viernes. 19.04.2024
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Gloriosos perdedores

Pablo Serrano

Gloriosos perdedores

Tras perder ante Alemania por penaltis en las semifinales del Mundial de Italia 90, Gary Lineker pronunció una de las frases más memorables del deporte: "El fútbol es un juego simple: veintidós hombres corren detrás de un balón durante noventa minutos y, al final, los alemanes ganan". Casi un dogma futbolero. Los holandeses pueden dar fe de ello. Cuando, en la final del Mundial del 74 estas selecciones se enfrentaron, los neerlandeses llegaban siendo los consentidos de la afición no germana y avalados como amplios favoritos por la prensa especializada. Los comentaristas no escatimaban elogios hacia La Naranja Mecánica y les auguraban una segura victoria pues eran, a decir de muchos, los más reatas.

Tales elogios no resultan descabellados si tomamos en cuenta que Holanda llegó a la final invicta, aplastando a los argentinos con un contundente 4-0 y, con la mano en la cintura, venciendo 2-0 a charrúas y cariocas. Johan Cruyff era indudablemente el mejor jugador del mundo y lo hacía patente partido tras partido, dirigiendo magistralmente las acciones de cada encuentro, sacando de la chistera una genialidad tras otra y apareciendo como fantasma por zonas en las que tradicionalmente un jugador de su posición no debería estar.

Esta manera descarada de andar por el campo no era exclusiva del mítico 14: uno de los principios del Futbol Total era precisamente que los jugadores no tenían posiciones fijas, todo giraba alrededor de la rotación y la flexibilidad, de ocupar los espacios restringiendo el movimiento del balón cuando estaba en posesión del cuadro rival, marcando zonas en vez de hombres y desplegando casi todo el equipo al momento de atacar. Esto determinaba que en algún momento del partido un defensa presionara la salida del rival, o que un delantero hiciera las veces de defensa central. El concepto, completamente vanguardista, se traducía a nivel de cancha en un estilo de juego fresco y desenfadado que apabullaba rivales y fascinaba espectadores.

Alemania, por su parte, llegaba herida y trastabillando, mientras los holandeses se mostraban como una máquina de avanzada en perfecto estado. La cosa no carburaba bien en el campamento de los anfitriones: habían llegado a la final sin convencer, con el orgullo herido después de la derrota que sus hermanos socialistas les propinaran en la primera ronda. La única forma de redimirse era ganando un mundial que, por obligación, y si la historia les hacía justicia, debía ser suyo después de algunos dolorosos fracasos, primero perdiendo la final de Inglaterra 66 en tiempo suplementario (recibiendo un gol fantasma de Geoff Hurst) y cuatro años más tarde, quedando fuera de la final en México 70 a pesar de haber disputado “El Partido del Siglo”.

El encontronazo final escenificó una de las batallas más longevas de la humanidad, lo nuevo contra lo viejo. Los holandeses jóvenes, descarados y despreocupados representaban la vanguardia, la rebelión contra las viejas formas, el rompimiento con los padres; eran modernos, el estilo contaba y su andar elegante en el campo daba fe de ello. Los alemanes, más experimentados y cautos, anclados en la tradición, daban la cara como los guardianes de las viejas formas; para ellos todo se trataba de respeto y orgullo que se ganaba, como habrán de decir muchos viejos, con sudor, trabajo duro y plantando la frente en alto. El estilo era un lujo innecesario.

El marcador se abrió al minuto 2 cuando, tras una genialidad absoluta, Cruyff fue derribado dentro el área. Neeskens se encargó de hacer efectivo el penal. Holanda se encaminaba hacia lo que parecía una victoria segura cuando, traicionando su estilo de juego y utilizando una artimaña más propia de italianos, decidieron replegarse para defender el marcador. Los germanos, históricamente acostumbrados a superar escollos y fieles a su filosofía de resolver las cosas echándole huevos, lograron igualar al minuto 25. Breitner marcó el empate también por la vía del penal. Ya en el minuto 43 Gerd Müller le puso números definitivos al encuentro. Alemania, contra todos los pronósticos, se coronaba campeón del mundo.

Dice Juan Villoro que “el drama futbolístico de Holanda estriba en carecer de drama, a sus futbolistas les falta una dosis de dolor para ganar partidos.” Y añade: “el hombre canta ópera o rompe récords porque le pasó algo horrendo”. Resulta difícil imaginar a estos holandeses sufriendo por algo, mientras bebían buen vino en las concentraciones en compañía de sus novias o esposas, quienes daban a luz niños rubios y rechonchos que habrían de crecer en una sociedad donde la bonanza económica, social y cultural ya llevaba años siendo una constante. Estos alemanes en cambio aún tenían abiertas las heridas de dos guerras, un pueblo traumado y vapuleado, y el recuerdo amargo de aquellas derrotas sufridas en los dos mundiales anteriores. Sus credenciales en materia de horror y decepción estaban más que avaladas y una victoria por más ínfima que fuera representaba una anhelada alegría y una imperiosa necesidad de volverse a sentir orgullosos de ser alemanes.

Paradójicamente, aquel 7 de julio de 1974 ambos equipos se alzaron con una victoria y sufrieron una derrota. Holanda tuvo que perder la final para forjar su leyenda, al no vivir a sus expectativas, su revolucionario y vistoso estilo de juego convirtió a La Naranja Mecánica en uno de los pocos segundos lugares más recordados que los campeones. Con los alemanes la cosa funciona a la inversa: mientras que ellos pueden presumir haberse coronado campeones, la historia recuerda a sus rivales naranja como los protagonistas de aquel mundial. El trofeo es su gloria, el olvido su descalabro. Quiso el destino que ambos perdieran, unos un partido que tenían ganado antes de jugarlo, otros el recuerdo del que son merecedores, convirtiendo a ambos, en gloriosos perdedores.

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Pablo Serrano (Lagos de Moreno, Jalisco, 1982) es un narrador callejero, loco del futbol y de lo cutre, la serie B y la televisión. Escribió brevemente una columna cultural para El Heraldo de León. Este texto fue originalmente publicado en el fanzine La Trampa del Bulevar No. 3.

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