martes. 16.04.2024
El Tiempo
Es lo Cotidiano

La función crítica

Serge Daney

La función crítica

I. Función crítica

¿Cómo «intervenir» sobre las películas? ¿Cómo hemos enfocado nosotros, en los Cahiers, la «crítica de las películas», principal herencia del pasado de la revista? Hubo dos tipos de respuesta, dos épocas, dos tendencias, una ocultando la otra y ambas impregnadas de cierto dogmatismo.

  1. Poner el signo igual entre el criterio estético y el criterio político. Decir: «Cualquier carencia en el nivel formal debe necesariamente remitirse a una carencia en el nivel político». Y, bajo el pretexto de recordar a aquellos que se olvidaban demasiado de la «no-neutralidad de las formas», descuidarse de observar más de cerca el pesado contenido de éstas, olvidarse de precisar ese contenido en términos políticos, confiar a otros el cometido de ocuparse de ello.
  2. Tratar de colocar «la política en el puesto de mando». Es decir, no dejar ya que otros se ocuparan de ese contenido político. Pero de hecho, juzgar ese contenido únicamente sobre el guión y a la luz de la ortodoxia de la teoría marxista-leninista, concebida mucho más como referente último que como una guía de actuación, incluso crítica.

 

Bien observado, existe una dificultad en pensar el criterio estético ni como igual (analógico o equivalente) al criterio político, ni automáticamente derivado de éste, sino como secundario. Es una dificultad real que debemos superar.

Por ejemplo, interrogándonos (cosa que no hacemos) sobre las películas progresistas (puesto que es de ellas —desde Z [Z, 1968] hasta Estado de sitio [Etat de siége, 1972]— de lo que se trata antes que nada): cómo hacerles una buena crítica, cómo hacer que progresen aún más y nosotros con ellas, cómo proporcionar armas concretas, simples, a aquellos que hoy en día utilizan esas películas, sea como ejemplos positivos o negativos, en los cineclubes o en los centros juveniles, etcétera.

Es una cuestión que debe servir de eje para nuestro trabajo, interrumpido durante demasiado tiempo por las «críticas de películas». Este texto es una primera orientación relativa al problema. Otros habrán de seguirle.

Intervenir sobre las películas es quizá, en último extremo, establecer la manera de que, para cada película, alguien nos diga alguna cosa. Dicho de otro modo, la relación entre dos términos: el enunciado (lo que se dice) y la enunciación (cuándo y quién lo dice). Menuda perogrullada, se dirá. Todo marxista sabe (ya que forma parte de su abecé) que las ideas dominantes son las de la clase dominante y que una película es un medio como otro para que la burguesía imponga su visión del mundo. Pero este conocimiento se desvanece, se vuelve dogmático, estereotipado y —según nuestra experiencia— inoperante mientras no seamos capaces de captar, en cada película, de qué modo lo impone.

Aquí mismo, durante mucho tiempo, hemos tendido a buscar ese «cómo» allí donde nadie lo hacía, excepto la ultraizquierda mística: en el aparato de base, o en la estructura de toda ficción, o en la configuración de una sala de cine y las plazas que se le asignan. No es que nos hayamos equivocado, que todo esto sea falso y que sea necesario abandonar cualquier trabajo en esa dirección. Sino que, a fuerza de designar unos obstáculos que parecían poner de manifiesto la propia naturaleza del cine, desde el momento en que había que intervenir concretamente sobre tal o cual película, nosotros mismos nos condenábamos a quedamos despojados, desarmados.

Urge actualmente proveerse de los medios, incluidos los teóricos, para delimitar la relación particular, específica, que cada película mantiene entre el enunciado y la enunciación. Y sobre todo, en los casos límite, allí donde parece que esta relación se desdibuja, allí, pues, donde la mistificación es mayor.

En relación con las películas en las que predomina el enunciado. En un documental o en un programa de televisión existe un discurso, pero éste es tan neutro, tan objetivo, que parece no pertenecer a nadie. En ese caso, nosotros tenemos que recordar de forma elocuente, apoyándonos en pruebas, que no hay, que no puede haber enunciados sin enunciación, una verdad histórica sin un momento para decirla, un discurso sin alguien que lo mantenga (y mantenerlo en el seno de un aparato).

