Es lo Cotidiano

EDUARDO GARRIDO MARÍN

Naturaleza, montaña, deporte y aventura en la vida de Santiago Ramón y Cajal

Naturaleza, montaña, deporte y aventura en la vida de Santiago Ramón y Cajal

Desgranar y analizar la existencia de este hombre extraordinariamente apasionado y polifacético, considerado el fundador de la neurociencia moderna, resulta ser una tarea fascinante. Sin necesidad obvia de mencionar su gran sagacidad científica, demostrada no solo en el campo de la medicina, Santiago Ramón y Cajal poseyó, asimismo, una exacerbada sensibilidad estética. Tal y como le parafraseó uno de sus mejores biógrafos «Es un sentimiento estético que sacia en lo más íntimo de mi ser ansias desconocidas que yacían escondidas, inconfesables, en las honduras últimas de mi alma» (Albarracín, 1978, p.114). Ese rasgo fue trascendental en la personalidad de Cajal, cobijándose, entre otros aspectos, una especial vehemencia por la montaña, la naturaleza y el deporte. Pese a ser este un hecho poco conocido de su vida, a través de su extensa obra intelectual se descubren infinidad de reseñas donde este genio infatigable hizo alusión explícita o dejó entrever esas íntimas facetas que tanto forjaron su temperamento y condicionaron sus avatares.

Enfrentarse a la esencia de Cajal implica tener que aproximarse a comprender a una mente compleja. Discernir acerca de lo que representó para él la montaña, la naturaleza y el deporte induce a indagar sobre alguno de los interrogantes que plantea su existir. El cómo se manifestaron y evolucionaron esas facetas a lo largo de su vida nos permitirá esbozar el ser que pudo haber sido y no fue, tal vez por los infortunios del destino. El artista errante y soñador o el filántropo explorador de la curiosa ornamentación cerebral a través de la sutil luz de un microscopio. ¿Un aventurero eclipsado por un científico? ¿Un Cajal conformado ante el azar? ¿Se distancia realmente de la naturaleza o se fortalece contemplando al universo desde su mesa de laboratorio? ¿Asumimos que hubo una renovación o una transformación en Cajal? No cabe duda que, haciendo galardón de un excepcional virtuosismo, su obstinada labor científica le brindó sensaciones extraordinariamente gratificantes. Ensimismado ante la belleza de nuevos paisajes, la naturaleza le ofrecería el ínfimo vergel del más sofisticado órgano que ella misma había creado. Aquella pertinaz acción al aire libre de sus años mozos se trocaría en ascética erudición destinada a acometer nuevos lances, permutando los escenarios, pero retándose con el mismo espíritu inconformista ante otras aventuras igual de ignotas y fascinantes, el estudio del cerebro.

Mucho se ha escrito sobre Cajal, pero no existen documentos previos que traten extensivamente sobre su relación con la montaña. Mediante una profunda investigación de toda su obra, el presente artículo pretende mostrar y resaltar principalmente este hecho unido a la naturaleza, al deporte y la aventura. Dado que el testimonio dejado por Cajal respecto a todo ello aparece disperso por sus extensos escritos, se han recopilado todos aquellos datos relacionados con esa temática, cuyas reseñas han sido cuidadosamente seleccionadas e, incluso, cotejadas con primeras ediciones de alguno de sus libros, y, para una mejor comprensión, hilvanadas y estructuradas en diferentes apartados en función de diversas etapas y aspectos de su vida. Reagrupar esos íntimos recuerdos dejados por Cajal facilita la visión y el análisis global de esas facetas más desconocidas de su persona, así como gozar de su refinada escritura, muchas veces escueta pero sincera y que esgrime ese ardiente entusiasmo que este sabio siempre mostró hacia la naturaleza. Asimismo, he considerado muy interesante el intentar sondear algunas cuestiones enigmáticas, dada la escasez de documentación disponible, que guardan relación con sus ansiadas visitas alpinas e, incluso, con su intrigante relación con las ciencias de la montaña.

La exposición de todos estos hechos pretende vertebrar el argumento central del presente documento, a la vez que se intenta realizar un análisis del significado que tuvo todo ello en la vida de Ramón y Cajal.

Un robusto montañés de espíritu aventurero

A mediados del siglo XIX, Santiago Ramón y Cajal nacía en un remoto caserío montañés, Petilla de Aragón, y crecía en aldeas y pequeñas villas sitas en las rudas tierras del faldón pirenaico, como Larrés, Ayerbe y Jaca. Desde su infancia ya manifestó una indómita seducción por el ejercicio físico y los paisajes que le rodeaban. El jovencillo Santiago se ejercitaba con ímpetu al aire libre presumiendo de su fortaleza y vigor. Inquietudes resueltas en plena naturaleza y vivencias que tanto recordaría a lo largo de los años con suma nostalgia y ternura:

«…modelar y robustecer el cuerpo con el juego y la gimnasia espontánea, y a templar y vigorizar el espíritu con ese continuo curioseo y exploración del espectáculo de la naturaleza» (Ramón y Cajal, 1901, p.59); «…resolví entregarme sistemáticamente a los ejercicios gimnásticos, a cuyo fin me pasaba solitario horas y horas en los sotos y arboledas…ocupado en trepar a los árboles, saltar acequias, levantar a pulso pesados guijarros, manejar la honda y la flecha, en ejecutar, en fin, cuantos actos creía conducentes a desarrollar mis hombros y brazos, prestar fuerza, resorte y agilidad a mis piernas…» (Ramón y Cajal, 1901, p.157).

Cajal ya demostraba poseer una precoz obsesión por llevar al máximo esas duras sesiones físicas «…el alma parecía haber emigrado a los músculos, y el corazón, otro músculo también, trabajaba a toda presión, prefiriendo estallar a rendirse…» (Ramón y Cajal, 1961, p.112); «… los millones de fibras musculares inactivas que deseaban lucirse a poca costa» (Ramón y Cajal, 1961, p.201). Su absoluta entrega a estos menesteres «…yo poseía para estos sandios alardes de la energía física un amor propio enorme…» (Ramón y Cajal, 1961, p.197) y el hecho de experimentar un progresivo fortalecimiento de su lozano cuerpo, le permitía reafirmar que su objetivo se iba consiguiendo «…las carreras, luchas y saltos en competencia; hallando en todos estos deportes… la conciencia personal del acrecentamiento de la energía muscular…» (Ramón y Cajal, 1968, p.36); «Merced a gimnasia constante, mis músculos adquirieron desarrollo, mis articulaciones agilidad…» (Ramón y Cajal, 1901, p.74).

