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Anomalisa: Extraño en todas partes, o El infierno es uno mismo

Fernando Cuevas

Anomalisa: Extraño en todas partes, o El infierno es uno mismo

De pronto la sensación de confusa soledad se apodera de las motivaciones vitales. Si el infierno son los otros, como decía Sartre, los vínculos afectivos van convirtiéndose en un problema irresoluble y una carga fastidiosamente pesada. Aunque sabemos que las llamas más abrasivas son las que van creciendo en el interior, el contacto con los demás termina por avivarlas en un sentido destructivo. Los escenarios en los que se protagonizan las rutinas sucumben ante una monotonía absoluta, de una impersonalidad aplastante, donde da igual estar en casa que en un hotel ubicado en cualquier parte del mundo.

Todas las voces del exterior se homogenizan como si de un agotado coro uniforma se tratara, tratando de ser complacientes o de plano exigentes, pero nunca cercanas (voz exactamente cansina de Tom Noonan). El timbre y tono son los mismos, más allá de quien se trate, porque los demás han dejado de ser individuos para convertirse en una masa informe e indistinguible, repitiendo los mismos esquemas y las frases prefabricadas: acaso el problema no está en los otros, sino en la propia incapacidad de encontrarle significado a los discursos del de enfrente, para lo que es necesario, desde luego, dejarse de ver el ombligo al menos por un momento.

No hay escapatoria posible, por más que se intente reencontrarse con un pasado que parecía mejor; con un presente anodino del que sólo se puede reportar estar casado y tener un hijo, o con un futuro que no se alcanza siquiera a vislumbrar. Sólo queda asomarse a la ventana para ver la personificación del autoerotismo frente a la mirada de la computadora, o bien vivir una pesadilla con personal obediente dispuesto a entregarse sin pasión, mientras que la máscara se desprende a la mitad de la escapada.

La esperanza de la anomalía

Escrita y dirigida por el neoyorquino Charlie Kaufman (How and Why, 2014) con el apoyo de Duke Johnson, Anomalisa (EU, 2015) abre con una pantalla en negro acompañada de ruido ambiental en el que se escuchan voces sin algún significado perceptible, como anticipando la ausencia de comprensión hacia sí mismo y a los demás, vivida por el protagonista de esta desencantada y realista experiencia que busca la anomalía como tabla de salvación rupturista en un mundo de angustiante similitud.

Michael Stone (voz precisa de David Thewlis) es un conferenciante de origen inglés afincado en Los Ángeles, con libro publicado en mano sobre la calidad en el servicio; llega a la ciudad de Cleveland para dar una ponencia al respecto, insertando temas manidos como la importancia de la sonrisa aunque no se sienta uno feliz, como si el asunto se resolviera con simulaciones permanentes que terminan volviéndose costumbre. Quizá esa vacuidad de premisas simplonas termina por poner al protagonista en un proceso de indefensión ante el sentido de su propia existencia.

Lo acompañamos desde que va en el avión, junto a un tipo que le agarra la mano por la costumbre de dormir con la esposa, hasta que hace el check inn en el pulcro y funcional hotel donde todos pueden ser anónimos, pasando por la fila para recoger el equipaje y el trayecto en taxi, escuchando recomendaciones turísticas y culinarias entre dificultades para darse a entender, a pesar de tratarse del mismo idioma. Escucha sugerencias turísticas como visitar el zoológico de la ciudad y disfrutar del chili con carne, si bien nadie le recomienda visitar el museo de arte, ir a un partido de los Bengalíes, si es temporada, o de los Rojos.

Ya en la habitación empieza a sentir el peso de la soledad afectiva: un trago mitigador del minibar con cena pedida, solicitud de servicio al cuarto, alguna llamada a la novia que regresaba a la memoria desde el vuelo, con el consecuente encuentro en el bar del hotel y, finalmente, la fortuita reunión con dos mujeres que viajaron varias horas para escuchar a este gurú volando bajo. Con una de ellas, la menos agraciada, surgirá una especial conexión que podría parecer la respuesta a sus dubitativas preguntas. Lisa (Jennfer Jason Leigh) se convertirá, con todo y su baja autoestima, en la personificación de la autenticidad al menos un tiempo, contando su día o cantando el clásico ochentero Girls Just Want To Have Fun de Cindy Lauper.

La fuerza de la animación

Si en Nueva York a escena (2008) el dramaturgo se extraviaba entre las etapas de su vida y de su conciencia, aquí el expositor en depresión queda atrapado en un estado de aislamiento emocional vivido hace tiempo pero apenas asumido, corriendo por los pasillos inermes del hotel en busca de compañía que pudiera derivar en un encuentro sexual, suponiendo que la intimidad física pudiera paliar la ausencia de sentido. Difícil trastornar la realidad como proponía el propio guion de Kaufman en los guiones de ¿Quieres ser John Malkovich? (1999) y El ladrón de orquídeas (2002), ambas dirigidas por Spike Jonze.

La animación en stop motion, aderezada por un score a cuentagotas, destaca por dar una notable sensación de realismo, no tanto por su trazo visual o proporcionalidad, sino por su intención de crear escenografías que se reconocen de inmediato, como los espacios típicos de las calles, los asépticos hoteles de cadena, la fría calma de los aeropuertos y el bullicio de las casas. Los colores marrones, anaranjados y amarillentos acentúan esa sensación de estar en cualquier parte y en ninguna, además del gesto idéntico de todos los personajes, salvo los protagónicos, sin importar el rol social desempeñado.

La cámara enfatiza la perspectiva central del sentido emocional de cada escena, logrando que nos olvidemos que, a fin de cuentas, estamos viendo una película de animación capaz de retratar con inusual profundidad al profesionista independiente del siglo XXI, atrapado en sus propias contradicciones entre el discurso de la amabilidad y la sonrisa pronta, y el contraste con la evidente infelicidad que va cargando a cuestas, incapaz de llevar a la práctica inmediata alguna de las ideas que plasma en conferencias y publicaciones.

El regalo al hijo se vuelve como un requisito tanto para el padre como para el vástago, al que sólo le interesa la compra compensatoria de la ausencia paterna: da igual que sea una antigüedad japonesa o algo de una tienda de juguetes sexuales, porque la recompensa es inmediata o no es. Llegar a la propia casa se puede convertir en un Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Gondry, 2004), con tipos deambulando por ahí y diciéndote que les da mucho gusto cuando ni siquiera los conoces. No queda más que sentarse en las escaleras para ver si se escucha alguna voz diferente o, ya de plano, ponerse los audífonos para evitar la confusión proveniente del ruido ambiental.

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