En relación con las películas en las que predomina la enunciación. En una película de autor se pronuncia un discurso, pero por un enunciador que estorba de tal modo (el autor), que el discurso pasa a un segundo plano. En ese caso, cabe recordar de forma elocuente que detrás del autor y de su rica subjetividad hay siempre —a fin de cuentas— una clase que habla. Y una clase que tiene unos intereses objetivos. No existe sin duda enunciación sin enunciado. Observemos de paso que los dos aspectos pueden perfectamente conjugarse, como en la reciente película de Antonioni sobre China. Un exceso de neutralidad (no habla nadie pero se dice algo preciso) o un exceso de subjetividad (alguien habla y no dice nada). Son dos denegaciones por las que no hay que dejarse atrapar. Dicho esto, estas denegaciones no son simétricas, y para ser combatidas son necesarias diferentes armas: la falsa neutralidad del comentario de Bortoli en un programa de televisión sobre Stalin no se combate del mismo modo que la falsa «derivación» de la última película de Bertolucci.

Hemos evocado los casos-límite. Entre los dos se sitúa la masa de películas que pertenecen aún al realismo crítico, y entre ellas las películas «progresistas». La expresión misma del realismo crítico indica la necesidad que tienen los cineastas de pensar tanto en los enunciados (el realismo) como en la enunciación (la crítica). Ahora bien, en estas películas (sea R. A. S [1972] o Lucky Luciano [Lucky Luciano, 1973], y podemos estar seguros de que les seguirán otras), la línea de separación entre lo que pertenece al enunciado y lo que pertenece a la enunciación es siempre movediza, indecisa, borrosa. Una borrosidad que permite que esas películas funcionen.

Tomemos R. A. S, por ejemplo. Nos hallamos con el tiempo del enunciado (1956. La guerra de Argelia. Los reservistas) y el tiempo de la enunciación (1973. Francia. La ley Debré. La «crisis del ejército» y el movimiento juvenil). Incluso si es el enunciado lo que parece de lejos lo menos importante, no podemos evitar que cada escena de la película se pueda leer en los dos niveles, susceptible de ser leída según uno u otro eje, según la elección tomada, las opciones de quien la está leyendo. Seamos claros: no es esta doble lectura lo que resulta molesto. Es muy evidente que una película sobre el ejército francés durante la guerra de los Cien Años sería necesariamente vista bajo la luz del ejército de Massu y de Joybert. No es la doble lectura lo que resulta molesto, puesto que la doble lectura es inevitable. Es la posición del cineasta en relación con esta doble lectura lo que resulta problemático; es ella la que permite, en el ámbito de lo específico, trazar una línea de demarcación entre cineastas reaccionarios, progresistas y revolucionarios, según quien la deniegue, la interprete sin asumirla, o se haga realmente cargo de ella.

II. Función crítica: el pueblo y sus fantasmas

Partamos de un hecho sin paliativos: el fracaso comercial de una película. Un fracaso no deseado por René Allio, quien pensaba captar el interés —sino de las grandes masas— al menos del público pequeñoburgués que, en el mismo momento, recibe con entusiasmo Gritos y susurros (Viskingar och rop, 1972). No se puede, pues, decir para explicar este fracaso: película de arte, de gueto, difícil de abordar. Esas excusas, esgrimidas durante mucho tiempo, ya no resultan satisfactorias. El fenómeno importante, nuevo, es, al contrario, que los grandes éxitos comerciales puedan ser películas de autores, difíciles e incluso traumatizantes. Véase Bertolucci, Ferreri, Buñuel, Bergman. No Allio (quien, sin embargo, es harto conocido).

Partamos de otro hecho. Para nosotros (y para todo un segmento de la crítica de la izquierda), Dura jornada para una reina (Rude journée pour la reine, 1973) es una película importante, una película que nos «mira», aunque sólo fuera porque por sí misma, con sus imágenes y sus sonidos, critica alguna cosa. Hace algún tiempo, Todo va bien (Tout va bien, 1972) resultó otro fracaso comercial, otra película importante según nuestro parecer, otro desfase entre nuestro punto de vista (deberíamos decir nuestros intereses) como críticos y el de un público decepcionado y que refunfuñó. Un desfase que ya no podíamos atribuir de antemano a un cineasta de vanguardia y al retraso mental de un público puesto que, al querer decirle a ese público que le estábamos engañando, Godard ayer y Allio hoy querían decírselo al gran público con la mayor naturalidad posible.

