martes. 23.04.2024
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Mujer de manos frías

María Elisa Aranda Blackaller

Mujer de manos frías

Me pareció como si apenas hubiéramos llegado cuando ya era hora de llevarla a la central camionera para que se alejara de mí con la deliberación con que acostumbraba hacerlo todo.  Es la fémina más intrigante de las transparentes.  Su voz es como un retazo de gasa, que deja entrever lo que hay debajo, pero lo viste de otro color.  Su cuerpo, envuelto en lujosos trajes sastre, no deja lugar a la vulgaridad, acentúa sus formas femeninas más que cualquier atuendo de burdel.  Es una mujer de vodevil, una hembra frívola y adherente, cínica y adorable.

Desde que nos conocimos, hace tres años, nos vemos cuando anda por el rumbo.  Viaja mucho porque la envían de la compañía donde trabaja a supervisar sesiones fotográficas para la publicidad de la lencería y ropa de cama que venden. Damauve, se llama la compañía. Ella no estudió la carrera, pero desde su preparatoria fue inmiscuyéndose en el mundo del glamour y no ha salido de ahí. ¿Cómo iba a hacerlo?  Ha modelado para marcas de maquillaje que, según sé, son de lo mejor. Toma cursos. Lee revistas de moda. Le gustan las cosas directas y breves. 

Eso me hace preguntarme por qué le gusté.

La compañía para la que yo hago publicidad firmó un contrato de exclusividad con Damauve por un par de meses mientras se consolidaba la imagen de esa empresa en las cinco provincias en que acababa de introducirse. Por eso, todo era Damauve para nosotros; los empleados y directivos de ambas compañías nos relacionamos bastante.  Con ella trabajé en un par de proyectos, como catálogos, afiches y publicidad para revistas. Algo cambió, algo empezó.

Desde el principio me llamó la atención. Es el tipo de mujer que se mece como si al caminar fuera masajeando el suelo con los pies y rompiendo el aire con las caderas. Me atrajo muchísimo su voz, como llena de precaución. No podía entender cómo alguien le haría daño, o pudiera pensar en hacérselo, a una mujer como ella. Yo no me atrevería más que a agradarla, a seducirla, a protegerla. Tiene un juicio tan pesado que una aprobación de su parte podría convencer a San Pedro. Y una reprobación suya me haría completamente inservible el resto de mi vida. ¿Qué digo? Además es delicioso ver su expresión de satisfacción ante cualquier mínimo detalle. Me resulta irresistible complacerla. 

Me tomó algo de tiempo involucrarme con ella como lo estoy ahora. Eso empezó una tarde, mientras hacíamos la selección final de fotos para el catálogo. Estábamos trabajando en la biblioteca pública porque nos había fastidiado tanto movimiento en las oficinas. No hacía frío afuera pero, dentro del inmueble, el aire acondicionado hacía tiritar a todos los que acababan de llegar.  Yo me acostumbré a la temperatura con rapidez, pero a ella se le congelaban las manos y la nariz. Esas manos, esa nariz. El impulso natural me llevó a tomar sus manos para calentarlas entre las mías. Las froté con delicadeza y luego me quedé sosteniéndolas un rato que se hizo más largo de lo que tal vez debía ser. Sus dedos fríos se sentían vivos, tanto que debí entrelazarlos por instinto con los míos.  Sin saber cómo, terminamos tomados de las manos, callados y tranquilos. No me rechazó en absoluto. Al contrario, sentí que ella se aprovechaba de algo más que el calor de mis manos. Era como si le diera una caricia eterna, estática y ella la recibiera abiertamente.  Suspiré. Y fue ahí que soltó una carcajada. Me cohibí, como era natural, y le pregunté si ya no tenía tanto frío, qué tontería. Contestó que sí, pero que el abrazo debería dárselo hasta después, cuando el frío la hiciera temblar. Su coquetería era insólita y fascinante. Ambos sabíamos que no temblaría jamás del frío porque iba suficientemente abrigada como para que sólo sus manos y su cara pudieran resentirlo. 

La mujer es bella, ni qué decir. Tiene unos ojos cargados de agrado, como si todo lo que viera le gustara. Tiene una sonrisa difícil y altiva. Su cara es pálida, así que el maquillaje más discreto es suficiente para acentuar sus facciones. No me atreví a abrazarla esa tarde, pero saber que ella me invitaba a hacerlo alguna vez me dejó extrañamente conforme. Poco a poco fui entendiendo la negativa de sus movimientos y sus expresiones y fui hallando la manera de convencerla de dejarse querer. No usé palabras, porque a una mujer tan inteligente (que también lo es, ni qué decir) no es posible convencerla con argumentos más que cuando se trata de trabajo o matrimonio. Tuve que mostrarle destreza y hacerla completar mis indicios de seducción en su mente, hasta que se acostumbró a ellos. Luego de la inducción, lo hacía todo como suponía que ella lo había imaginado, esperando que hubiera algún factor sorpresa que evitara que se le hiciera completamente predecible. Era un juego divertido y yo me sentía en control. Poco a poco fui convirtiéndome en el que concretaba en la mente los idilios, de los que sólo habíamos vivido el comienzo. Contra mis planes, fui llenándome de ansiedad al saber que ella estaba tranquila con todo y que con una mirada podía congelarme. Yo no tenía ese poder sobre ella: yo sugería y ella tomaba la decisión, cada vez, todas las veces. 

