en el análisis o creación de cualquier otro género narrativo.

Traducción: Jessica J. Lockhart Domeño