Mostraba un especial orgullo por los efectos conseguidos ejercitándose en plena naturaleza y, tal vez, cierta ambición por destacar y ser único entre los suyos:

«…era yo…un ferviente admirador de la naturaleza, un amador entusiasta de la vida al aire libre, un incansable cultivador de los juegos atléticos y de agilidad, y en los cuales sobresalía ya entre mis iguales» (Ramón y Cajal, 1901, p.44);«…endurecido al sol y al aire libre, era yo a los dieciocho años un muchacho sólido, ágil y harto más fuerte que los señoritos de la ciudad. Jactábame de ser el más forzudo de la clase…» (Ramón y Cajal, 1968, p.182).

De igual forma, Cajal demostró tener un ansia precoz por la aventura y para ello disponía del escenario adecuado, la naturaleza. El simple gozo de transitar por el campo muy pronto se convirtió en la ejecución de ardientes recorridos montañeros que fueron, incluso, previos al inicio del asociacionismo excursionista en España, acontecido en 1876. Invadido por un impulso romántico, Cajal nos dejaba un nutrido testimonio y exaltadas descripciones de ello:

«…tan resuelto estaba a saciar mi frenética pasión por la montaña…» (Ramón y Cajal, 1961, p.81); «Contemplar una montaña y escalarla, era para mis veinte años, más que acto deliberado, impulsión instintiva irrefutable» (Ramón y Cajal, 1970, p.37-38);«El hábito de bregar diariamente con nieves y carámbanos, bien pronto me hizo insensible al frío, endureciendo mi piel y adaptándome perfectamente al riguroso clima montañés» (Ramón y Cajal, 1968, p.66).

Una innata convulsión por explorar y una curiosidad ilimitada por lo desconocido estuvieron ya patentes desde su niñez, desde el momento en que empezó a rastrear minuciosamente aquellos cerros y cañadas que más le seducían:

«Entre mis tendencias irrefrenables, cuenta cierta afición estrafalaria a averiguar el curso de los ríos y a sorprender sus afluentes y manantiales» (Ramón y Cajal, 1961, p.178);«…explorando barrancos, ramblas, fuentes, peñascos y colinas…» (Ramón y Cajal, 1901, p.47); «No me cansaba de admirar los mil detalles pintorescos que los recodos del camino y cada altura, penosamente ganada…» (Ramón y Cajal, 1968, p.56).

Aquel mozalbete pronto mostró una atracción por el riesgo, comportamiento propio de un ser inquieto necesitado en retarse a sí mismo y en destacar demostrando su valentía ante los demás:

«…el ansia de emoción, la atracción irresistible del riesgo» «…bordear constantemente el peligro…gatear por tapias y peñas…aquellas diversiones en que sólo merced a su agilidad, sangre fría o vigor logra sortear un accidente» (Ramón y Cajal, 1968, p.37);«…el ansia loca de sobresalir y de templar mi espíritu con fuertes emociones, me obsesionaba» (Ramón y Cajal, 1968, p.42);«…placer de campar por breñas y barrancos…» (Ramón y Cajal, 1968, p.50).

Las bellas descripciones con las que relataba sus visiones desde las montañas nos delata el gran sentido estético que poseía y su innegable sensibilidad artística:

«Y allá en la cumbre…cierran el horizonte y surgen imponentes colosales peñas a modo de tajantes hoces, especie de murallas ciclópeas…»«…una gran montaña, áspera y peñascosa, de pendientes descarnadas y abruptas, llena con su mole casi todo el horizonte» (Ramón y Cajal, 1968, p.18).

Incluso, alguno de sus relatos transmiten la intensidad de las experiencias vividas y la necesidad infatigable de sentir tan hermosos paisajes los cuales le aportaban gran placidez y mitigaban sus desazones juveniles:

«No me saciaba de contemplar los esplendores del sol, la magia de los crepúsculos…y la decoración variada y pintoresca de las montañas» (Ramón y Cajal, 1968, p.24); «Mi curiosidad complacíase sobremanera en presencia de tan hermosos y accidentados paisajes…»

(Ramón y Cajal, 1968, p.57); «En presencia de aquella decoración de ingentes montañas…olvidaba mis bochornos, desalientos y tristezas» (Ramón y Cajal, 1968, p.65);«¡Época feliz en que la naturaleza se nos ofrecía cual brillante espectáculo cuajado de bellezas…!» (Ramón y Cajal, 2006, p.93).

Él mismo transcribió las palabras de un camarada de infancia en las que dejaba bien patente ese ímpetu irrefrenable de vivir nuevas aventuras y no dar fin a esas palpitantes experiencias por las montañas:

«…al dejarse llevar de su tendencia, salía al campo libre, solo generalmente, alguna vez con muy pocos amigos, que lo secundaban más bien que lo comprendían, y en largas o pequeñas expediciones, sentía siempre la contrariedad de tener que volver…»(Ramón y Cajal, 2006, p.242).

De sus palabras deducimos que fue esa una época muy añorada, pese a los desánimos propios de un joven inconformista. Es curiosa esa insistente búsqueda de la felicidad en la naturaleza, esa intensidad emocional casi desbocada, el deseo de ser experimentada en soledad y el pretender eternizar esas experiencias vividas por los campos y montañas de su tierra natal. Todo ello nos indica la presencia de unos rasgos psíquicos que justifican la gran sensibilidad, inquietud, introversión y autosuficiencia que poseía Cajal ya desde su infancia, cualidades que fueron decisivas años más tarde cuando laboraba quijotescamente en los que resultaron ser los periodos científicos más productivos de su vida (Williams, 1955). Es probable que esa precoz avidez de explorar e inusitada inclinación estética por la belleza presente en la naturaleza ya atisbaba un tipo de mente muy propicia para la ciencia (Lewy, 1987). No obstante, el propio Cajal nos había revelado sincero aunque con gran dosis de modestia «…yo, careciendo de talento y de vocación por la ciencia...» (Ramón y Cajal, 2005, p.23), pues fue su padre quien se propuso hacer del joven Santiago todo un galeno, pese a las bien diferentes inquietudes ansiadas pertinazmente por el hijo (Albarracín, 1978). Mientras su progenitor miraba a la tierra deseando garantizarle un porvenir seguro, el joven soñador anhelaba la gloria y el infinito intangible (Durán & Alonso, 1983 a), quizás, la naturaleza cósmica (Laín-Entralgo & Albarracín, 1967). La concepción cajaliana de ese ideal romántico se vio plasmada posteriormente en una noción de inteligencia fundamentada en el naturalismo como principal fuente filosófica y científica (Gamundí & Ferrús, 2006).

