sábado. 20.04.2024
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Gloria

Saúl Coronado

Su nombre era Gloria, tenía más de 80 años y vivía completamente sola en la zona más peligrosa del oriente de la ciudad. Su familia había muerto o la había abandonado hace mucho. Nadie sabía con certeza quién era o qué hacía. Vivía de una miserable pensión del seguro social y no le pedía nada a nadie, ni siquiera los “buenos días”.

A diario despertaba a las 5 de la mañana y se bañaba a jicarazos con agua helada. Tomaba café barato y mordisqueaba caña de azúcar mientras contaba peso a peso el dinero que había en su monedero. Terminado el ritual, tomaba sus dos bolsas del mandado y salía a la calle antes de que sus vecinos lo pudieran notar. Para ellos Gloria era un fantasma.

Esperaba pacientemente afuera de la pollería para comprar cuanta pieza cruda se le ofreciera. A veces el pollo estaba fresco, a veces un poco pasado y con mala pinta; de eso dependía el precio pero, sin importarle mucho, siempre llenaba sus dos bolsas.

Apenas repuntaba el sol,  Gloria ya vagaba sin rumbo con su carga de pollo crudo a cuestas. Todos los días abordaba el Metro Pantitlán y dejaba que el destino decidiera su dirección. Recorría la ciudad por el subterráneo y subía a la superficie al azar, donde le placiera: Universidad, Panteones, Impulsora, Lindavista, Taxqueña, Valle Gómez… Para ella el norte era igual que el sur. Daba lo mismo este que oeste.

Ya en alguna zona desconocida caminaba sin detenerse hasta que de la nada apareciera un perro callejero. El animal detectaba un sentimiento de amistad o tal vez el olor a pollo. Gloria metía la mano en su bolsa y sacaba trozo tras trozo de gallina cruda y se los daba al perro para después seguir su camino mientras la carne y los huesos eran devorados. Así seguía durante todo el día hasta el anochecer.

Al regresar a casa, cerca de la estación del Metro, siempre la esperaban “El Chaparro”, “El Güero” y “La Pinta”. Se acercaban moviendo la cola para recibir su parte. Ella los saludaba con gusto y repartía lo que restaba en la bolsa sin importar mucho que ya no quedara nada para ella. Ya en casa revisaba a ver si restaba algo. Un hígado, un pescuezo o alguna molleja y lo mascaba así, sin hervir, sin cocer, sin freí.

Durante años vivió así mientras las aturdidas vidas de los demás se consumían en la infernal Ciudad de México. Todos los días despertaba a la misma hora, se daba una ducha helada, tomaba café y mascaba caña mientras contaba el dinero y salía a comprar cadáveres de aves para deambular y alimentar perros callejeros. Hasta el último de sus días.

Gloria comenzó a enfermar: El corazón, los riñones, los pulmones, la mente. Nadie la atendía, nadie se preocupaba por ella. Aún así, continuó su rutina yendo de punta a punta del D.F. de manera aleatoria haciendo nuevos amigos temporales a los que les daba el festín de su vida, sin embargo, un día simplemente ya no pudo más. El fin estaba cerca.

Un lunes tomó lo que restaba de sus ahorros y compró pollos rostizados, cuatro pollos enteros y algunos frascos de veneno para ratas. Los mezcló y fue hasta la estación donde El Chaparro, El Güero y La Pinta siempre la esperaban. Se sentó con ellos y repartió un pollo para cada uno, incluyéndose ella. Los perros estaban rebosantes de felicidad y ella cantaba y reía mientras se comían trozo tras trozo de manera voraz y alegre.

Al otro día encontraron a Gloria muerta a las afuera del Metro junto a sus tres amigos. Todos dijeron que parecían estar sonriendo. Sí, inclusive los perros.

Un festín al otro mundo para los olvidados. Un boleto de abordaje al otro lado para los abandonados. Una oportunidad de ser felices en el infinito descontinuado. Cuidarán los unos de los otros en la otra vida como eternos compañeros, como un perro cuida de su amo.

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