Es lo Cotidiano

El regalo de Hanif

Héctor Gómez Vargas

El regalo de Hanif

El pensar nos hace presentes a nosotros mismos.

-George Steiner, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento.

 

-Quiero ser un vanguardista a todas horas –dijo.

-Hanif Kureishi, El regalo de Gabriel.

Hace apenas pocos años supe de Hanif Kureishi. Uno de mis mejores amigos, gran conocedor de libros y voraz lector de novelas, me recomendó El buda de los suburbios. Me dijo que si quería tener una idea de qué nos deparaba la tarea de educar a nuestros hijos adolescentes y postadolescentes (así como, en mi caso, a mis estudiantes universitarios), la historia de Karim me podría ser muy útil para entender cosas que debían estar sucediendo con ellos.

A pocos días de la recomendación compré el libro. Lo leí en una sentada. Pero más que entender a mis hijos postadolescentes y a mis estudiantes, el libro me llevó a otro lado: a entender lo que había sido el tránsito de mi infancia a la adolescencia hasta los momentos previos a irme a estudiar la universidad en la ciudad de México. Fue hasta un segundo momento –cuando mi sensibilidad se había despertado y dirigido a ciertos rincones de mi propia introspección, para revelarme un ángulo inédito hasta ese momento para acceder y comprender mi propia experiencia de vida– que pude comenzar a sentir a mis hijos y a muchos de mis alumnos y exalumnos de una manera que me pareció más cercana (y por tanto más real) de lo que para ellos ha sido dejar de ser niños y comenzar una vida encaminada a convertirse en adultos.

Por decirlo de alguna manera: lo que encontré en la historia de Karim fue un reflejo de mi experiencia de crecer, mi ingreso a la adolescencia y, dentro de ello, la importancia que tuvo para mí encontrar historias que me dijeran quién era yo, qué se sentía ser un adolescente en una provincia de México a principios de la década de los setenta, y de todo aquello que para mí era importante a partir de las historias que buscaban y me revelaban más sentidos de mi yo, de lo que sería mi vida en el futuro –un futuro que me confrontaba porque se corría el riesgo de madurar, de ser adulto.

Recordé mi infancia y la importancia que tuvieron para mí las historias que veía en la televisión, en las revistas infantiles y juveniles de la época, las canciones que se escuchaban en la radio y en los tocadiscos de mi casa. Todo ello era más interesante y más cercano a mí que todo aquello que me decían en la escuela, que no sólo me parecía aburrido sino lejano y totalmente desdibujado; hacía referencia a un mundo pálido, viejo y acartonado. Era como ser un espectro, un ser sin vida que erraba por la casa de mis padres y por las calles de la ciudad.

Recordé que cuando abandonaba la infancia, me encontré con la música de los Beatles y, gracias a ello, se me reveló un mundo nuevo. Fue como un despertar. Sentí que cobraba vida y entusiasmo, me interesó avanzar hacia un destino futuro. Conocí la inquietud y la vitalidad, la voluntad de buscar una identidad; desvelé una forma de explorar, entender y habitar el mundo, de construir un espacio y un tiempo propio de vida. Como lo expresa Kureishi cuando habla de su experiencia infantil con los Beatles, para mí cada gesto, cada guiño, cada palabra, cada sentimiento e idea que provenían de su música y de su imagen, eran parte una cultura que estaba inventándose y de la que yo quería ser parte. Para mí, “descubrir” a los Beatles me permitió experimentar lo que plantea George Steiner en su libro, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento: lo que sentí y pensé a partir de la música y la cultura de los Beatles me permitió “hacerme presente a mí mismo” y desde entonces mi pensamiento fue mi “posesión más segura”.

Pero había en mi experiencia con los Beatles algo más amplio. Al leer novelas de Kureishi, como, El buda de los suburbios, Intimidad o El regalo de Gabriel, me hace eco aquello que expresó Eric Hobsbabwm (en su libro Un tiempo de rupturas) sobre las transformaciones de la cultura en el siglo XX que, a diferencia de la cultura del siglo XIX, a partir de la segunda mitad del siglo XX la cultura era la de hombres y mujeres occidentales “comunes y corrientes”, quienes fueron testigos y testimonio de cómo se derribaron los límites y las fronteras de la cultura tradicional cuando la cultura se acercó a la vida cotidiana y fue experiencia ordinaria para la mayoría.

Cuando descubrí a los Beatles me sucedió algo similar de aquello que Kureishi comenta sobre la reacción de los jóvenes ingleses después de ver la película La noche de un día difícil, ya que después de haberla visto, “no sabíamos qué hacer con nosotros mismos, a dónde ir, cómo exorcizar la pasión que habían despertado”. En mi caso, no saber qué hacer con la pasión que me habían despertado era un tanto complicado y difícil, porque los “descubrí” cuando el grupo se había separado, y ello me llevo a actuar como un fan de la era postBeatle que ha de encontrar otra forma de hacer propia la música y la cultura que habían construido, a diferencia de quienes habían crecido con su música. Por un lado, compré y escuché toda su discografía disponible, y leí todo lo que encontré de libros y revistas que vendían en puestos de revistas de mi ciudad. Por otro lado, comencé a buscar todo aquello que los Beatles habían mencionado que los había influido para escribir sus canciones: música, culturas, religiones, libros, artistas, poesía. Los Beatles me llevaron a encontrar mundos insospechados para un adolescente provinciano a través de aquellas historias que me hablaban de otras formas de ser, de un horizonte posible por alcanzar a través de sus historias y la manera como las podía integrar a mi vida, de mi proyecto de vida personal.