El atlético deportista

Durante su etapa de estudiante de medicina en Zaragoza, Ramón y Cajal decidió modelar su fornido cuerpo con el objetivo de aumentar, más aún, sus dotes y capacidades físicas ganadas previamente «… desde hacía años, cultivaba fervientemente la gimnasia y la esgrima» (Ramón y Cajal, 1961, p.197) y optó por acudir asiduamente a un conocido gimnasio donde, a cambio de una inscripción gratuita, daba clases de “fisiología muscular”. Gracias a esta ocurrencia de Cajal, dicho gimnasio ha sido considerado como un pionero en nuestro país en cuanto a haberse impartido una docencia similar aplicada al entrenamiento físico y el deporte (Gil-Loyzaga, 2011). Asimismo, como buen autodidacta en todo, desarrolló, sistematizó y tanteó su propia técnica de preparación corporal, a la que llamó “gimnasia forzada” y a cual se empeñó obsesivamente

«…sostenido por una fuerza de voluntad que nadie hubiera sospechado en mí» (Ramón y Cajal, 1961, p.198). De todo ese importante periodo vital, al que previamente ya había denominado “manía gimnástica” y consideró como «…era muscular de mi existencia…» (Ramón y Cajal, 1961, p.109), nos dejó diversos recuerdos:

«Apasionado durante mi juventud a la gimnasia violenta…» (Ramón y Cajal, 1970, p.37); «Además de los ejercicios oficiales, me impuse cierto programa progresivo, ora añadiendo cada día peso a las bolas, ora exagerando el número de contracciones en la barra o en las paralelas. Cultivé también con ardor los saltos de profundidad y toda clase de volatineras en las anillas y el trapecio» (Ramón y Cajal, 1961, p.197-198); «… la gimnasia y mi indomable amor propio hicieron milagros» (Ramón y Cajal, 1901, p.158); «El fruto de mi entrenamiento, como ahora se dice, fue magnífico» «Mi aspecto físico tenía poco de Adonis. Ancho de espaldas, con pectorales monstruosos, mi circunferencia torácica excedía de un metro doce centímetros. Al andar, mostraba esa inelegancia y contorneo rítmico característicos del Hércules de feria. A modo de zarpas, mis manos estrujaban inconscientemente las de los amigos» «…antes de finar el año vine a ser el campeón más fuerte del gimnasio» «En suma: vivía orgulloso y hasta insolente con mi ruda arquitectura de faquín…» (Ramón y Cajal, 1961, p.198).

De esa breve etapa de furor gimnástico, estos son los únicos testimonios dejados por Cajal, junto a algún autorretrato (Albarracín, 1978, p.40-43; Ramón y Cajal, 2006, p.261). No obstante a ello, de nuevo, reflejan una especial obsesión por destacar entre los mozos más dotados de su entorno, tal cual ocurrió en su época de escolar. Los extraordinarios resultados obtenidos mediante aquellas rígidas sesiones gimnásticas le sirvieron no solo de comprobación de cuál era la fórmula idónea de trabajo que argumentaría el cómo despuntar en otros ámbitos, sino de adquirir una férrea disciplina que le sería indispensable para los duros esfuerzos intelectuales que quedaban por venir «Sólo luchando con los fuertes se llega a ser fuerte» (Ramón y Cajal, 1917, p.65). Asimismo, cabe reseñar la posibilidad de que su indagación por el cambio que experimentaba la morfología del cuerpo humano mediante un intensivo entrenamiento físico fuera lo que despertó y consolidó, probablemente, su vocación por ciertas materias universitarias, hecho que tanto decidiría su porvenir profesional «A decir verdad, sólo estudié con esmero la Anatomía y la Fisiología; a las demás asignaturas…consagré la atención estrictamente precisa para obtener el aprobado» (Ramón y Cajal, 1968, p.171).

Ejercicio físico y montaña como terapia en la enfermedad

Acabada la licenciatura a los 21 años de edad e impulsado por ese deseo fogoso de aventura «…el afán irrefrenable de aventuras peregrinas…» (Ramón y Cajal, 1961, p.217); «…la juventud, siempre sedienta de lances extraordinarios y de aventuras maravillosas» (Ramón y Cajal, 1968, p.107), el fornido e intrépido Santiago se entregó en cuerpo y alma a obtener unas oposiciones de sanidad militar, pues ello le permitiría saciar sus sentidos en lejanos paisajes y terciar con nuevas y seductoras vivencias, algo olvidadas por los años aciagos dedicados a los estudios universitarios «…estoy asqueado de la monotonía y acompasamiento de la vida vulgar» (Ramón y Cajal, 1901, p.331). Tras un primer destino pedestre como médico castrense por tierras catalanas, donde ya fijó su mirada en alguna de sus serranías «… una noche de campamento en las montañas que rodean Berga…» «…admirar desde el Bruch las ingentes y rojizas moles del Montserrat» (Ramón y Cajal, 1961, p.214), fue sorteado para alistarse, sorprendentemente, en la expedición de la contienda de Cuba. Por fin abandonaría su tierra yerma y deambularía por los frondosos alcores tropicales soñados desde sus lecturas de infancia «Me devora la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas. Mi ideal es América, y singularmente la ‘América tropical’…¡Cuánto daría yo por abandonar este desierto y sumergirme en la manigua inextricable!...» (Ramón y Cajal, 1961, p.218). Una vez más revelaba a ese soñador e inconformista que llevaba tan dentro «…mi alma vagaba continuamente por los espacios imaginarios…» (Ramón y Cajal, 1968, p.60) y mostraba ese perfil psicológico que gustaba indagar por terrenos ignotos con el ansia incoercible de ser el primero en descubrirlos y disfrutarlos:

«…el deseo romántico de hallar florestas y vergeles idílicos no profanados aún por planta humana» (Ramón y Cajal, 1961, p.178); «Qué soberano triunfo debe ser explorar una tierra virgen, contemplar paisajes inéditos adornados de fauna y flora originales, que parecen creados expresamente para el descubridor como galardón al supremo heroísmo» (Ramón y Cajal, 1968, p.108).

Pero, aquella codiciada aventura se convirtió en desventura dado que durante su estancia en la manigua caribeña Cajal enfermó gravemente de fiebres palúdicas y disentería. Por fortuna y, probablemente, por ostentar un cuerpo dotado de gran fortaleza no sucedió lo peor, pues de su mocedad ya testimonió «…percances y aun de verdaderos peligros, de los cuales solo mi robusta naturaleza de montañés pudo librarme» (Ramón y Cajal, 1901, p.151). Repatriado a la península caquéxico e ictérico, no obstante, con el tiempo mejoró y pudo volver a sus estudios de disección anatómica, pese a su lamentable estado y a las secuelas crónicas padecidas «…no recobré la antigua pujanza ni logré sacudir enteramente la anemia palúdica…» (Ramón y Cajal, 1961, p.255). Medio lustro más tarde, como consecuencia de su ya quebrada salud, fortuitas y profusas hemoptisis tuberculosas truncaban, de nuevo, el maltrecho físico y derrumbaban definitivamente el ánimo de Cajal «… había consumido sandiamente todo el rico patrimonio de energía fisiológica…» (Ramón y Cajal, 1961, p.274).

