martes. 23.04.2024
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Falsa crónica del miembro fantasma

Luis Panini

Falsa crónica del miembro fantasma

1.

Mi proyecto de vida ha consistido, básicamente, en hacerle creer a mi madre que mi pene no existe.

2.

Sostengo un zapato deportivo y examino la composición de sus materiales desde varios ángulos, el contraste de los colores. La empleada de la tienda detecta mi curiosidad y se acerca para preguntarme en qué talla me gustaría probármelos. La sonrisa apenas le cabe en el rostro. Prefiero mentirle. Menciono una talla pequeña, una que solía usar cuando tenía menos de dieciséis años porque mi madre está sentada junto a mí. No sé si la atención con que me observa se debe a un simple interés maternal o si en realidad pretende averiguar la dimensión de mi miembro viril a partir de la longitud del calzado, esa fórmula falsa que el dominio popular aún no consigue sacudirse. Temo lo último. Antes de entregarme el par solicitado, la empleada establece la ruta serpenteante de las agujetas a través de los ojales. Me cuesta trabajo meter los pies en esos tenis tan pequeños. Durante media docena de pasos disimulo el dolor mediante una sonrisa y destaco lo cómodos que son. A mi madre le parecen lindos. Su opinión me obliga a llevarlos hasta la caja registradora, donde la empleada desliza mi tarjeta de débito a través de una ranura en su teclado. Regreso a la zapatería media hora después, esta vez solo, para cambiarlos por un par de talla correcta, mientras mi madre busca cierta fragancia en las vitrinas de un almacén departamental.

 

3.

Cuando mi madre está de visita tiendo a evitar el uso de prendas atléticas o aquellas que llego a favorecer durante mis exiguos ratos de ocio, como el tipo de pantalones largos o cortos que la mayoría suele vestir mientras se ejercita en el gimnasio o en casa. Si se encuentra hospedada conmigo, entonces busco en el armario, inmediatamente después de levantarme y cepillarme los dientes, alguna prenda cuya composición textil no resulte demasiado maleable. Los pantalones de mezclilla son la mejor opción, sobre todo los menos usados o de talla más amplia a la que acostumbro. También prefiero vestirme con una camisa holgada para que su bastilla se acerque lo más posible al encuarte del pantalón. Y si esa mañana en particular despierto con una erección insolente, entonces coloco mi pene detrás del elástico de la ropa interior para evadir una catástrofe irreparable mientras desayuno a su lado. Aunque lo anterior puede ser el preámbulo de un incidente todavía más deshonroso, por ejemplo, si una gota de fluido preseminal[1] consigue humedecer a la playera (el color negro o azul marino es ideal para disimular aquello que otros colores pueden obviar). Antes de salir y decirle buenos días a mi madre, examino mi atuendo en un espejo de cuerpo completo para confirmar que las prendas elegidas sean las adecuadas. Me observo de perfil y de frente y, sólo tras corroborar la similitud entre mi entrepierna y la de un maniquí, salgo de la habitación y le pregunto si le gustaría tomar el desayuno en el comedor o en el jardín o si prefiere hacerlo en un café no muy lejos de casa. A veces el convivio familiar se reduce al estricto cumplimiento de ciertos parámetros anticipatorios para impedir que mi madre adivine el discreto contorno de mi glande a través de una tela demasiado reveladora.

 

4.

La diferencia entre la estatura de mi madre y la mía es alarmante. Medimos 1.56 y 1.81m, respectivamente. “Alarmante” es un adjetivo adecuado para calificar dicha disparidad longitudinal, pero “angustiante” resulta todavía más apropiado porque consigue encapsular en una sola palabra el efecto que me victimiza cuando me le acerco para saludarla. No importa si lo anterior ocurre en público o en privado, en el vestíbulo de un aeropuerto o en su cocina. Invariablemente, antes de llevar a cabo este gesto ceremonial, calculo el número de pasos que nos separan y el momento preciso en el cual deberé detener mi cuerpo para evitar un impacto indecoroso (cuando estamos de pie su vientre y mis genitales se encuentran alineados en la misma altura, aproximadamente a 88cms sobre el nivel de piso terminado). Al verla sonrío, extiendo los brazos y disminuyo la velocidad de mi andar un metro antes de la colisión anatómica. Me toma apenas un segundo establecer a mi pelvis como centro de gravedad y también como el punto que le servirá a mi cuerpo para determinar la inclinación necesaria de mi torso que mantendrá a mi pene y testículos alejados del vientre de mi madre. No lo sé de cierto, pero estimo que el ángulo de inclinación referido es de entre 15 y 20 grados. Esta especie de fobia, algunos años atrás, me llevó a escribir una ficción breve titulada El tamaño de la familia, en la cual describo el momento en que un joven se acerca a su madre para darle un abrazo después de ser declarado campeón al final de un torneo de lucha grecorromana. En ese preciso momento ella repara en la volumetría genital de su hijo cuando hace contacto contra su vientre, una desgracia que, en mi opinión, es todavía más ominosa, tanto que opaca a cualquiera de las ocurridas en las tragedias de Esquilo, Sófocles o Eurípides. El protagonista del texto puede ser asimilado como mi antítesis perfecta, pues ignora la existencia de este Pánico Antiedípico-Genital, el cual ha gobernado mi comportamiento desde la infancia.

***

Luis Panini (Monterrey, México, 1978) Escritor y arquitecto. Su primer libro obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura 2008. En 2014 fue elegido por la revista La Tempestad como el escritor emergente del año. Es egresado de la licenciatura en Arquitectura de la Universidad Autónoma de Nuevo León y realizó estudios de posgrado en la Universidad de Kentucky y la Herbstakademie en Estados Unidos y Alemania, respectivamente. Textos suyos han aparecido en publicaciones periódicas del país y del extranjero: Luvina, La Tempestad, Arquitrave, Casa del Tiempo, Vice, Metrópolis, Pez Banana, HTMLGIANT, Posdata, Guardagujas, Shandy, [out of nothing], Construction, etc. Ha publicado tres colecciones de ficción breve: 'Terrible anatómica' (Conarte, 2009), 'Mala fe sensacional' (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010) y 'Función de repulsa' (Libros Malaletra, 2015).

 

[1] Según san Agustín, el peccatum originale está vinculado a la concupiscencia y es a través del placer de la carne que su transmisión ocurre, es decir, el semen es el responsable de trasladarlo de una generación a otra para hacer de la humanidad una massa damnata.