Un punto común en las dos películas: la ideología. ¿Cómo la conciben? Un poco como aquello que permite —a la manera de una formación de compromiso— condensar lo que —según parece— no puede inscribirse tal cual en la pantalla: la política y el sexo, la lucha de clases y el deseo. La ideología se convierte en un «lugar común» en el que dos tipos de discursos bastante extendidos desde 1968 («Todo es política», «Todo es libidinal») pueden circular libremente. Puesto que es cierto que si la ideología remite al poder político de una clase sobre otra, no lo es menos —y he aquí un rasgo que le pertenece exclusivamente— que agrada.

La ideología agrada. Las ideologías agradan. Pero alejarse de la ideología no significa alejarse del placer, truncar sus ilusiones por el beneficio (científico) de una mirada dominante o de una conciencia desgraciada (sin placer). No hay sólo placer allí donde se nos ciega. Ahora bien, ¿qué ocurre con Godard, e incluso con Allio? Su rechazo, más o menos confesado, más o menos asumido, de considerar al Otro de la ideología burguesa, les conduce —de hecho— a pensar la ideología como algo de lo que «se emerge», que termina por alejarse, con lágrimas en los ojos, de los caducos atractivos de una ilusión. Todo sucede como si sólo existiera un ámbito investido por la ideología dominante y que no pudiésemos imaginar nada mejor que salimos de él, cambiarlo radicalmente («ruptura» en dirección a la ciencia) o retroceder a zonas ideológicamente neutras (el deseo) o liberadas (la marginalidad). Es un poco la historia de Jeanne y de su sueño infantil, de un azul del cielo al fin reconquistado. El cielo es una superficie sobre la cual podemos —igual que la página en blanco de la que habla Mao— escribir las cosas más novedosas y hermosas. Grado cero del positivismo: todo es posible.

Dos ausentes: la política (en cuanto que tal) y la otra ideología, aquella que las clases explotadas se forjan en su lucha. En Ruda jornada para la reina, esta lucha constituye una especie de telón de fondo, de segundo plano. Es lógico que no aparezca en el cuerpo de la película. Si así fuera, correríamos el riesgo de que la liberación conquistada al final fuera leída también como una liberación de la política. En cambio, al mantener la política en estado implícito, Allio nos deja todavía libres para imaginar que tras la última imagen es lo que se puede escribir —también— sobre el azul del cielo.

«Salirse de la ideología dominante». La inteligencia de Dura jornada para una reina proviene del desdoblamiento de ese positivismo, que tiene dos portadores. Hay dos héroes positivos: Jeanne y Julien. Por un lado, Jeanne, entre los sueños que le inspira la burguesía y su propio sueño, entre ese sueño reconquistado y —¿quién sabe?— una nueva actitud. Del otro, Julien, entre sus proyectos y sus actos, siendo estos últimos la ejecución obstinada y sin desfase de aquéllos. Este desdoblamiento, ese doble sistema de positivismo, es el punto fuerte de la película de Allio, su astucia más hermosa. Puesto que lo que nos gustaría saber, lo que nos plantea un problema, es precisamente lo contrario.

  1. ¿Qué va a hacer Jeanne, una vez que se ha apropiado de nuevo de su sueño?
  2. ¿Cuál es el sueño de Julien, el rebelde, el lúcido, el luchador?

 