En el proceso de curación fue decisiva una muy acertada y larga estancia en sus anheladas montañas aragonesas, primero en Panticosa y luego en San Juan de la Peña, lugares de cierta altitud muy indicados por entonces en la terapia de ciertas afecciones respiratorias. Aquel escenario natural muy pronto le embriagó, tal como había manifestado de tantos otros lugares silvestres:

«Consoleme entonces, conforme suelo consolarme siempre, según tengo repetidas veces expuesto, bañando el alma en plena naturaleza» (Ramón y Cajal, 2006, p.245); «¿Qué añade a nuestra alma un cielo azul y una vegetación espléndida?…mucho, muchísimo, para quienes saben abrir sus sentidos a las fiestas de la luz y a las bellezas del paisaje» (Ramón y Cajal, 1961, p.178); «…no hay nada tan renovador de la aptitud espiritual como la inmersión en plena Naturaleza» (Ramón y Cajal, 1970, p.190).

Con exquisita inteligencia, Cajal se alió a ese magnífico entorno que le rodeaba y, proponiendo salvar su abatido estado mental y físico, entregó toda su fe y exigua energía al poder curativo que le brindaría el ejercicio físico realizado en plena montaña. Fue siempre un hombre terco y de acción, pues desde chiquillo ya decía «El dolor mismo es preferido al reposo» (Ramón y Cajal, 1968, p.36) y ahora, ante esta grave enfermedad y al reposo médico prescrito, el joven mórbido, deprimido y misántropo optó por aventurarse a descubrir los valles y cumbres solitarias de los alrededores:

«…ascendí, renqueando y febril a los picachos próximos al balneario, y me abismaba en la contemplación de aquel cielo azul, casi negro en fuerza de la pureza del aire, y en donde en breve –pensaba yo– habría de perderse para siempre mi alma errante»«Una tarde, presa de un rapto de negra melancolía, escalé cima elevada, a la que llegué sin resuello y casi desfalleciente, y tumbado sobre una peña, concebí el propósito de dejarme morir de cara a las estrellas, lejos de los hombres, sin más testigos que las águilas, ni más sudario que la próxima nevada otoñal»«Mi plan curativo consistía en hacer todo lo contrario de lo aconsejado por los médicos»«Y, cosa singular, cuantas más atrocidades cometía menos grave me encontraba» «…mis pulmones y músculos, sometidos a pruebas bárbaras, funcionaban cada vez mejor»«Ciertamente, mis pulmones refunfuñaban algo y mi corazón se obstinaba en latir más de la cuenta; pero yo juré no hacerles caso ¡Allá ellos!…» «…la fotografía, de que yo era entonces ferviente aficionado…me obligaba a continuado ejercicio…» «Grandes médicos son el sol, el aire, el silencio y el arte» (Ramón y Cajal, 1961, p.275-278).

Acostumbrado a las placenteras sensaciones provocadas por la práctica deportiva en plena naturaleza, no hay duda de que Cajal quiso probar su fisiología hasta el límite tratando de saborear esos esperados efectos beneficiosos. Pero en ese empeño asumió muchos riesgos, que como médico conocía, demostrando un comportamiento excesivamente temerario e, incluso, casi suicida (Durán & Alonso, 1983 a). En el fondo, en esos solitarios episodios vividos trágicamente en las montañas de Panticosa, el joven Cajal busca desesperadamente el todo o nada, desaparecer para siempre o aferrarse a la vida para volver a gozar de aquel vigor pleno. Quizás, esa actitud límite permite deducir lo trascendente que fue el reafirmarse confiando en su gran intuición y voluntad, las cuales demostraron ser eficacísimas una vez más, pues consiguió recuperarse, aunque irremediablemente quedó con un patente deterioro corporal que siempre lamentó, dado que había arruinado aquella envidiable fortaleza física que tanto le costó conseguir: «¿En qué paró aquella musculatura concienzudamente hipertrofiada, y de la cual me sentía orgulloso?» «…toda aquella poderosa máquina motriz quedó aniquilada…» (Ramón y Cajal, 1970, p.38). Años más tarde su delicado estado salud volvió a trastornarse seriamente, en este caso debido al trabajo intelectual incesante y febril al que estaba sometido, sufriendo preocupantes crisis de arritmias cardiacas, insomnio y una acusada neurastenia. Pero, de nuevo, confió en ese innato olfato por detectar el efecto sanador que le procuraría el ejercicio campestre y la contemplación de su amada naturaleza «…acometiome violenta pasión por el campo» (Ramón y Cajal, 2006, p.597), y todo su afán fue destinado a instalarse en una pequeña finca con vistas a la montaña:

«…de cuyas ventanas se descubrieran, de día, las ingentes cimas del Guadarrama, y de noche, sector celeste dilatadísimo…»«Mi curación honró poco a la Farmacopea. Una vez más triunfó el mejor de los médicos: el instinto…»«…mi salud mejoró notablemente. Al final alboreó en mi espíritu, con la nueva savia, hecha de sol, oxígeno y aromas silvestres, alentador optimismo» (Ramón y Cajal, 2006, p.597-598).

Deporte y montañismo en la madurez y senectud

Con el transcurrir del tiempo, un Cajal profundamente reflexivo no solo fue crítico especialmente con su propia etapa veinteañera de sometimiento a tal asfixiante rutina gimnástica «…aquella época de necio y exagerado culto al bíceps…» (Ramón y Cajal, 1961, p.198), sino que llegó a lamentarse del tiempo perdido dedicado a ello «…el retraso inevitable de mi actividad intelectual frente a mis condiscípulos de bíceps miserables, pero de minerva avispada…» (Ramón y Cajal, 1970, p.38). Asimismo, mostró despecho hacia el emergente comportamiento social en pro de los deportistas destacados:

«…deploro la idolatría del público hacia ciertos campeones afortunados, consagrándoles como héroes, sin reparar en que no se contentan con sencillas coronas de laurel u otras distinciones honoríficas, sino con los opulentos honorarios del profesionalismo» «Hasta los diarios políticos y semanarios ilustrados reservan planas enteras, con fotograbados y hasta caricaturas, a las partidas de balompié, hockey, baloncesto, basket-ball, tennis, rugby, patinación y otros ejercicios…» (Ramón y Cajal, 1970, p.75-76).

