viernes. 19.04.2024
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EL DICCIONARIO BIOGRÁFICO DEL FRACASO LITERARIO (11)

Lamotte Fouquet

C.D. Rose (Traducción de José Luis Justes Amador)

Lamotte Fouquet

¿Qué leemos cuando leemos una traducción? Sea lo que sea, una traducción es cualquier cosa menos las palabras puras y sin mediar del libro original del autor, por mucho que el lector quiera creerlo así. Tomemos por ejemplo la traducción de Nabokov de Un héroe de nuestro tiempo, de Lemortov. Con una introducción polémica y unas notas a pie de página no menos entretenidas que el texto mismo (sólo las notas son casi quince páginas e interrumpen el texto constantemente), Nabokov se refiere a los traductores anteriores del libro, nos informa sobre la cuestión judía en el Cáucaso de principios del siglo XIX, nos habla de la producción de miel y de los distintos tipos de bebidas alcohólicas de la región, nos entrega un pequeño ensayo sobre la diferencia entre la acacia blanca y su correspondiente americana, nos cuenta la historias de la publicación y recepción de las obras de Byron en Rusia y lanza unos cuantos ataques vitriólicos a Honoré de Balzac, además de mantener un comentario continuo al texto en sí mismo (y, de vez en cuando, va afirmando lo que le parece que es basura).

Sin la traducción, sin embargo, no hace falta decir que seríamos más pobres. Los angloparlantes no tendrían a Bolaño, a Borges, a Calvino, a Kharms o a Gogol. Los lectores de otras lenguas no tendrían a Joyce. Y aun así, el acto de traducir está lleno de abismos.

Tomemos por ejemplo el caso de LaMotte Fouquet (1908-1922, y a quien no hay que confundir con el Barón Friedich LaMotte Fouqué, el escritor romántico alemán del siglo diecinueve). A pesar de su nombre era inglés, aunque había nacido en una casa poliglota (su madre sueca, su padre franco-polaco, su hermano armenio), lo que significa que hablaba ocho lenguas con fluencia a los cinco años, descontando su entendimiento razonable del sánscrito.

Su padre había amasado una fortuna con la manufactura de envoltorios para perfumes. Por eso Fouquet creció al mismo tiempo libresco y empresario, pasando la mayor parte de sus días fugado de la escuela y escondido en la vasta biblioteca de la familia. Ahí descubrió muchas de las grandes obras, las conocidas y las desconocidas, las que tuvieron éxito y las que no. Incluso, siendo un adolescente soñó con llevar a un público mayor obras como El Cristo de los campos de maíz (un manuscrito ruso que su padre había adquirido a unos mercaderes kazakos a cambio de una botella de brandy de ciruela), Here Are the Young Men (un manuscrito mecanografiado que compró en un bazar en Reading), Murderer´s Wink (una obra de género que había encontrado, bastante manchada, bajo la cama de su madre) o un poema épico beat In the scarlet bathtub. Sin embargo, decidió que sería un cuento apenas conocido “Las piernas de la viuda” (de un  tal Ivan Yevachev,  de quien LaMotte no pudo encontrar nada de información) era el relato en el que practicaría su genio.

Habiendo leído y releído la historia cientos de veces, se sentó con un diccionario de ruso (que era, en realidad, superfluo) y comenzó a trabajar en su versión. Cuanto más se involucraba con el texto, más se percataba de que la razón por la que ese cuento no había tenido tanta atención. Al leerlo cuidadosamente (y traducir un texto es de hecho una lectura cuidadosa), el estilo le llamó la atención por lleno de lugares comunes y desgastado, su rango de referencia y de alusiones estaba limitado claramente por alguien que apenas tenía conocimiento o experiencia del mundo y los personajes le parecieron apenas logrados. Y, a pesar de todo, Fouquet comenzó (en cierto modo como Nabokov) a enmendar el texto. Al principio, simplemente, embelleció el estilo de Yevachev aquí y allá, diciéndose que ya que el original era tan poco conocido, nadie se percataría de sus adiciones (o mejoras, como él pensaba). Después comenzó a ampliar el rango de la obra con notas a pie de página, incluyendo comentarios sobre el que él suponía que era el origen del cuento (inventando una historia bastante larga sobre la viuda del título, suponiendo que era una temprana obsesión erótica de Yevachev). A cada elección que hacía como traductor le añadía una larguísima digresión, dando lugar a comentarios sobre la frustrante, para un traductor al menos, falta de artículos en ruso, o a un fascinante ensayo sobre el lenguaje callejero de la Moscú de los primeros años soviéticos.

Seis años más tarde, Fouquet había creado una obra que no se parecía en nada al texto original, del que no era ni siquiera una versión o, como se dice últimamente, una “reimaginación”, de “Las piernas de la viuda”, sino una obra totalmente nueva. Una obra en la que había también interpretado liberalmente el título, que pasó a ser “Los miembros inferiores de una señora mayor sin marido”.

Al no encontrar editor para su obra, utilizó lo que le quedaba de su herencia para imprimir él mismo unas cuantas copias. No se vendió ninguna. (Y, en un curioso giro del destino, su padre, sin saberlo, compró toda la edición, la mandó hacer pasta de papel y la recicló para los envoltorios de los perfumes.)

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