martes. 23.04.2024
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(DIGRESIONES EN TORNO A EL AMOR A LOS SANTOS)

Los modelos de conducta de Ángel Ortuño

Rubén Gil

Los modelos de conducta de Ángel Ortuño


¿Qué se requiere para ser santo? Yo fui un buen niño, temeroso de la ira de El Señor, que creció con la duda de qué se requería para ser un santo, pues aspiraba a serlo y así gozar plenamente en la eternidad. Quizá mi justificación para ser un santo era un tanto egoísta y poco ortodoxa, pero al menos me llevó por el camino de la fe, al grado que de púber decidí formar parte de un grupo de jovencitos evangelizadores en el cual esperaba encontrar la respuesta.

De acuerdo con la lectura de los evangelios de este grupo de muchachitos, el camino para convertirse en un santo era la felicidad. Ellos explicaban que lo único que habían hecho para ser santos Teresita, Charbel, Tomás, Cecilia y demás miembros del séquito divino, había sido ser felices. ¿Felicidad bajo qué criterio? Eso no me lo pregunté en el momento y decidí tomar su respuesta como verdad absoluta y creerme santo por al menos un momento, en el que fuese feliz.

Había decidido olvidar este embarazoso capítulo de mi vida, y las explicaciones absurdas de mis amigos feligreses, pero fue lo primero que recordé luego de leer el nuevo libro de Ángel Ortuño, El amor a los santos. En un principio reparé sólo en algunos de sus poemas que hicieron que me volviera a preguntar qué se requiere para ser santo. Decididamente con el paso de los años la respuesta de los niños evangelizadores me comenzó a resultar una completa falacia.

En la mayoría de los casos los santos son recordados por su sufrimiento, y más que ello, por los sacrificios cometidos para luego ser adorados por las masas como santos. Francisco de Asís se sumió en una extrema pobreza e incluso sangraba sorpresivamente de pies y manos. Como beato laico existe el caso del pobre Ceferino Namuncurá, que casi se muere ahogado en un río y sin ser eso suficiente, padeció de tuberculosis. Y la ironía es que ‘beato’ proviene del latín beatus, que significa ‘feliz’, y denomina a un rango menor al del santo.

Con tanta sufridera, podría decirse que, básicamente, el discurso detrás de la canonización es que para estar cerca de Dios uno debe ser abyecto, humillado. Y Ortuño vuelve de ese martirio una figura poética, pero trastocada. Quien conoce o ha leído con anterioridad al autor, sabe que en El amor a los santos no encontrará poesía mística, una oda al encuentro divino. Si el poeta hablará de la santidad será con total ironía, con el objetivo de evidenciar lo absurdo en la búsqueda de la redención humana a través de la abyección.

Por ello quizá comienza el libro con un poema homónimo en el que desarrolla una imagen un tanto inocente: la de alguien que se coloca piedras dentro de los zapatos como una ofrenda de dolor. Digo inocente porque la suerte de dolor que puede causar esa acción es mínima a comparación de la de San Andrés, por dar un ejemplo, quien estuvo amarrado a unos tablones en forma de equis por tres días, durante los cuales, a pesar del sufrimiento, estuvo predicando a quien fuera que se le paseara por enfrente.

Una de las referencias del autor al momento de idear El amor a los santos fueron los martirologios. En ellos se enlistan todos los santos, se describe cómo lograron elevarse a los cielos y, por ende, el sufrimiento que se concibe como virtud que les permitió tener un vínculo más íntimo con la divinidad. A causa de su abyección ellos se merecen pasar la eternidad en el Paraíso e incluso se vuelven ejemplos de vida, modelos de conducta para nosotros los mortales.

Ortuño, al contrario de los martirologios, voltea a observar el comportamiento violento que adopta la gente común, la que jamás, por ningún motivo, sería vista como ejemplos de vida por la Iglesia. En el poema ‘En un barrio silencioso y algo periférico donde vive el escritor’ lo poético no yace en un acto de redención, sino en ver cómo un sujeto arrolla un perro con su auto sin justificación alguna más que la maldad pura.

Un catecúmeno podría calificar de poética una vida dedicada a la santidad. En cambio diría que no ve absolutamente nada poético en escribir sobre un psicópata que decide asesinar animales detrás del volante sólo por simple placer. Sin embargo, el pequeño problema con el catecúmeno es que estaría analizando bajo una percepción plagada de prejuicios estéticos y morales, impuestos por una sociedad que no puede ver lo bello en el comportamiento innatamente violento del ser humano, si no está justificado en nombre de El Señor.

Pero Ortuño, en este libro, parece querer expresar: “Si vamos a ser violentos seámoslo por el simple gozo de ser humanos”. Se vale de este tema como “simetría inversa”, que es justo como describe a su escritura en el poema ‘Mi obra no dialoga con otros lenguajes artísticos’. Yo diría que este libro es simetría inversa porque se disfraza de martirologio para revelar las fallas detrás de una imagen venerada como perfecta. Pone los ideales de comportamiento ante un espejo para que, aquellos que tienen fe y lo adoptan como verdad, lo vean y lo analicen: lo juzguen.