Y eso fue sólo el inicio. En un primer momento empecé a descubrir un mundo nuevo, no sólo en la música, sino en libros y en el cine. Al preguntarme por el momento que estaba viviendo mi generación cuando el movimiento juvenil de los sesenta parecía ya cosa del pasado, me enteré que los Beatles habían sido parte de una constelación mayor que varios llamaron Movimiento de la Contracultura (y leer sobre Contracultura me llevó a buscar otros libros). Comencé buscando autores que habían influido a los jóvenes de los sesenta, principalmente aquellos que pertenecían a tradiciones literarias, como el caso de los poetas norteamericanos con Walt Whitman a la cabeza, y que se prolongaba hasta Bob Dylan, atravesaba a poetas y escritores de la generación Beat como Allen Ginsberg, Gary Snyder, Jack Kerouac, y desde ellos hice un tránsito hacia algunos poetas románticos ingleses que me deslumbraron como William Blake, William Wordsworth, John Keats. Al mismo tiempo descubrí a la poesía japonesa, en particular el haiku. Busqué información sobre el budismo zen, el surrealismo, el hinduísmo, la psicodelia, el taoísmo, primero en librerías de la ciudad y en la biblioteca de mi padre, después en la biblioteca de la universidad y en las librerías de la ciudad de México. En paralelo, encontré el rock progresivo, sobre todo el inglés primero, y el italiano después, música que para mí se trataba de exploraciones virtuosas de mundos de imaginación sobre los que nadie me había hablado y cuyos efectos en mí eran fuertes, similares a lo que sucedió cuando fui al cine a ver películas como 2001 Odisea del Espacio o La Naranja Mecánica.

Al leer a Kureishi comprendí que siendo joven pude comenzar a ser consciente de mí mismo y de mi entorno a través de un pensamiento que me despertó y me lleno de vitalidad, y ello fue en gran parte por obras con diferentes historias que me interpelaban como joven, y que provenían de otros lados del mundo y de distintas épocas. También comprendí que fue a partir de esas historias que pude romper el cerco de indiferencia hacia la cultura de mi país, porque la mayoría de las familias de mi ciudad estaban más interesadas en sentirse algo que nunca habían sido y que la televisión les vendía y les vendía muy bien: ser cosmopolitas ingresando al American way of life como único destino posible deseable. Entendí que al acercarme a la cultura mexicana pude hacer presente mi país a mi pensamiento, porque fue cuando México fue para mí una posesión segura de mi pensamiento.

Comenzar a leer la poesía (y la literatura que encontré a partir del movimiento de la Contracultura) me llevó de continuo a preguntarme sobre mi presente como joven y preguntarme sobre lo que estábamos viviendo, y abrió una nueva esfera de exploración, principalmente cuando ingresé a la universidad y comencé a leer literatura mexicana y latinoamericana. Mi ingreso a la literatura mexicana fue tardía, y tuve la suerte de tener un maestro en la preparatoria que me acercó a autores como García Márquez, a San Juan de la Cruz, Ernesto Cardenal, Miguel Hernández, Juan Rulfo, Carlos Fuentes. Cuando llegué a la universidad, el mundo literario de Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Jorge Luis Borges se unía a la obra de Xavier Villaurrutia, Elías Nandino, Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo y otros más.

Cuenta Kureishi, en su libro Soñar y contar, que comenzó a escribir a los quince años porque lo que le enseñaban en la escuela era “tedioso y sin importancia”, es decir, “parecía que unos tontos me estaban embutiendo lo que no quería. No lograba convertir la información en parte de mí mismo: tenía qué mantenerla a distancia, como una comida desagradable.” En cambio,  la escritura era “un modo activo de tomar posesión del mundo” y a partir de entonces, escribir “se convirtió en una manera de procesar, de ordenar lo que parecía un caos”. Las razones que señala Kureishi de por qué comenzó a escribir son paralelas a muchos artistas y escritores, como Kiko Amat y Nick Hornby, por mencionar sólo algunos en tónica paralelas a ciertas exploraciones de Kureishi, que han expresado ideas similares: crear y hacer cultura era una forma de reaccionar a un mundo muerto, una vía para vivificar la vida y renacer en ella.

Para mí fue claro al leer El buda de los suburbios, porque pude ver con claridad que siendo niño y adolescente nada de lo que me decían en la escuela era importante, y sólo cuando llegué a la música y al mundo que encontré a partir de ella, comencé a encontrarme a mí mismo. Al concluir el libro de Kureishi me pregunté: ¿por qué nadie me lo había platicado así para poder entenderme? ¿Por qué nadie de mi país me lo ha platicado de esta manera para entender lo que sucedió conmigo? ¿Por qué la obra de Kureishi me lo permite?

