Es lo Cotidiano

El regalo de Eva

María Elisa Aranda Blackaller

El regalo de Eva

Desde que llegó, su mirada se atrajo hacia ella. El ritmo despierto de la música en vivo y los destellos bronceados de su piel morena que titilaban conforme ella sacudía su cuerpo, hacían de la noche un carnaval. Él no toleraba el sonido de las trompetas, le parecía demasiado chillante y por eso solía evadirlo. Pero esa noche ni siquiera lo notó.

Eva Domínguez era mundialmente conocida por su capacidad de despertar alegría hasta en el alma más desdichada. Continuamente, personas en toda clase de sitios le referían corazones oprimidos y mentes aturdidas para que las hiciera zarandearse hasta romper las perturbaciones que las paralizaban. A Francisco lo convenció su madre de que fuera a verla. Habían pasado cuatro años de la muerte de su prometida y él seguía con la mirada nublada y las manos cerradas en puños tímidos y defensivos.

Nadie sabía bien cómo funcionaba su poder curativo, cada vez era diferente. Con algunos había bailado al son de los timbales, con otros había corrido por la playa lanzando gritos de júbilo y con Francisco estaba a punto de intentar algo que nunca había hecho antes.

Francisco caminó hacia ella casi sin parpadear. La esperanza y la sorpresa lo mantuvieron enfocado en el objetivo. Debía llegar hasta ella, presentarse y explicarle que necesitaba recuperar la parte de su vida que se había ido acompañando a la de su amada. No quería dejarla sola, pero era muy complicado seguir con una dosis vital menor de la acostumbrada. Muy dentro de sí, tenía el deseo de que más bien se uniera a esa vida fugada el resto de la que quedaba en su cuerpo. Así podría volver a estar completo y vivir en el más allá al lado de su mujer.  

Eva sintió la presencia de Francisco cuando todavía le faltaban unos diez pasos para ocupar la primera fila de los espectadores que la aplaudían con desbordante emoción. Poco a poco fue disminuyendo la efusividad de sus movimientos y buscó con la mirada a esos ojos que sentía posarse sobre ella con un peso mayor que el de costumbre y una ilusión cándida y silenciosa. Se acercó y lo abrazó. Largamente. Muy, muy largamente. Tanto, que la gente se disipó y la música se olvidó de ellos. Fue un abrazo tan natural que parecían sólo dos figuras de aire común y corriente, meciéndose con tanta suavidad que apenas se percibía un vientecito minúsculo. 

Francisco suspiró. Eva estaba llorando. Francisco sintió las lágrimas y las dejó correr por su piel y secarse en su camisa. Eva intentó respirar el aire que salía de la boca de Francisco. Francisco abrió los ojos despacio. Eva lo sintió y se apartó de él lentamente, mirándolo con curiosidad. Francisco no sonrió, ella sí. 

El hombre se fue, tranquilo, impávido. Eva lo siguió y ya en la calle le preguntó por qué había ido a verla. Él le contó la historia y le reveló que secretamente deseaba ya poder irse de esta vida que le había quedado minusválida. Eva lo miró con tristeza y le pidió que la dejara intentar alegrarlo durante un mes. Ella se haría cargo de todo. Si no lo conseguía, ella misma lo ayudaría a buscar una forma de terminar su vida apaciblemente. Él abrió los ojos como hacía mucho que no lo hacía y sonrió. ¿Lo harías? Sí. Y aceptó. 

La primera semana transcurrió muy torpemente. Eva apenas conocía a Francisco y él no le facilitaba la tarea. Ninguna convención funcionaba con él. Ni el fútbol, ni la cerveza, ni los autos veloces, ni el sexo. Tampoco los libros, ni la naturaleza, ni la música clásica. Mucho menos el rock pesado y las apuestas.

La segunda semana fue peor. Francisco se mostraba algo fastidiado con el arreglo. No lo rompió porque no acostumbraba tirar nada por la borda sin antes asegurarse de que no había qué rescatar de ahí. 

Para la tercera semana, Eva había perdido la energía y se había convertido en una compañía silenciosa y apagada. No sonreía y el ritmo vibrante que normalmente acompañaba su caminar se había convertido en el ritmo de un tic tac en espera de la hora final. Fue la semana perfecta. Francisco por fin se sintió acompañado. Por primera vez en muchos años, alguien cercano a él se veía como él y se sentía en la misma frecuencia. Eva lo había conseguido. Él no tardó ni lo que restaba del mes en proponerle que siguieran juntos para siempre. No era un matrimonio ni nada parecido, era simplemente una complicidad de por vida. A cambio, le ofrecía abrazarla durante la noche. Esa condición fue definitiva para que Eva aceptara. 

La primera mañana que siguió al acuerdo, Eva amaneció dormida, para siempre. Su vida se había transferido a Francisco. Él no podía darse el lujo de perderla esta vez. No le pertenecía, era un obsequio. Por el resto de sus suspiros, tendría a Eva consigo y a sí mismo con su enamorada. Ni siquiera pudo llorar la pérdida porque sabía que se trataba de una ganancia, y llorar sería como menospreciar tal regalo. Experimentaba la intimidad de habitar una vida ajena dentro de su cuerpo y había una belleza inmensa en ello. 

Eva no habría podido dejarlo que se fuera llevando consigo una parte suya para luego deambular como viuda el resto de su vida.

Debía asegurarse de que él la tuviera completa. 

***

María Elisa Aranda Blackaller (León, Guanajuato, 1984) comenzó a escribir recurrentemente cuando tenía 17 años. Encontró en las letras un mundo creativo y expansivo que la invitó a la exploración. Desde entonces ha navegado entre cuentos, ensayos y haikus.

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