Incluso, tal vez aleccionado por la experiencia, reseñó lo contraproducente que podía resultar un exceso de actividad física para la mente del científico «…los deportes violentos disminuyen rápidamente la aptitud para el trabajo intelectual» «El ejercicio físico en los hombres consagrados al estudio debe ser moderado y breve, sin traspasar jamás la fase de cansancio» (Ramón y Cajal, 1961, p.199) y, curiosamente, cuestionó la coexistencia, en general, de un alto nivel deportivo en las mentes despiertas:

«¿Se conoce algún atleta dotado de capacidad intelectual extraordinaria?» (Ramón y Cajal, 1966, p.162); «…la mayoría de los jóvenes sobresalientes en los deportes y demás ejercicios físicos (hay excepciones) son poco habladores y poseen pobre y rudo intelecto» (Ramón y Cajal, 1961, p.199); «…de los deportistas fogosos y perseverantes no ha salido ningún entendimiento de primer orden. Los sabios, los políticos enérgicos y clarividentes y los grandes industriales, muchos de ellos educados en Oxford y Cambridge, sedes de las competiciones deportivas, cuidaron más, durante la adolescencia y juventud, de hipertrofiar y diferenciar sus neuronas que de robustecer los músculos y ampliar la caja torácica» (Ramón y Cajal, 1970, p.77-78).

Además, pese a no habernos relatado el padecimiento de lesiones deportivas, Cajal sugirió, en diversas ocasiones, lo nocivos que podrían resultar ciertos esfuerzos físicos para la salud:

«Importa notar que el corazón se fatiga y las venas se dilatan en los ejercicios violentos» «Todo recordman o deportista, como no le asista una complexión excepcional, se condena, cual los gimnastas de feria, a vejez prematura» (Ramón y Cajal, 1970, p.78); «…el cultivo exagerado del deporte y de rudas ocupaciones, deformadoras de la belleza femenil…» (Ramón y Cajal, 1966, p.43).

Aunque, también nos dejó algunas conjeturas al respecto:

«No es que yo censure –ello sería necio y estéril– la gimnasia al aire libre y la práctica de algunos juegos ingleses de palmaria eficacia educadora. Usados con prudencia y mesura, durante la adolescencia y juventud, robustecen el sistema muscular, agudizan la vista, dan aplomo y serenidad ante el peligro y, en fin, desarrollan el espíritu de cooperación, solidaridad y compañerismo» (Ramón y Cajal, 1970, p.76); «Los deportes físicos no deben encaminarse a producir ases, de pujanza excepcional, sino a elevar prudentemente la robustez del promedio de la raza, vivero de soldados y luchadores en las contiendas pacíficas del trabajo social» (Ramón y Cajal, 1970, p.78).

No tienen fácil interpretación algunos comentarios realizados por Cajal respecto a esa falta de connivencia entre la agudeza del intelecto y el hecho de destacar en el deporte, más aún cuando él mismo había intentado encarecidamente sobresalir a través del cultivo del cuerpo. No obstante, acepta las excepciones, pues es presumible sospechar que él se incluía entre éstas. Cajal experimentó el narcisismo durante su fogosa juventud, su época de “furor romántico” (Albarracín, 1978, p.40), y se jactó del varonil poder corporal, el cual constituía su arma más poderosa en esos momentos. Un físico que creía dotado casi sin límites, una extraordinaria fortaleza que le garantizaba el respeto entre los mozos de su entorno y una gran resistencia y agilidad para sus vagares por la montaña y la naturaleza. Asumimos que, mediante algunas otras de esas aseveraciones, pretendió sugerir que el tipo e intensidad de ejercicio físico y deporte practicados fuesen acordes con la edad y la constitución corporal, así como debieran adecuarse a la inquietud y al quehacer intelectual de cada cual, tal y como ha sido reseñado previamente (Gil-Loyzaga, 2011). Jamás entendió el movimiento deportivo de masas, quizás deseó ver a una sociedad más próspera en actividades intelectuales. Es evidente que Cajal aconsejaba la moderación en el deporte, la actividad física como gozo y fuente de salud, así como una vía inagotable de estímulo cerebral. El deporte como medio y no como fin. También, en alguno de esos pensamientos se percibe una defensa a ultranza de la autocrítica y del cambio de planteamiento, aspectos por los que siempre abogó (López, 2006), más aún, teniendo presente que la mayoría de esos comentarios y conjeturas fueron escritas durante su madurez y vejez, cuando ostentaba ese preciado rol de sabiduría y sosiego que proporcionan los años. Cabe tener en cuenta, que el empeño que puso Cajal en desarrollar su fortaleza corporal aconteció mucho antes de que éste poseyera una mente bien forjada y más poderosa que su propio cuerpo. Sin embargo, no cabe duda de que su buen dotado físico, moldeado en la montaña y en aquellas duras sesiones gimnásticas, contribuyó no sólo de librarle de un probable fatal desenlace provocado por la malaria, la amebiasis o la tisis, sino de descubrirle el significado de la disciplina y de esculpirle un nuevo espíritu para la edad adulta «En esos certámenes de la agilidad y de la fuerza…se templa y robustece el cuerpo y se prepara el espíritu para la ruda concurrencia vital de la edad viril» (Ramón y Cajal, 1961, p.47). Asimismo, la práctica de ejercicio físico moderado iniciada tras el restablecimiento de esos episodios morbosos «… dar de vez en cuando juego supra intensivo a músculos y pulmones, caminando…» (Ramón y Cajal, 2006, p.389) seguramente influyó en su longevidad pues, pese a los achaques de salud que siempre arrastró, Cajal llegó a vivir 82 años «Ha pasado a ser tópico vulgarísimo la máxima de que la instrucción es a la moralidad como el ejercicio físico a la salud» (Ramón y Cajal, 1966, p.129).

Siempre Cajal aclamó «…volvednos a la montaña, nuestra patria» (Ramón y Cajal, 1966, p.69) y, fiel a esa ardiente pasión, jamás abandonó sus “excursiones pintorescas y artísticas” hasta la séptima década de la vida:

«Si el anciano no ha doblado aún la cima de los sesenta o sesenta y cinco años o conserva los setenta suficientemente ágiles y robustos para caminar por vericuetos, escalar montañas,….yo le aconsejaría la distracción de la fotografía pintoresca…» (Ramón y Cajal, 1970, p.186); «…a los setenta y siete u ochenta años, el organismo se derrumba…y debemos renunciar al encanto de la fotografía cromática y al deporte viril del montañismo» (Ramón y Cajal, 1970, p.188).