La respuesta que me di fue que sus historias dan cuenta no sólo de las preguntas que se ha hecho sobre la vida y de sí mismo, sino de cómo ordenó el caos de su condición de vida para darle un rostro e ir comprendiendo su confusa identidad personal (es decir, la compleja y tensa relación entre su identidad histórica, social y cultural), y que esto fue posible cuando comenzó a integrar las distintas esferas que componen su origen (es hijo de madre inglesa y padre paquistaní), rompiendo con la estrechez de miradas de la mayoría de las historias que le decían lo que debía sentir, pensar y hacer por ser un inglés. Entonces recuperó las otras historias, las de todos sus orígenes históricos y culturales, para “encontrar mi lugar en el mundo y que me daban un sentido del pasado que formaba parte de mi vida en el presente y en el futuro”.

Siendo un adolescente setentero y de una provincia de México, era claro que no era inglés, ni hijo de una madre inglesa y de un padre paquistaní, pero sí era un hijo de una familia que parecía vivir una ruptura radical en la cultura que me colocaba en un mundo muy diferente al de mis padres y al de mis hermanos mayores. Teníamos el mismo origen y vivíamos el mismo mundo, pero había un abismo. No lo sabíamos y no teníamos idea de a dónde nos llevaría eso. En su libro Guerra y paz en el siglo XXI, Eric Hobsbawm comenta que a mediados del siglo XX se ingresó a una nueva etapa de la historia universal, el fin de algo que se había conocido desde la invención de la agricultura, y que con el ingreso al siglo XXI la ruptura no sólo era ya evidente, sino que había otras súbitas rupturas con el pasado inmediato y, por consecuencia, “no sabemos hacia dónde nos dirigimos”.

Pensando en el caso de Kureishi me pregunté: ¿no fue eso lo que viví cuando mi vida corría en paralelo con un cambio de cultura en mi país y en mi ciudad, un cambio que se daba en todo el mundo y que nos enfrentaba a una condición inédita, que era la de construirnos con miradas y relatos de otras partes del mundo para poder ordenar el caos, darle sentido a la pertenencia, a mi pasado familiar y a mi presente histórico? ¿Mi vida no ha sido aquella apuesta, como cuando el joven protagonista de El regalo de Gabriel expresó que su expectativa de futuro era que su trabajo y su vida fueran la misma cosa?

Pero, y reconociendo que vivimos en  un tiempo curvo (es decir, que se viven condiciones paralelas pero diferentes a cuando fui adolescente), ¿no es lo que estamos viviendo de unos años a la fecha en todo el mundo? ¿No ha sido el entorno bajo el cual han crecido mis hijos, mis alumnos? Y entonces, ¿qué papel ha jugado la cultura en su experiencia del crecer? ¿Qué sujetos sociales e históricos está forjando esa cultura mundo? ¿Quién está contando las historias a partir de las cuales hacen suyo su propio pensamiento y pueden comenzar a poner orden a su vida y otorgarle un sentido de pertenencia al pasado y al futuro?

En el comentario de Hobsbawm de que con los cambios en la cultura no sabemos a dónde nos dirigimos, habría que tener en cuenta que una posibilidad –en el presente o en el futuro, cuando se pueda asimilar lo que hoy estamos viviendo– es que las historias que nos estamos contando serán fundamentales para muchas culturas, pero sobre todo para los que hoy son adolescentes y para quienes están transitando por alguna etapa de la juventud. Pensando en lo que ha estado sucediendo con ellos, ¿qué importancia tiene apostarle a la creación de cultura en nuestro país y al diálogo con la producción de cultura de otros lugares del mundo? ¿Qué riesgos tendríamos como país si dejamos de apostarle a la creación cultural y al acercamiento a las culturas del mundo?

Y si quienes apoyan o promueven tienen dudas, o han llegado a pensar que no han sido importantes desde la segunda mitad del siglo XX, ¿hemos de esperar a que se les ocurra que se cuenten las historias que los niños y jóvenes necesitan para ocupar su pensamiento y su lugar en el tránsito de civilización que hoy nos ocupa a todos? ¿Hemos de esperar a que alguien escriba las historias que les digan lo que están viviendo, que son parte de ello, y no discursos e imágenes distantes y sin sentido que los engaña y los hace más distante del mundo, de la vida?

Mi experiencia me dice, y lo veo por el regalo que me dio Hanif con sus libros, que la cultura es muy importante: nos construye y nos permite habitarnos y habitar nuestro tiempo, como individuos y como grupo. La ausencia de cultura nos pierde y nos coloca en condición fantasmal, espectral. Y, en lo personal, mi experiencia me dice que debo apostarle a la gestión de la cultura: acompañar a los jóvenes a que cuenten sus historias y tomen posesión de su vida, de sus sueños, de su futuro.

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Publicado en colaboración con La trampa del bulevar

Una primera versión de este texto apareció en www.mexicanculturalcentre.com el 7 de octubre de 2013.

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