No sé cuántas semanas estuvimos así. Sentía todo el tiempo el capricho de hacerla completamente mía. Me ponía celoso de cualquier otra persona que pudiera verla mientras yo no la veía, o de quien admiraba su espalda mientras ella estaba frente a mí. Me irritaba el hecho de que ella no mostrara inquietud por mí.  Con todo, nuestras conversaciones eran ricas y llenas de información.  Intercambiábamos más opiniones que anécdotas.  Con el paso del tiempo, todo este montaje se volvió muy conflictivo para mí. Tanto jugueteo me desquició. Por tanto afecto físico fue acelerándose el enamoramiento. Aunque logré que se dejara querer, no se sentía desesperada por mí. Yo esperaba eso, porque yo sí me sentía así por ella. 

La veo solo cuando viene por el trabajo.  Me advirtió que no deseaba ser visitada en otro lado y lo he respetado. De ella me gusta todo, excepto su brevedad.

Siempre imaginé que me casaría cuando encontrara una mujer ideal para mí. Tuve un par de novias en la preparatoria y sólo una durante la universidad. Desde entonces no había vuelto a cortejar persistentemente a nadie. Cortejar, qué palabra. Bueno, hubo una mujer que sí logró intrigarme, una con un temperamento muy interesante, lleno de contrastes, pero se fue a trabajar al extranjero antes de que lográramos iniciar algo.  No me he casado y soy amante esporádico de una dama irresistible, cuya trayectoria amorosa desconozco casi por completo.  Podría tener una enfermedad venérea y hacerme cometer la estupidez de darle poca importancia al hecho.  Cuando estoy con ella me siento realizado. No se muestra insensible, pero se conduce con una maestría sorprendente en su frivolidad. Es como si no le afectara demostrar placer y luego tratar fríamente asuntos laborales con la misma persona.  

Y yo me vuelvo loco. Entre una mujer y otra, ojalá no hubiese ninguna. 

Y cuando ella, Damauve –pongámosle el nombre de su empresa, ya qué-, está cerca, me cuesta trabajo concentrarme. Pero se me dificulta tenerla lejos. No puedo dejarla y no puedo exigirle que se dedique sólo a mí. Mucho menos quiero saber que la comparto con alguien más.

Quisiera dejar de pensar. ¿Es posible?

Quisiera dejar de sentir. Mejor ni hago la pregunta.  

He pensado en hablarle de compromiso, pero eso es mala idea. Ella odiaría eso. No me gustaría que decidiera alejarse de mí si se lo propusiera. Pienso hablar de eso un día en la mañana, no luego, luego al despertar, sino ya bañados y con desayuno en el estómago. Quiero plantearle las cosas de alguna manera original, que la divierta y me evite problemas de sobriedad excesiva. Me gustaría hacerlo de modo romántico pero fresco. Puede que me concentre en hallar argumentos que no pueda refutarme. Me gustaría decirle algo como: “Tienes que estar conmigo siempre para que la gente pueda ver que puedo ser completamente feliz cuando estoy con la mujer que amo.” También se me ocurrió: “No creo que tenga sentido volver a estar lejos si el mundo recibe tanta alegría cuando estamos juntos.  Por conciencia social, cásate conmigo.” Luego pensé en algo más breve: “Está por llegar el invierno –si quieres puedo calentar tus manos éste y todos los que vengan-. Cásate conmigo.” Espero que se me ocurra algo mejor. Necesito un punto medio entre mi siempre y su hoy. Algo más democrático y convincente. Quizá mi propuesta sea silenciosa, como a ella le gusta, con tal de que sigamos juntos, como me gusta a mí.

El amor, o como se llame este desacierto, tiene que acabarse para que realmente exista algo. Es mi turno. Espero con ansias el momento de hablar.

***

María Elisa Aranda Blackaller (León, Guanajuato, 1984) comenzó a escribir recurrentemente cuando tenía 17 años. Encontró en las letras un mundo creativo y expansivo que la invitó a la exploración. Desde entonces ha navegado entre cuentos, ensayos y haikus.

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