Y el poder disfrutar inmortalizando en bellas imágenes en color «…celajes y montañas, bosques y lagos,…» (Ramón y Cajal, 1912, p.3), pero mucho antes de esos momentos, Cajal ya nos había dejado algunos testimonios concretos de sus iniciales andanzas y visiones montañeras:

«…quedaron profundamente grabados en mi retina los gigantes mallos de Riglos, semejantes a columnatas de un palacio de titanes…» (Ramón y Cajal, 1961, p.69); «…el elevado y sombrío monte Pano, cuya formidable cima…» (Ramón y Cajal, 1968, p.56); «…en una ocasión me aventuré por las montañas…al célebre pie del Coll de Ladrones…» «Otra vez me propuse escalar la cresta del Uruel» (Ramón y Cajal, 1901, p.117); «… el fantástico, el gigantesco y umbrío Uruel…» (Ramón y Cajal, 1901, p.114).

Incluso, durante su madurez, Cajal llegó a realizar largas marchas «…desde Barcelona, la inevitable excursión hasta Montserrat, complicada al final con la obligada y fatigosa ascensión pedestre a la ermita…» (Ramón y Cajal, 1966, p.264) y durante sus veraneos en la elevada villa de Miraflores, en su querida Sierra de Guadarrama, le gustaba deambular bajo las cumbres y collados «…solíamos descongestionar el cerebro paseando por la carretera que, serpenteando al pie de la Najarra, remóntase a la Marcuera…» (Ramón y Cajal, 2006, p.556). También consiguió acceder a algunos parajes de alta montaña:

«En mi lista de proezas deportivas –harto vulgares, por otra parte– cuento desde el modesto Moncayo a la imponente Jungfrau» (Ramón y Cajal, 1970, p.38); «…crucé los Alpes por el San Gotardo, sintiendo en el alma que la escasez de mis recursos no me permitiera detenerme en la contemplación de aquellos incomparables panoramas» (Ramón y Cajal, 1917, p.151-152); «He debido renunciar con pena a la visita al grandioso Valle de Ordesa y al de muchos otros lugares de incomparable atracción del Pirineo aragonés y de la Sierra Nevada. Me son, en cambio, familiares los puertos accesibles del Pirineo (Roncesvalles, Canfranc, Sallent, Benasque, con el vecino ingente macizo de la Maladeta)» «Solo he logrado escalar, iniciada la vejez, los Picos de Europa aprovechando la carretera construida por una compañía minera» (Ramón y Cajal, 1970, p.189).

En la senectud, Cajal aún pudo disfrutar de pasar algunos veranos con su familia en Cercedilla, otro pueblecito situado a más de mil metros de altitud bajo el Puerto de Navacerrada, pero cuando enviudó y ya en el ocaso de su retiro en la ciudad de Madrid solía consolar su acusada fatiga pensando en cimas y cordilleras emblemáticas, dejándonos bien patente lo que fue toda una vida de veneración hacia la montaña «La despreciable altura del cerro de San Blas (antigua sede del Instituto Cajal) se me antojaba la cumbre de la Maladeta, y la cuesta de Atocha, la falda del Mont-Blanc» (Ramón y Cajal, 1970, p.38), o tal como manifestaba en una carta dirigida a un colega «…la creciente debilidad de mis piernas no me permiten ya escalar el cerro de San Blas, convertido para mí en un Himalaya» (Fernández, García, & Sánchez, 2006, p.87).

La atracción que genera la altitud como simple elemento geográfico responde a un impulso natural de la esencia de todo amante de la montaña, y Cajal no era una excepción «¿Qué habrá allí –me preguntaba a menudo–, tras esos picos gigantes, blancos, silenciosos e inmutables?» (Ramón y Cajal, 1968, p.68). No obstante, la altitud máxima que pudo alcanzar Cajal a lo largo de su vida es un aspecto que no ha sido planteado previamente. En su obra aparecen reseñas imprecisas u otras que se ciñen a simples nominaciones de ciertos collados y montañas con cotas que sobrepasan, en algún caso, los dos mil metros de altitud. Pero, tras su irremediable fugaz paso por Suiza a través del puerto de San Gotardo durante el primer viaje profesional que realizó por Europa en otoño de 1889, Cajal volvió a los Alpes de forma lúdica, al parecer, en 1905, el año previo a concedérsele el Premio Nobel. De este segundo viaje no se tenía prácticamente noticia y, presumiblemente, fue durante éste cuando Cajal arribó hasta la Jungfrau. El hecho de tildar de “proeza deportiva harto vulgar” su visita a esta espectacular montaña, nos revela que Cajal no se aventuró hacia su cumbre (4.158 m.) y, tal vez, sí realizara alguna excursión por la base del gran murallón de roca que forma su cara norte, como se deduce de la fotografía obtenida por él mismo en los alrededores de Wengernalp, área próxima a los dos mil metros sobre el nivel del mar. Desconocemos si utilizó el tren-cremallera, que en aquella época ya ascendía desde ese lugar hasta la estación de Eigerwand (2.865 m.), pero es posible que, seducido por poder ascender de forma cómoda hasta más allá de los tres mil metros, organizase su viaje precisamente en función de la prolongación del tramo férreo a la estación de Eismeer (3.160 m.), inaugurada a finales de julio de ese mismo año. Los heleros del macizo del Gspaltenhorn (3.436 m.), que aparecen retratados en dicha fotografía, se nos muestran exiguos, hecho que permite deducir que Cajal visitó los Alpes muy entrado el verano y es muy probable que utilizando aquel pequeño tren se atreviese con esa imponente elevación, dada la grave enfermedad pulmonar que había padecido años atrás. No obstante, se desconoce la datación exacta de dicha estancia en Suiza y no hay imágenes publicadas al respecto de entre sus viajes fotográficos (Hernández-Latas, 2002) que pudieran avalar esas conjeturas. Por lo tanto, en ausencia de más reseñas, los fácilmente asequibles 2.396 metros del Puerto de Benasque, desde donde Cajal pudo contemplar el “macizo de la Maladeta” en toda su inmensidad, sería el lugar más alto acometido por su propio pié o en caballería y, muy posiblemente, la segunda mayor altitud alcanzada en toda su vida tras los 2.865 ó 3.160 metros utilizando el tren de la Jungfrau. Parece improbable que durante su “escalada” en los Picos de Europa una vez iniciada su achacosa vejez, Cajal superase la cota máxima alcanzada en los Pirineos, dado que las carreteras mineras cantábricas no superaban los dos mil metros de altitud; asimismo, tampoco en su ascensión vespertina a una innominada “cima elevada” próxima al balneario de Panticosa durante su convalecencia de la tuberculosis.

