miércoles. 24.04.2024
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El payaso interior

Fernando González

El payaso interior

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Es necesario reconocer que sin sensaciones es imposible la vida del espíritu. Los sentidos suministran al alma elementos para sus trabajos silenciosos. Las sensaciones son como las flores de las cuales elabora su miel la abeja del espíritu. Por eso es necesaria la vida bulliciosa de los sentidos. Y no digo yo que el solitario deba cerrar sus sentidos al mundo. Lo que yo afirmo es que es preciso ser lentos y aprender a recogerse y a estar en compañía de su alma. Es necesario huir de la manera de vivir de los zafios: sentir y no saborear las cosas sentidas.

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Cuando tenemos algún dolor y ponemos toda la atención en él, parece que se aumentara. Podríamos hacer una experiencia sencillísima. Pensad en que vuestro calzado os está maltratando una uña, y veréis como al fin se hace insoportable el zapato.
Por el contrario, cuando tenemos algún dolor y al mismo tiempo nos viene una fuerte preocupación, parece que el dolor se calmara. Es, pues, muy posible olvidar un dolor de muelas. Pero ¿deja por eso de estar irritado el nervio? De la misma manera pasa con el alma. Ella siempre trabaja y elabora sus visiones; si nos ponemos atentos a ese trabajo nos daremos cuenta de él, y si huimos de la meditación nada sabremos. Pero de todos modos el espíritu trabaja siempre.

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Aumentar el campo de nuestra conciencia: he allí a lo que equivale cultivar nuestro espíritu como dicen las gentes.

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Innumerables son los senderitos cubiertos de flores hermosísimas por los cuales a cada instante pasa nuestro espíritu. ¡Qué tristeza no poder paladear esos paseos silenciosos de nuestra alma! Nada sabemos de ellos; sólo vemos a nuestra alma, cuando llega a las grandes vías.

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Sabemos que vino una tristeza grande al espíritu en aquel instante, pero nada de los matices sutiles, del nacer y crecer lento de esa tristeza.

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Tal vez sea necesario dar al espíritu, o mejor dicho, a la meditación, algunos tiempos de hacer cosas. Tal vez sea preciso vivir, vivir, para después meditar; imitar a las hormigas que llenan en verano la despensa para alimentarse en invierno. ¿Estáis pensando que el espíritu es distinto de las máquinas y que como ellas no necesita material que trabajar?
En cierta ocasión entré con un amigo a un trapiche, y me dijo al ver al encargado de la máquina, que en aquel momento estaba ocupado acercando a ella trozos de caña: de la misma manera que este hombre arrima material para moler, es preciso vivir para meditar.

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El payaso interior se llama este libro. Porque es el espíritu algo tan delicado que hasta la más sencilla sensación lo modifica. ¿Habéis visto esos muñecos que hacen cabriolas cuando se les tira de una cuerda? Pues idéntico es el espíritu. La sensación más sencilla lo modifica grandemente. ¡A sus cabriolas las llamo yo visiones espirituales!

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Era grande el odio que sentía Federico Nietzsche por los libros pensados con la pluma en la mano. Él gustaba mucho de pensar mientras caminaba. A mí me sucede que se me olvidan pronto las meditaciones. A la hora ya no me acuerdo de ellas. Yo escribo de este modo. Los días en que estoy con disposición para el recogimiento, me doy a meditar. Y después, cuando tengo facilidad para escribir me siento a la mesa y poco a poco voy recordando y perfeccionando mis meditaciones de los días anteriores.

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El trabajo interior es además ajeno a la voluntad. Hay días en que no se puede pensar aunque se quiera.

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Considerad cuán irresponsable es el hombre de sus actos, puesto que estos dependen de la visión espiritual, y ésta de la elaboración inconsciente que el espíritu hace de las sensaciones recibidas. Puede un pobre hombre ser responsable de los actos ejecutados en su tristeza, si ésta depende de multitud de pequeñas circunstancias que él no reunió. Si la vida interior, es decir, la verdadera vida del hombre es inconsciente y dirigida por la casualidad; si no es responsable de esa su vida del alma ¿por qué lo va a ser de su vida exterior que depende de aquella?

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Preguntad a un hombre si cree en su libertad, y si os contesta que sí, estad seguros que ni un sólo instante se ha sentido a sí mismo.

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Si queréis saber cuán grandes son las modificaciones que puede sufrir el espíritu, y cuál sutil instrumento es, considerad por un momento a qué tan gran distancia estáis de poder matar a vuestros padres cuando llegan a la vejez, y considerad que eso es un acto bueno y obligatorio entre algunas tribus salvajes.

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Las conversaciones tontas es claro que atontan, puesto que hacen perder la costumbre de mirarse a sí mismo.

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El que se entregue al estudio de sí mismo, sólo con ese fin debe emprender otros.