Una cuestión ineludible. ¿Cómo se puede combatir eficazmente la ideología dominante si no le oponemos otra ideología? ¿Si no somos capaces de apoyarnos en sus principios, sus victorias, sus lugares de manifestación y de emanación provisionales? ¿Si ya la misma expresión «ideología proletaria» produce miedo, como le da miedo al Partido Comunista Francés? ¿Cómo no encontrarse atrapado en una problemática de la alienación, de la ideología, como de lo que «emergemos»? ¿Cómo combatir, en una película, la ideología dominante? ¿Confrontándola, en el cuerpo de la película, con la realidad concreta que le sirve de base? Sí, pero no únicamente. Si con ello bastara, una película como Cómo destruir al más famoso agente del mundo (Le Magnifique, 1973), de Philippe de Broca, sería subversiva. Ahora bien, ¿qué vemos en Cómo destruir al más famoso agente del mundo? Dos series, dos registros netamente opuestos (la mísera realidad/la mitología sublimada) puestas en relación por el personaje de Belmondo, musculoso, comunicante. ¿Acaso para decir que en este sistema de remisiones la realidad critica cualquier cosa? ¿Es que el sueño endeble (el de la «literatura de estación») se ve degradado a ser yuxtapuesto en sus condiciones concretas de formación en la mente del novelista? Podemos decir: no. Podemos incluso sostener que ocurre lo contrario: existe una valoración recíproca de los dos términos de manera que no sabemos cuál de los dos domina al otro, cuál critica y cuál es criticado. Podemos ir más lejos: para algunos, el gusto (incluso rabioso, escandalizado) que se tiene por los aspectos endebles de la ideología burguesa (tal y como se despliega, por ejemplo, en la publicidad o en la prensa del corazón) se ve reforzado por el hecho de que se sabe de lo que se trata. Es el placer de no ser engañados. ¡Qué inteligentes nos sentimos ante la publicidad! Basta con escuchar una frase como «Coca-Cola, la sed de hoy. Querer lo verdadero. Ahora o nunca…» para poder —al deconstruirla— soltar toda la metafísica occidental… ¡Cómo le gustaría a uno compartir esa inteligencia! Uno es el intelectual, el especialista, el crítico, nosotros lo mismo que Allio. «Uno» es de izquierdas. Supongamos que «uno» se pone a estudiar las masas alienadas, y constata que siguen comprando Nous deux o que contribuyen a que Las locas aventuras de Rabbi Jacob (Les aventures de Rabbi Jacob, 1973) sea un éxito[1]. Su primera idea será aproximadamente ésta: allí donde yo soy capaz de tragarme esos productos ideológicos tal cual sin sentirme incómodo (puesto que sé que es a través de ellos como me habla la burguesía y puedo descifrar, traducir, por lo tanto neutralizar su discurso), el gran público se verá engañado, burlado, embrutecido. Es necesario, pues, acudir en su ayuda, eliminar el engaño del producto nocivo, permitir la entrada de lo real, lo concreto, en el escenario atestado de la mitología burguesa, aconsejar a las masas que no se «olviden» en el cine, de exigir al contrario reencontrarse en él, a sí mismas y a sus problemas.

Esta noble misión, por lo general, fracasa. Y es que no se le ocurre nunca a la mente del intelectual que las masas, cuando consumen esos productos que la burguesía les elabora minuciosamente, esa subcultura que les agrede y que les proporciona placer, segregan sus propios anticuerpos. Este punto puede llegar a ser actualmente esencial para nosotros. La resistencia a la ideología dominante no consiste, desde el punto de vista de las masas consumidoras, en colocar el objeto (un anuncio, una imagen, una película) a distancia, reconocer que es falso, rebelarse ante tantas mentiras, desmenuzar el objeto y prepararse para luchar. Este guión no es más que un fantasma intelectual que presta a las masas su punto de vista y que nunca entiende verdaderamente en qué consiste el modo de apropiación de los productos de la ideología dominante por las víctimas de ésta. Y este modo de apropiación es cualitativamente diferente de lo que representa para un intelectual, para un especialista, por la simple razón de que las masas no disponen de ningún discurso que pronunciar sobre estos objetos.

Y del hecho mismo (que constituye el aspecto más claro de la opresión ideológica) de que es el detentor del discurso, el intelectual, el especialista, el semiólogo, el experto (incluso siendo rojo) tiene sobre esos productos un punto de vista específico. Para añadir (como dice Barthes hablando del estructuralismo) la «inteligencia al objeto», se necesita respetar ese objeto, disponer de él, condimentarlo (en el sentido culinario), reproducirlo del mismo modo que lo haría un mecánico desmontando un motor o un prestidigitador un número. La representación, en el sentido igualmente de «figuración icónica», es, pues, un momento importante de su trabajo. Se trata de una representación (una nueva presentación) con vistas a un discurso (con el que se deshará el engaño). Inversamente, la representación de un objeto del que no se sustenta ningún discurso es, para las masas, un problema sin contenido.