Otro hecho curioso y digno también de especulación, en este caso relacionando a Cajal con la montaña y la ciencia, ocurrió durante aquel viaje por Europa aprovechando su participación en el congreso anatómico celebrado en Berlín en 1889, en el cual se le descubrió internacionalmente. Cajal destinó su periplo a visitar a diversos colegas y universidades, entre ellas la de Turín, donde conoció personalmente al célebre fisiólogo Angelo Mosso «En Turín tuve el gusto de conocer personalmente… al no menos célebre profesor Angelo Mosso» (Ramón y Cajal, 1917, p.152), considerado uno de los fundadores de la medicina de montaña gracias a sus pioneros estudios sobre los efectos causados por la exposición a la altitud (West, Schoene, Luks & Milledge, 2013). Diez años más tarde, Cajal, Mosso y otros destacados científicos fueron invitados a impartir diversas conferencias en la norteamericana Universidad de Clark. Las tertulias amenizaron gratamente el viaje y es muy probable que Cajal, como gran amante de las montañas, se interesara apasionadamente por los curiosos estudios científicos realizados por su colega italiano. Pese a todo, Cajal tan sólo nos dejó un escueto testimonio de dicho encuentro:

«A bordo tuve la grata sorpresa de encontrar al ilustre Dr. A. Mosso, profesor de Fisiología de Turín,…» «Excusado es decir que, en tan selecta compañía, se nos hicieron brevísimos los doce días de travesía. Los profesores Mosso y Forel, con quienes intimé mucho durante el viaje…» «En nuestros gratos coloquios de a bordo discurrimos sobre todo lo divino y lo humano: filosofía, ciencia, artes…» (Ramón y Cajal, 1917, p.363).

Lamentablemente, tampoco ha sobrevivido hasta nuestros días correspondencia alguna mantenida entre ambos, aunque es muy seguro que Cajal siguiera con interés los avances científicos realizados por Mosso, tal y como nuestro sabio español dejó entrever en uno de sus escritos más desconocidos (Durán & Alonso, 1983b). Gracias a ello, Cajal pudo haber obtenido una valiosa información científica respecto a los efectos fisiopatológicos causados por la exposición a las grandes altitudes, entre otros sobre la función pulmonar, lo que pudo haberle sido muy útil a la hora de ayudarle a decidir su ascensión por la Jungfrau.

Asimismo, digno de mención es el hecho de que Ramón y Cajal ostentara la presidencia de la Junta para Ampliación de Estudios desde su fundación y su empeño fuera impulsar el desarrollo y difusión de la ciencia española en diferentes ámbitos. Bajo su mandato se promovió la creación de diversos centros de investigación en nuestro país, entre ellos la denominada Estación Alpina de Biología en el año 1910 (López, 2006), la cual se ubicó a 1.300 metros de altitud en plena Sierra de Guadarrama y cuya misión era el estudio del medio natural en este macizo montañoso tan apreciado por Cajal. Este hecho también nos demuestra cual fue su interés por fomentar, entre otras erudiciones científicas, la biología en la propia montaña.

La naturaleza como vocación vital e inspiración científica

¿Quién sabe cómo hubiera sido la existencia de este ser de mente privilegiada sino hubiese padecido aquellas enfermedades que mermaron tanto su salud y arruinaron precozmente su fortaleza física? Quizás, en ese momento, el joven médico Cajal hubiese preferido continuar llevando una vida más atlética, errante y artística, con sus lápices, pinceles y cámara fotográfica en ristre, que junto a la montaña fueron aficiones tan precoces «Mi aspiración suprema era remontar el río sagrado, descubrir sus fuentes e ibones y escalar las cimas del Pirineo, tentación perenne a mi codicia de panoramas nuevos y de horizontes infinitos» (Ramón y Cajal, 1968, p.67-68), su gran río Aragón, al cual Cajal lo definía como “sagrado” ensalzándolo hasta el misticismo; «¡Qué asuntos más cautivadores para un lápiz romántico!» (Ramón y Cajal, 1968, p.68); «…la “fotografía pintoresca”, con sus inefables deleites anejos: la visión de tipos humanos nuevos, paisajes inéditos y cautivadores…» (Ramón y Cajal, 1970, p.186). Próximo a la vejez nos anticipaba que la pérdida visual por la catarata senil sería la peor de sus angustias «No concibo tormento mayor para un admirador de la naturaleza que este cruel destierro de la luz, decretado por la senectud confabulada con la enfermedad» (Ramón y Cajal, 1912, p.3) y alcanzada la octava década de la vida tal vez nos confesó, sincero pero un tanto apesadumbrado, aquel anhelado reportero de culturas lejanas, de etnias y panoramas exóticos que nunca llegó a ser «Sean el álbum fotográfico y las exploraciones fotográficas de viajeros intrépidos nuestro alivio y consuelo» (Ramón y Cajal, 1970, p.189). No obstante, bajo una existencia más reposada, un Cajal aún muy joven encontró una nueva senda que le permitiría volcar todo su espíritu inconformista en aventurarse por otros misteriosos escenarios del Universo, las tupidas selvas del sistema nervioso. A través de la luz tenue que le tenía reservado el microscopio, estaba destinado a explorar y sumergirse por territorios ínfimos y vírgenes del órgano más complejo creado por la naturaleza. Aunque, con el transcurrir del tiempo, se sintiera, quizás, algo atrapado por su propia vida, cada vez más urbanita y monótona, denotándonos un cierto trasfondo nostálgico por aquellos lances y vivencias de antaño «El trabajo regular y el espíritu de aventuras son cosas incompatibles. De cada vez más pobre en episodios amenos, mi vida ha sido gradualmente absorbida por mi obra» (Ramón y Cajal, 2006, p.732).

El mensaje de esta última reflexión de Cajal nos revela ser sustancialmente trascendente. Cabe preguntarse, por lo tanto, ¿hasta qué punto influyeron esos infortunios del destino en la pertinaz acción científica que este hombre portentoso inició en Zaragoza y continuó sin tregua durante sus estancias como catedrático en Valencia, Barcelona y Madrid?

«Yo estuve a punto de ser víctima irremediable del embrutecimiento atlético. Por fortuna, las enfermedades adquiridas más tarde en Cuba, debilitando mi sangre y eliminando sobrantes musculares, trajéronme a una apreciación más noble y cuerda del valor de la fuerza» (Ramón y Cajal, 1968, p.185).

La dura experiencia de haberse enfrentado tan joven a la muerte pudo contribuir en su posterior forma de percibir la existencia e, incluso, en su labor creativa (Estañol-Vidal, 2008). Su acción deportiva se trocó, entonces, en una lucha incansable por arrancar verdades hasta entonces ocultas en las entrañas del mundo «El explorador de la Naturaleza –lo hemos repetido varias veces– debe considerar la investigación cual deporte incomparable…» (Ramón y Cajal, 1961, p.556). Fue sospechoso el cómo Cajal bautizaba algunos hallazgos histológicos “ramas trepadoras”, “fibras musgosas”, “espinas” y asemejaba las células nerviosas o sus segmentos a modo de “hiedra”, “bejucos”, “penacho”, “nidos”, “árbol elegante y frondoso”, “plantas de jardín”, “series de jacintos”, “campos de espigas”, “eflorescencias rosáceas”(Ramón y Cajal, 1899; Ramón y Cajal, 1917), expresiones que delatan ese acusado sentido estético fraguado en el campo y su firme evocación a la Naturaleza «…la suprema belleza y elegante variedad de la floresta nerviosa» (Ramón y Cajal, 2006, p.440) y, gracias a sus excepcionales dibujos, consiguió convertir esa ciencia en arte (De Felipe, 2005).