Ejercita la autocrítica. Incluso compara, en el mismo poema, su obra con un aparato tonificador de glúteos. Ni todos los santos ni él por ser autor de los versos, se salvan de ser vistos como una herramienta para lograr objetivos banales y superficiales. Como unas buenas nalgas o codearse con Dios. Nadie es perfecto y el camino a la redención está viciado, hasta en el arte, la poesía y la fe. A manera de infomercial, concluye promocionando su obra: “¡Pídela ahora y ya no busques un alma / como la tuya / en los bares de hoteles! Esa tapicería / es un factor de riesgo para desarrollar / la atracción al abismo / (y presión alta)”, advierte.

Aquí ya no repara en el martirio físico, sino en el ontológico, en torno a la composición del ser, porque de acuerdo con las creencias judeocristianas, y de algunas otras religiones, somos simples depositarios de una sustancia inmortal de Dios que es el alma. También alude a cómo, entre individuos, nos identificamos a través del dolor que nos hunde en ese abismo, que se puede consolar sólo por un instante, en un escenario desalentador para los solitarios, como lo es un bar de hotel.

El contenido de El amor a los santos es similar al de los martirologios, por conformarse de imágenes de dolosos, pero a través de roles de conducta que no son perfectos ante los ojos divinos ni ejemplos a seguir, sino imperfectos en su naturaleza humana y por lo tanto, un poco retorcidos. Uno de sus poemas habla del amor más verdadero, sólo que es protagonizado por alguien un tanto suicida por pensar en aventarse a las vías del tren, y una muñeca. Diría que el autor, que se caracteriza por tener una obsesión mórbida por las actitudes más inmundas del ser humano, va construyendo su propio catálogo de modelos de conducta.

Como John Waters, ese cineasta oriundo de Baltimore que creó el prodigioso personaje de Divine para su amigo drag queen, Harris Glenn Milstead. En Divine quiso encarnar lo más soez del ser, lo inmundo y desagradable. Eso, para Waters, eran las verdaderas cualidades que debería tener un rol de conducta. Y Divine fue sólo una de sus modelos a seguir.

En su libro Role Models, Waters comparte quiénes fueron su inspiración para crear sus películas de serie B, mórbidas e impúdicas. Uno de los personajes que allí describe resulta idóneo para el martirologio ortuñeano, y ésa es Pencil, otra drag queen de atractivo sexual demente y hostil que, oh coincidencia, se la pasaba brincando de bar en bar porque, dice Waters, son lugares que no “tratan de ser algo que no son. Son reales, sinceros y perturbadores”.

Pero decía que Ortuño me recuerda a Pencil porque, de acuerdo con la apreciación de Waters, era una persona “taaaan feliz de vivir una vida totalmente en contra de las leyes de su tiempo”. Eso es, dentro de las lecturas más rosas posibles, una interpretación de El amor a los santos: la verdadera felicidad yace afuera de cualquier imposición, se encuentra en ser eso que no esperan que seamos. La beatificación punk de Ángel no requeriría pasar por ser Siervo de Dios, Venerable, Beato y hasta después, Santo, sino efectivamente, como decían mis amiguitos los evangelizadores, los postulantes sólo requerirían ser felices, pero agnósticamente felices.

La presencia del credo católico como pretexto para escribir sobre la conducta humana reprobatoria y sobre cómo el hombre se ha justificado a través de la adoración, parece ser un tema recurrente en el autor. Justo mientras leía El amor a los santos recordé otro de sus libros: Boa. En él alude constantemente a acciones castigadas por Iglesia, Estado u otra entidad de poder social. Ironiza al expresar que no mataría a una mosca para dejarla que revolotee libre alrededor de un cuerpo cercenado, y antropomorfiza al diablo como una mujer impúdica ―porque en diversas tradiciones religiosas es el género femenino el que incita al pecado.

Sabiendo que Dios tiene la cualidad de ser omnipresente, lo pone a espiarte mientras copulas, defecas o estornudas. Así, mortalidad, pecado y deidad evidencian nuestra inmoralidad. Y a estos poemas los bautiza bajo el nombre de una especie de serpiente, que no es necesario recordar la mala fama que se hizo gracias a su cameo en la Biblia. Parece que Ortuño está dándole voz a la boa a través de la poesía para que ella venga y se ría de nosotros y de cómo queremos desprendernos de las cualidades que más despreciamos de nosotros mismos, para luego otorgárselas a ella, la pobre serpiente.

Las serpientes han sido tan malas que El Señor las castigó haciendo que se arrastren sobre su propio pecho. Las serpientes están malditas y por eso no hay qué juntarnos con ellas. Dios tendió una jugarreta a las serpientes en el Edén para que las culpemos a ellas de eso que somos y que nos avergüenza. Ortuño, en cambio, las reivindica a través de su Boa, la poesía.

Seis años después de Boa y unos cuantos poemarios más, publicó El amor a los santos, donde títulos como ‘La adivinación mediante el análisis de las estrías del ano’ se burlan de ese objetivo inalcanzable por absolver nuestra forma de actuar y de pensar. Recurrimos a soluciones absurdas que nos hagan sentir mejor con nuestra realidad. Y como escribe Ángel, estamos tan «desesperados que creemos en todo lo que haya que creer» para sentirnos buenos, merecedores del descanso eterno como recompensa. Pero olvidamos que sólo unos pocos son los tocados por Dios, no todos servimos de modelos de conducta y lamentablemente, como en las películas de John Waters, aquí no hay finales felices... o al menos no como los imaginaba el grupo de jovencitos evangelizadores de mi pubertad.

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Rubén Gil