¿Cuál es el sueño burgués en materia de cultura (y también el sueño revisionista)? Democratizar la cultura, facilitar el «acceso» a ésta, animar a las masas a emitir un discurso sobre los productos culturales, un discurso ilustrado, un discurso de especialista. Ofrecerles la palabra con la condición de que hablen de los objetos que no fabrican y en un lenguaje que no es el suyo. Corolario: que no pronuncien palabra alguna sobre sus propias actividades culturales o creativas. Existe un gusto obrero burgués, tanto más tenaz cuanto que está fuera del alcance de todo discurso crítico.

¿Qué sabemos del modo de apropiación de los productos de esa subcultura por parte de sus destinatarios? ¿Qué tenemos que decir cuando se nos contesta: no es importante, es sólo cine, es una tontería? ¿Resulta eficaz volver a mostrar, demostrar de forma pausada, que incluso cuando se ríe le estamos siguiendo el juego a la burguesía? ¿Qué sabemos de las formas de «resistencia» a la ideología dominante? No mucho. Un cineasta que no se haga esta pregunta (y no estamos hablando de Allio, que se la hace sin cesar; véase Les Camisards [1970]) se arriesga a partir únicamente desde su punto de vista y a quedarse ahí, unilateralmente, en el punto de vista del detentor de un discurso, de alguien que ha interiorizado la división del trabajo y que necesita para desmontar un objeto, ponerlo «boca abajo», representarlo.

«Representar representaciones». Un desafío difícil. Es necesario que el espectador no solamente reconozca de qué se está hablando, cosa que no resulta evidente, sino que distinga entre las imágenes «que critican» y las que son criticadas, que acepte que el cine sea un «metalenguaje», que un sonido pueda criticar una imagen, una imagen un sonido, etcétera.

Se trata de considerar que el problema de la identificación se resuelve rápidamente. No es el reconocimiento lo que busca el espectador. Nadie se identifica con su propia imagen. La pantalla es una jaula donde se encierra el deseo. Un deseo «histérico». Lo que se busca es Otro del cual vamos a poder imitar el discurso. En la mente del intelectual de izquierdas, este Otro puede muy bien ser el proletario, o mejor el proletario en vías de concienciación (de ahí que nos guste Dura jornada para una reina, que seamos sensibles a su rectitud, a su verdad que también es la nuestra). Pero sería interesante saber de un modo más aproximado qué ocurre con la recepción concreta de las películas. He aquí un trabajo de indagación en el sentido más modesto del término.

Actualmente (lo que no implica un mañana, ni otro lugar, véase China), la imagen del cine, a pesar de su promoción (o quizá gracias a ella) como objeto de un discurso y de una enseñanza, sigue poseyendo una fuerza tal de aserción que no puede sino, en el mejor de los casos, entrar en un sistema de reflexión, autorreferencial y autovalorador. Una imagen no puede criticar otra imagen. Esta fuerza asertiva no compete a la metafísica, es sólo lo contrario, la consecuencia del silencio del espectador. Silencio en la sala durante la película, silencio tras la proyección. ¿Quién habla de cine hoy en día, además de los críticos? Esta fuerza asertiva confiere a la película una especie de positivismo de hecho, un poder claro de afirmación. Hasta un nuevo orden, la película, igual que el sueño, no conoce la negación.

***

Serge Daney (1944 - 1992) fue un influyente crítico de cine francés, que tuvo resonancia sobre todo en Europa. Con sus compañeros de estudio Louis Skorecki y Claude Dépêche, fundó la revista Visages du cinéma; tuvo sólo dos ediciones, una centrada en Howard Hawks, la otra, en Otto Preminger. En 1964, se unió destacadamente al grupo de Cahiers du cinéma, y muy joven aún realizó durante un viaje a Hollywood una serie de entrevistas con realizadores estadounidenses: Howard Hawks, Leo McCarey, Josef von Sternberg y Jerry Lewis. Además escribió regularmente para Cahiers du cinéma desde muy temprano, tras los tiempos gloriosos de André Bazin, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Éric Rohmer y Jacques Rivette (1962-1981). Siguió posteriormente los avatares de la revista, aunque se separó de ella en 1981 para centrarse en el diario Libération hasta su muerte, en el cual hizo crónicas, balances, lecturas de libros y desde luego crítica intensa de cine. En 1987 fundó además la revista de cine Trafic, proyecto de 1986 apoyado por Paulo Branco

 

[1] Nous deux es una revista femenina que apareció en 1947, y cuyas páginas estaban dedicadas en un principio a las fotonovelas. (N. de la t.)