viernes. 19.04.2024
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Del magisterio de las caricaturas

Andrés Baldíos

Del magisterio de las caricaturas

De niños muchos creíamos que, en el cine, las caricaturas en realidad eran actores animados que actuaban para nosotros en un escenario plano, un escenario donde se proyectaban los fondos, los paisajes, los efectos especiales, todo lo necesario para que los actores pudiesen ejercer lo que más nos hacía felices. Esto significaba que las caricaturas eran totalmente reales. Nuestra escuela de actuación era imitar a las caricaturas: gesticular sus expresiones, emplear sus bromas, copiar sus chuscadas, hacer todo cuando pudiéramos que ellos hacían con extrema facilidad.

De niños, muchos creíamos que había una escuela especializada en la creación de caricaturas. Existían los caricaturistas formales, capaces de crear, transformar y dibujar nuestras series favoritas en televisión. Esas caricaturas se movían de tal manera que reconocíamos que se trataban exclusivamente de caricaturas. Sus detalles eran demasiado acelerados y multiformes como para que un ser humano pudiese hacerlos.

A pesar de que nuestra imaginación infantil no pretendía la existencia de algún límite, teníamos una particular lógica para mirar la fantasía en el contexto adecuado. Después de todo, los mundos fantásticos también requieren de reglas para validar su magia y conmemorar su espectáculo. Las caricaturas de la televisión, programada y organizada en episodios frescos, mostraban seres exagerados que nos brindaban la ilusión de la creación, la influencia ideal para que pudiésemos alocarnos al por mayor y divertirnos en grande, ya fuese con nosotros mismos o con nuestros respectivos juguetes. Estábamos conscientes de que los personajes de la programación cotidiana eran puramente ficticios. Era a partir de ellos que reconocíamos lo extraído de la imaginación y que se podía explotar con la disposición de los juguetes, los moldes de plastilina, las figuras de acción o los juegos de patio, de barrio y de mesa.

Pero las películas eran la gran excepción a nuestra lógica. Tenían una animación distinta, lo suficientemente real como para negar el hecho de que eran nada menos que actores interpretando otros niveles de dramaturgia.

Así pues, las películas eran un evento especial. Los personajes se movían de otra forma, se expresaban en tonos de realidad mucho más fuertes y los escenarios estaban tan bien elaborados que creíamos que se trataba de una verdadera profesión. Esto combinado con la experiencia de tener que esperar cierto tiempo para sentarse a contemplar una historia que duraba más tiempo, expandiéndose y fluyendo en formas muy distintas; el entrar a la sala de cine y alistarse para una total concentración hacia la pantalla. Con la programación diaria podíamos jugar mientras veíamos las caricaturas. En tanto que en las películas debíamos prestar total atención en los más ínfimos detalles de la trama. Realmente creíamos que podíamos, en algún punto de nuestras vidas, transformarnos en caricaturas profesionales, que podíamos seguir una escuela de actuación tan exaltada al punto de convertirnos en un dibujo animado. Un sueño excepcional que podía ser posible con trabajo y esfuerzo. Era todo cuestión de horas interminables de práctica, de concentrar nuestros músculos, nuestro cuerpo y mente para acelerar nuestros sentidos y aprender a controlarlos, y así, en algún punto del trayecto, comenzáramos a cambiar. Primero a transparentarnos, a delinearnos de otra forma, a ser dibujados por alguna especie de abstracción que nos borraría la piel y la supliría por una más resistente: la piel de la caricatura es la piel de la inmortalidad, de la eterna juventud, la confirmación de que uno podrá jugar para siempre.

Así pues, sabíamos que los villanos de las películas no eran más que actores y que, en realidad, podíamos permitirnos aspirar a ser como ellos también, al menos tener su porte, sus tonos de voz, el cierto atractivo y misterio de sus rostros, muletillas, gestos, exageraciones, movimientos, todo, todo. Mientras nuestros padres se preocupaban por nuestra secreta admiración hacia los villanos y notaban que nuestra “hiperactividad” contenía ciertos rasgos de esos personajes (que los hacía desgastarse buscando al psicólogo indicado), nosotros jugábamos conscientes de nuestra escuela dramatúrgica. Sabíamos mucho más que ellos. Éramos niños haciendo de héroes y villanos, montando y desmontando obras, corrigiendo y aumentando las historias que nos inspiraban a crear. En efecto, El Rey León era nuestro Hamlet y Disney nuestro Shakespeare, Chihiro era nuestra Alicia y Miyazaki nuestro Carroll, y los intérpretes eran nuestros más grandes ídolos de vida. Seguramente el actor que interpretaba a Scar era el mismo que interpretaba al profesor Ratigan en Policías y Ratones; seguramente Dimitri y Anya de Anastasia eran también Eric y Ariel de La Sirenita, todo dependiendo de la situación, el guión, la historia, las circunstancias, la magia adaptándose al porvenir de nuestras ilusiones. Pero la preparación era tal en cada uno de los intérpretes que, en efecto, la palabra «camaleónico» cobraba su verdadero significado.

Nuestra escuela de actuación fueron las caricaturas, y realmente (¡realmente!) creíamos que, una vez acabada la función en el cine, podíamos pedirles a nuestros padres que nos adelantáramos a la salida, para alistar nuestras plumas y papeles donde nuestros ídolos nos firmarían autógrafos o nos aconsejarían cualquier cosa con magníficas gesticulaciones.

Vasta es la decepción cuando crecemos para darnos cuenta de que estamos obligados a interpretar otras escuelas donde todos parecieran alzar la voz y fingir que son alguien más, con los mismos actos, las mismas líneas, los mismos héroes de un fastidioso antaño, así como los mismos dramas donde la imaginación sólo sirve para una conveniente e institucionalizada ficción.

Nuestra escuela cierra en el momento en que apagamos los juegos y encendemos la obligación de crecer para ser repugnantes artistas formales. Habrá quienes nazcan para serlo, pero habrá quienes sigan jugando con el ímpetu que sólo saben ejercer nuestras inexistentes caricaturas.

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Andrés Baldíos es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

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