Finalmente, entre sus erudiciones sobre investigación no olvidó el regalarnos numerosas y bellísimas alegorías acerca de la montaña y la naturaleza, como estos extraordinarios sendos ejemplos:

«…la cima de la verdad, con tantos esfuerzos escalada, que mirada desde el valle, semejaba montaña imponente, no es sino minúscula estribación de formidable cordillera que se columbra a través de la niebla, atrayéndonos con insaciable curiosidad. Satisfagamos esta ansia por subir y, aprovechando el plácido descanso que proporciona la contemplación del nuevo horizonte, meditemos desde la cima recién conquistada el plan que debe conducirnos a más altas regiones y más grandiosos y sublimes espectáculos» (Ramón y Cajal, 2005, p.109).

«¡Como el entomólogo a caza de mariposas de vistosos matices, mi atención perseguía, en el vergel de la sustancia gris, células de formas delicadas y elegantes, las misteriosas “mariposas del alma”, cuyo batir de alas quién sabe si esclarecerá algún día el secreto de la vida mental!...» (Ramón y Cajal, 1917, p.156).

Conclusiones

Santiago Ramón y Cajal ostentó una mente agudísima, de pensamiento profundo y complejo, pero de expresión diáfana y pura, adoptando un acusado pragmatismo claramente condicionado por el transcurrir de los años y el devenir de los hechos. Un inconformismo pertinaz, una sensibilidad exquisita, una emotividad penetrante y una imaginación asombrosa capaz de ver el universo en su globalidad son terrenos acotados para artistas y Cajal, uno más entre ellos, respondió siempre a ese profundo sentimiento estético que llevaba sellado desde niño en lo más hondo de su alma. Todos estos hechos dificultan el análisis de su existencia, como al pasearnos por ella a través de lo que pudo significar esa interesante relación con la montaña, la naturaleza y el deporte, facetas más desconocidas de su persona pero que responden a ese sentimiento y jugaron un papel decisivo en su vida. El testimonio que de ellas Cajal nos dejó esparcido en toda su obra ha quedado mayoritariamente agrupado en el presente artículo monográfico y, por primera vez, toda aquella temática que atañe a la montaña.

Cajal fue un montañés amante de la aventura y la exploración. También, practicó la gimnasia pero, muy pronto se dio cuenta que la meta era desplegar su potencial mental y no su musculatura, tal vez condicionado por las graves enfermedades que arruinaron precozmente su salud. Cajal fue hábil y supo reconducir todo su talento hacia un mundo casi invisible, la textura del sistema nervioso. Acaso, una simple renovación y no una transformación, donde aquel joven hombre de acción, el aventurero que gustó desafiar el riesgo sondeando terrenos desconocidos, trató de avanzar trazándose un nuevo rumbo en el cual la naturaleza, vislumbrada a través de un microscopio, debía convertirse en el campo base hacia una ascensión poderosa que le haría figurar en los anales de la historia. Pero esa evolución existencial jamás alejó de su mente aquellos lances juveniles perpetrados en la salvaje naturaleza, incluso, denotó cierto aire nostálgico por el ser que pudo haber sido, quien sabe si un intrépido viajero o un artista en toda su plenitud. Lo cierto es que la vida de Cajal fue eclipsada progresivamente por su obra, aunque su esencia no dejara de palpitar por la naturaleza hasta el final. Su mente indagadora permaneció intacta y tal como vio cumplido su deseo de vagar por paisajes tropicales, su pasión por la montaña le llevó a poder contemplar también cimas emblemáticas de gran altitud. Lejos de considerar a Cajal como un verdadero alpinista, sí reveló ser un romántico del montañismo, a la vieja usanza, mostrando ese genuino y vivo impulso propio de aquellos primeros excursionistas. No obstante, no mantuvo el mismo arraigo hacia otras prácticas deportivas, rechazando aquellas que fuesen exageradas y objetando sobre el comportamiento social hacia el deporte mediático. Quizás aleccionado por la propia experiencia, descubrió cierto arrepentimiento por su etapa gimnástica juvenil y cuestionó la coexistencia de un intelecto poderoso en aquellos deportistas destacados. Cajal aconsejó el deporte con mesura, adaptándolo a cada situación y condición, como fuente inagotable de salud, especialmente, si era disfrutado en el ambiente seductor y puro del campo.

Cajal se comprometió con la ciencia y se fundó en el naturalismo como corriente de inspiración investigadora. Sintió una veneración mística por la naturaleza y fue en ella donde forjó su personalidad y modeló esa fuerte emotividad que tanto resplandeció en su creación científica. Frente a la desazón de la hipocondría, introversión y melancolía, Cajal actuó con positivismo, fortaleza, tenacidad, intuición y coraje, actitudes que se fraguaron en sus solitarias correrías por la montaña, en aquellas valientes aventuras de infancia y juventud, en la férrea disciplina cultivada gracias a la gimnasia y en la indagación fenomenológica visualizada a través de las insólitas bellezas ofrecidas por la naturaleza. Todo ello no fueron sino expresiones de una persona sumamente inteligente, selecta e inquieta, que tanto le valdrían para encarar con brío sus magnos desafíos científicos, afrontar con serenidad los importantes triunfos o resultarían terapia eficacísima contra los quebrantos del cuerpo y del espíritu. La sabiduría de ser y de vivir, generosamente demostrada por este hombre admirable, fue decisiva en ayudarle a librar las más arduas batallas que le retó la vida, pues tal como nos dejó dicho doctamente Santiago Ramón y Cajal (1961, p.670-671):

«Troquemos los desfallecimientos enervadores en viril alegría, en ansia de robustez, de juventud y de renovación. Huyamos del pesimismo como de virus mortal: quien espera morir acaba por morir; y, al contrario, quien aspira a la vida crea la vida. Seamos, pues, optimistas, porque sólo la alegría y serenidad se sienten fuertes y trabajan y esperan»…

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Eduardo Garrido Marín. Médico e investigador barcelonés. Gran parte de su investigación la ha motivado el alpinismo y el montañismo. Actualmente labora en el Departamento de Ciencias Fisiológicas II. Universidad de Barcelona. España.

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