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Hoy me sorprendí discutiendo tonterías con un conocido. Y vi que era porque al ser incapaz de vida interior en ese instante, buscaba otra actividad. Pues el hombre no puede estar ocioso.
Esa misma explicación tienen los papeles que encuentran en las mesas de trabajo con un nombre mil y mil veces escrito en él. Y esa misma explicación tiene el que a veces cojamos unas tijeras para recortar un papel, sin objeto alguno, a no ser el de hacer algo. El hombre siempre necesita ser activo.

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Indudablemente voy a estar muy contento en casa de mi abuela. Aquellos amaneceres en la aldea son como más limpios, y no son profanados por el ruido de los carros que tanto me atormentan en la ciudad. Después de fumar un cigarrillo, sentado a la puerta de la casa, recibiendo el sol nuevo y tibio, ir a ver la colmena del solar; después el baño y el trabajo durante tres horas.

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Sin duda que para la tranquilidad espiritual es conveniente el tener las horas del día bien dispuestas y repartidas.

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Sigue con amor ¡oh joven! los pasos de tu espíritu, y no deseches la filosofía. Sacarás el fruto de librarte de la creencia en cielo e infierno. Y tus actos no te servirán ya de cruel tormento.

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Me admira a mí la serenidad que alcanzó Epicuro en frente de la vida y de la muerte.

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El papel en blanco es algo que debe infundir respeto. Esa blancura podría muy bien llenarse de hermosas ideas, y tú la pintas y repletas de tonterías.

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Pasan las gentes por la casa haciendo ruido y conversando. Quieren olvidarse; no quieren pensar en tantos atormentadores problemas; quieren apartar su mente de la muerte que se acerca; y de la alegría que no está en sus corazones, quieren olvidarse.

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El cielo igual cobija del mismo modo tristezas y alegrías; podredumbres y glorias. ¡Qué bueno poder hacer de mi alma algo como el cielo, indiferente a todo!

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¿A dónde se encaminará este hombre que ahora pasa jinete en rozagante cabalgadura y con el rostro alegre? ¿A dónde la mujer pálida y enlutada? Vayan a donde fueren; ya crean ellos ir al banquete, a la cita amorosa, a la iglesia, o a la casa del luto, en verdad os digo, amigos, que se encaminan hacia la muerte, y que a ella llegarán, bien que lleven en el rostro la risa o el llanto.

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Ha pasado por la calle un sacerdote cristiano. ¿Has visto qué orgullosos son? ¿Has visto que jamás ceden la acera? ¿Has visto con cuán gran facilidad tutean a uno? Ese orgullo les viene de su dogmatismo. Se creen los intermediarios de Dios. Se creen los poseedores de la verdad.
Nada hay tan despreciable e irritante como un ser de estos, dogmático y orgulloso.

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El escepticismo quita al hombre el orgullo.

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Con un hombre o mujer que tenga el alma petrificada por creencias, me es imposible conversar. Conversar, creo yo que significa razonar acerca de los sucesos humanos; y con aquel que ya tiene opiniones hechas y que considera un pecado el negarlas, o siquiera pensarlas, es imposible.

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¡Qué desilusión! Yo creía que aquel viejo estaba más allá de los prejuicios y de la vanidad. Pero hoy, al hablar con él, el único modo de tenerlo contento de mí, fue alabarlo, y darle a entender que lo juzgaba por encima de mí.

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Nada más desastroso para el espíritu que la religión cristiana. Una doctrina que prohíbe dudar de ella. La gran verdad de Descartes es la primera verdad: para poder ser pensador es indispensable renunciar a toda creencia. ¡Cómo tenían envuelta en hojarascas y desprecios esta sencilla verdad, aquellos sacerdotes impúdicos que me enseñaron el texto metafísico del P. Ginebra!

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En verdad que ya me estoy libertando del pinchamiento.

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Sólo las personas lejanas están rodeadas de poesía. Lo actual, lo presente, es siempre fastidioso. Y cómo se hace divina una persona muerta a quien quisimos. Allí está el origen de la frase: es preciso respetar a los muertos. Creo que en ese fenómeno psicológico debe hacer mucha fuerza el historiador para tener derecho al escepticismo y no creer mucho en los héroes. Muchos de los dioses griegos quizá tuvieron ese origen también.

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Ahora considero fastidioso este cuarto en donde vivo y escribo, pero si me alejase de él, ya verías cómo miraba esta vida como uno de los mejores de mis años.




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Fernando González (1895 - 1964) fue un escritor, filósofo, diplomático y abogado nacido en Colombia, conocido también como El Brujo de Otraparte. De obra prolífica, hacía uso de originales estilos literarios que lo llevaron a elaborar tratados de sociología, historia, arte, moral, economía, epistemología y teología, entre otros temas. Ha sido considerado uno de los más vitales, polémicos y controvertidos escritores de su época (siglo XX) y su influencia no sólo fue sentida en su tiempo.


 

 

 

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