sábado. 20.04.2024
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La presa, de Kenzaburo Oé

Jaime Panqueva

La presa, de Kenzaburo Oé

Hace unos días se desplegaron en los medios de todo el mundo las imágenes del presidente estadounidense Barack Obama cuando depositaba una corona de flores en el Monumento a la Paz en Hiroshima, el lugar donde el 6 de agosto de 1945 cambió la historia de la humanidad con la detonación de la primera bomba atómica. La figura sobria del mulato, flanqueado por el premier Shinzo Abe, me remitió a la lectura de la novela La presa de Kenzaburo Oé, su ópera prima, un relato desgarradoramente humano de la posguerra japonesa que dio renombre a su creador, quien décadas después, en 1994, obtendría el Premio Nobel.

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se presagia el colapso el Imperio del Sol Naciente, en una aldea perdida en la montaña vive un cazador con sus dos hijos en condiciones muy precarias. La historia, narrada por el mayor de los hermanos en los albores de la adolescencia, se detona cuando un avión del enemigo es derribado cerca de la aldea y el único sobreviviente, un soldado negro, es capturado por los campesinos. Oé enfoca la historia hacia la pérdida de la inocencia y la muerte de la sociedad conocida hasta entonces. La transmutación del soldado, de ser visto como un animal por los niños hasta tornarse en una nueva deidad, que luego cae en desgracia al oponer resistencia a su traslado. La tragedia, apegada a los cánones griegos, finaliza con la mutilación del muchacho y la muerte de los únicos adultos con quienes se ha relacionado el protagonista anónimo. Huérfano de ídolos, curtido por el dolor que ocasionan las muertes violentas y la destrucción del propio cuerpo, el muchacho afirma: “Yo ya no formaba parte de la comunidad infantil: ésta era la idea que ahora me invadía […] esa clase de relaciones con el mundo ya no tenía nada que ver conmigo”.

Oé, nacido en 1935, vive su infancia y adolescencia en ese Japón roto que se levanta nuevamente. La presa es publicada cuando tiene 22 años. Además de las alusiones sexuales de Morro de Liebre, su amigo, y del soldado, sobrecoge la visión pesimista y las descripciones descarnadas. La madurez se asienta en una de las frases finales: “[…] lo que se lee en la cara de un muerto, unas veces la melancolía y otras el esbozo de una sonrisa, había llegado a resultarme tan familiar como a los adultos de la aldea”.

Muchos echaron en falta las disculpas de Obama al pueblo japonés por haber soltado la bomba. “Los países no se disculpan”, adujo luego en una entrevista. La literatura es un excelente lenitivo para el dolor ocasionado por las esperas infructuosas. Oé lo sabe muy bien.

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