Es lo Cotidiano

DISFRUTES COTIDIANOS

La bruja

Fernando Cuevas de la Garza

Aquelarre moral

Vivir constantemente bajo el manto de la culpa, adquirida por el simple hecho de nacer como ser humano, puede generar un caldo de cultivo para que el mal, con todo y su angustiante abstracción, se anide en forma permanente cual orientador de conductas no deseadas. El fanatismo religioso opera en contra: en lugar de acercarnos a la divinidad cuyo conducto es el amor al prójimo, nos coloca en la posición de acusar al de junto a partir de los propios prejuicios y orientarnos, en consecuencia, hacia el destino contrario.

Si la existencia se entiende a partir de ciertas ideas religiosas que conciben a Dios como una entidad vigilante y castigadora, prácticamente todas las acciones y situaciones se convierten en motivo de pecado, explicadas por la presencia y manipulación del maligno, así que las personas se reducen a marionetas que actúan por designios más allá de su responsabilidad, y el asunto se trata solamente de resistir las tentaciones, aunque ya de entrada sean templos pecaminosos.

En lo profundo del bosque

Dirigida y escrita en inquietante tono austero y contenido por David Eggers (cortos Hansel y Gretel, 2007; El corazón cuentacuentos, 2008), La bruja (The Witch, A New England Folktale, EU-Canadá-RU-Brasil, 2015) es un relato que se inserta en la tradición del género de horror, pero con miras a nutrirlo desde una perspectiva histórico-social con resonancias actuales, y a partir de una profundización en las racionalidades de sus personajes, dominados por una apabullante ideología religiosa. No es un miedo de sobresaltos, sino de angustias existenciales.

En la Nueva Inglaterra de 1630 una familia de puritanismo extremo, si cabe, termina expulsada de su comunidad por diferencias religiosas; se instala a orillas de un bosque, cual espacio representativo de los embates hacia sus creencias y explicaciones que pronto dejan de alcanzar para justificar los eventos desafortunados. De la difícil condición de migrantes, los padres y sus cinco hijos ahora se convierten en exiliados, buscando asentarse y encontrar cierta paz en territorio de salvaje sobrenaturalidad.

Pero las dificultades se presentan de inmediato: el recién nacido desaparece, mientras estaba al cuidado de su hermana mayor aún adolescente (Anya Taylor-Joy, ambigua), a manos de una siniestra entidad femenina. La pérdida sume en la depresión a la madre (Kate Dickie, desolada) y las tensiones van creciendo, reforzadas por una mala cosecha, la puesta de trampas para animales que no funcionan, con todo y la liebre escapista, y la aparición de mentiras piadosas que suelta el creyente padre (Ralph Ineson, atribulado) para no complicar más la situación.

En tanto, los pequeños gemelos (Ellie Grainger y Lucas Dawson) canturrean y hacen travesuras en compañía del macho cabrío negro Black Phillip, y el otro hijo en plena pubertad (Harvey Scrimshaw), empieza a cuestionarse los designios divinos y a convertirse en el apoyo del rol del proveedor, sobre todo ahora que los alimentos escasean y el jefe de la familia está cada vez más atribulado. De manera simultánea, el naciente deseo sexual experimentado, asomándose en cada oportunidad, puede convertirse en una trampa o en una mortal liberación.

Si bien la premisa de arranque suena conocida –una familia en medio de la nada acechada por alguna presencia atormentadora-, el desarrollo transita por caminos alejados de cualquier efectismo y, por ende, mucho más inquietante, además del expresivo diseño de producción que nos envuelve en una atmósfera lúgubre, donde no parecen existir alternativas para cambiar el curso de los acontecimientos, ni siquiera en sueños efímeros pronto convertidos en pesadilla tangible.

Un cuento sin moraleja

Los diálogos expresados de acuerdo con el contexto lingüístico de la época brindan a las conversaciones el necesario realismo, en particular cuando surgen las acusaciones mutuas, los reproches y las búsquedas de culpables en el propio seno familiar, contrastando con los momentos de oración comunitaria. El convencido desempeño actoral, incluyendo a los hijos –en quienes recaen sucesos centrales de no fácil interpretación-, redondea la intención de verosimilitud.

La cámara se desplaza con acercamientos paulatinos que parecen introducirse tanto en las razones y motivaciones como en las dudas y angustias; el movimiento inicia con frecuencia a espaldas de los personajes para posarse sin prisa y de frente en los rostros devastados, o bien se aleja para presentar imágenes contextuales que dan cuenta de la difícil circunstancia en la que la familia quedó atrapada. El score de Mark Korven incide en el ánimo con su intensidad percusiva y esas vocalizaciones extáticas que terminan por encontrar la alteración nerviosa pretendida.

El naturalismo como estética narrativa y gráfica remite a encuadres pictóricos con decidida focalización en el contraste y el punto de fuga: aprovechando la luz de las velas y su rango de iluminación, se construyen puestas en escena que contribuyen a la inmersión no sólo en la época, sino en el momento emocional de la familia en pleno derrumbamiento, vinculado a ese maíz podrido o los animales extraviados. Incluso cuando es de día, las tonalidades grises y verdes apagadas acentúan la sensación de absoluto desamparo, sin que se advierta alguna solución factible.

A finales del siglo XVII, en parte causada por la malinterpretación de estas leyendas en las que se basa el filme, cuyas raíces se pueden rastrear en el clásico docudrama La hechicería a través de los siglos (Häxan, Christensen, 1922), y a manera de buscar chivos expiatorios frente a las desgracias comunitarias, se desató la famosa cacería de Brujas en Massachusetts, que tuvo su mayor presencia en Salem, comunidad en la que se anidó una histeria colectiva enraizada en una equivocada religiosidad (cuando a Dios se le usa como pretexto…).

Aquellos juicios se han convertido en toda una alegoría, potenciada por la obra teatral de Arthur Miller inspiradora de los filmes Les sorcières de Salem (Rouleau, 1957) y Las brujas de Salem (Hytner, 1996), por la obra de Nathaniel Hawthorne y por el texto de Shirley Jackson, acerca de la intolerancia y la injusticia que, por lo visto, continúan en la actualidad globalizada, como bien se puede constatar en algunas redes virtuales que gustan del juicio fácil, rápido, lapidario y sin sustento.

Al filme se le ha comparado con la impresionante El listón blanco (Haneke, 2009) por la forma en cómo el mal se va introduciendo casi de manera imperceptible en los vínculos familiares y comunitarios, en contrapunto de la trilogía de Dario Argento (Suspiria, 1976; Inferno, 1980; La madre de las lágrimas, 2007), que apuesta más bien por un tono impresionista con abundancia de hemoglobina. Las tentaciones circundantes, como la de la necesidad de éxito del marido en El bebé de Rosemary (Polanski, 1968), rondan entre los impávidos pinos que saturan el bosque.

Cortar leña como fallida actividad evasiva o despojarse de los ropajes para levantarse sobre la tierra y poder disfrutar de todas las tentaciones propuestas, sin tiempo para plantearse las posibles consecuencias. Regresar a la comunidad sin oportunidad para el orgullo o enfrentar la amenaza de frente, aunque ésta prefiera atacar de manera oblicua, sin previo aviso. La película de horror del año.

[Ir a la portada de Tachas 155]​