viernes. 19.04.2024
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EL DICCIONARIO BIOGRÁFICO DEL FRACASO LITERARIO

Maxwell Loeb

C.D. Rose (Traducción de José Luis Justes Amador)

Maxwell Loeb

Si ustedes observan una fotografía de los Beats, entre los poetas, drogadictos y unos cuantos amigos, en algún lugar detrás de la barba Ginsberg o del sombrero de Burroughs, apoyándose en el hombro de Kerouac o mirando serio a Neal Cassidy, siempre encontraran a alguien que no está identificado en el pie de foto y sobre cuya identidad los críticos y los historiadores nunca se acaban de poner de acuerdo. Esa persona es casi con toda seguridad Maxwell Loeb.

Maxwell (que insistía en que su nombre se pronunciara “loob”, algo que no le ayudó a abrirse puertas) nació en 1928 en amplio departamento del Upper West Side, hijo de una pareja de psicoanalistas (uno freudiano, la otra jungiana). Habiendo pasado sus años escolares sin pena ni gloria, en 1942 intentó alistarse sólo para ser expulsado del edificio por el sargento reclutador entre risas, una experiencia que le marcaría para toda la vida como un ferviente adepto a la contracultura, a cuestionar la autoridad, como un hipster, un hippie.

Estando en Nueva York con veinte años en los cincuenta, Maxwell Loeb se sentía bendecido, iluminado. Se dedicó a la action painting, al be bop y al free jazz. Se atascó de pastillas, masticó peyote, se hundió en whisky y cantó folk. Le daba aventones a Kerouac en el Buick Riviera de sus padres, se paró en el puente de Brooklyn y modeló para Nan Tate, desapareció cuando Herbert Huncke apareció y viajó a Tánger, donde bailó con sus pantalones ajustados delante de Allen Ginsberg. Vio a las mejores mentes de su generación dormidas en los baños y comenzó a pensar que el primer pensamiento era siempre el mejor.

Desafortunadamente, los primeros pensamientos de Maxwell se referían a hamantash, a la ensalada de arenques y a la parte interior de los codos de las jóvenes (una fijación que sus padres, sin duda, hubieran encontrado interesante). En las manos de William Carlos Williams o de Gary Snyder semejante material hubiera resultado interesante, pero Maxwell demostró muy pocas aptitudes para el verso (el rechazo de Ginsberg de las “elevadas incantaciones que en las amarillas mañanas eran estrofas de jerigonza” en “Aullido” es probable que se refiera al “In the Scarlet Bathtub” de Loeb).

A pesar del oprobio de su mentor, Maxwell continuó escribiendo, copiosamente, todos los días, y pronto descubrió que aunque nadie admiraba sus talentos literarios, sí lo hacían con la velocidad con la que tecleaba. Algo que era un gran don en el ambiente enfebrecido de los Beats, y pronto Maxwell se vio envuelto en el centro de un pequeño culto dedicado a la veneración de la Remington No. 5 y la Hermes 3000. La habilidad de Loeb para manipular esas máquinas a velocidades superiores a las 130 palabras por minuto le grajearon envidia y admiración al mismo tiempo.

Maxwell se convirtió en un maestro de la técnica y le importaban muy poco el contenido o el estilo. Sentía que la afirmación de Truman Capote (“Eso no es escritura, es mecanografía”) iba dirigida a él más que “On the Road” y la tomó como un elogio. Mucho años después, con sus camaradas ya muertos, de vuelta en casa de su madre, desaparecido en Katmandú o habiéndose vuelto alguien respetable, Loeb continuó mecanografiando con la única dificultad de encontrar cintas de máquina de escribir. Un día éstas dejarán de existir y sólo entonces Maxwell Loeb completará la obra de toda una vida.

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