martes. 23.04.2024
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Big Smoke [primera parte]

Emily Hahn (Traducción de Carmina Warden)

Big Smoke [primera parte]

Siempre había deseado ser una adicta al opio, aunque no puedo decir que por esa razón haya ido a China. Mi ambición por el opio data de aquel periodo oscuro de la infancia cuando quería ser muchas otras cosas: una experta en fantasmas, la mejor patinadora de hielo del mundo, la campeona mundial domadora de leones... ya saben, esas cosas. Pero cuando fui a China, había crecido y todos esos sueños estaban olvidados.

Helen seguía diciendo que debería irse a casa (a California, donde su esposo esperaba) tan pronto viera Japón; pero, cuando nuestra salida comenzaba a acercarse, ella estaba reluctante y buscaba una buena excusa para prolongar el viaje. Como ella señaló, China estaba terriblemente cerca y sabíamos que un antiguo amigo estaba viviendo en Shanghái. Sería un desperdicio dejar ir esa oportunidad. ¿Por qué no ir y echar una mirada, sólo por un fin de semana? Era un plan factible, especialmente para mí, que no tenía que volver a América. Mi intención era moverme hacia al sur luego de que Helen se marchara a casa y aterrizar algún día en el Congo Belga, donde planeaba buscar empleo. Todo esto no iba a ser realizado con rapidez, porque todavía tenía dinero suficiente para vivir por un rato. Mi hermana aceptó este plan como algo natural, ya que sabía que un hombre me había abandonado. Oficialmente, me iba al Congo a olvidar que mi corazón estaba roto: era lo correcto en tales circunstancias. Mi actitud hacia ella también era amable: si no quería irse a casa todavía, no es mi problema. Así que cuando Helen sugirió China, yo dije: «Sí, ¿por qué no?»

Fuimos. Amamos Shanghái. Helen cerró su conciencia por otros dos meses, embulléndose en una tremenda variedad de actividades: fiestas, templos, tiendas de curiosidades, ordenando vestidos, un viaje a Peiping, recepciones en embajadas, carreras. No intenté seguirle el ritmo. Desde el primer día fue claro para mí que iba a quedarme en China para siempre, así que tenía mucho tiempo. Sin mucho luchar, dejé de lado el plan del Congo y contraté a un profesor del idioma, y antes de que Helen se fuera ya había encontrado un trabajo enseñando inglés en una universidad china. Fue un poco antes de que recordara mi antigua ambición de ser una fumadora de opio.

Carmina Warden - Big Smoke

Como recién llegada, no podía saber que se usaba mucha droga aquí, allí y en cualquier lugar del pueblo. No había forma de que yo reconociera el olor, aunque invade los distritos más pobres. Asumí que el olor, algo como caramelo fundiéndose o como aquellos cigarrillos herbales que fuman los asmáticos, era parte de los misteriosos efluvios producidos en las cocinas chinas. Caminando felizmente a través de las calles y los callejones, deteniéndome aquí y allá para dejar pasar un rickshaw, yo lo olería, pero seguiría caminando, sin advertir que alguien cerca de mí estaba dándose gusto en lo que los libros llaman esa vil droga. Naturalmente, nunca vi a un culpable, ya que incluso en la permisiva Shanghái, fumar opio era supuestamente ilegal.

Fue a través de un amigo chino, Pan Heh-ven, que conocí por fin ese olor. Había estado en la cena de un restaurante con él y conocimos a varios de sus amigos, que eran poetas y profesores. Las fiestas de  restaurantes en China suelen terminar cuando el último plato de arroz se enfría y los invitados han bebido su última copa de té de despedida en una mesa limpia. Esa noche, sin embargo, el grupo aún tenía mucho qué decirse -siempre era así- y nos quedamos de pie, en la calle, siguiendo con la discusión sobre literatura moderna que habíamos empezado en la mesa. Estábamos en esa parte del pueblo conocida como Ciudad China, cruzando el arroyo Soochow, afuera de los límites de las concesiones extranjeras. Hacía calor. Un viejo periódico hizo un ruido como de hojas secas sobre la calle y las faldas de los abrigos se revolvían en el mismo viento. Durante la cena, mis acompañantes se habían comunicado en inglés por cortesía, pero ahora, en su excitación, habían cambiado al chino desde hace mucho y yo estaba ahí, de pie, esperando que alguien me recordara y me ayudara a encontrar un taxi, hasta que Heh-ven dijo: «Oh, perdónanos por olvidarnos de nuestra invitada extranjera. Todos vamos a mi casa. ¿Vienes?»

Por supuesto que iría. Estaba curiosa por conocer su vida doméstica, que él rara vez mencionaba. Así que nos fuimos caminando hasta su casa, vieja de estilo victoriano, con más campo del que estoy acostumbrada a ver en las ciudades americanas. Dije victoriano, pero sólo era el exterior, donde el gablete y el yeso lo hacían parecer el tipo de edificio que estaba acostumbrada a ver. Por dentro era muy diferente. Estaba vacío, como uno podía apreciar de un solo vistazo, ya que las puertas estaban abiertas entre los cuartos: sin alfombra, sin papel tapiz, pocos muebles. Las sillas, sofás y mesas alrededor del piso desnudo se veían impersonales, como artículos perdidos. Aun así, la casa no estaba desierta. Algunas personas estaban en los cuartos: un hombre descansaba, como desafiante, en la rígida curva de un sofá; cuatro o cinco niños correteaban y reían entre susurros; había una vieja en blusa y pantalones azules, de sirvienta, y una mujer joven en un vestido negro.

Esta última, parecía, era la esposa de Heh-ven, y al menos algunos de los niños eran suyos. Me sentí incómoda porque todos se me quedaron viendo; uno de los pequeños, que parecía un Heh-ven en miniatura, dijo algo que hizo reír a los otros. Heh-ven habló brevemente con su familia y nos invitó a seguirlo, escaleras arriba, donde nos topamos con una escena más acogedora. Aquí, los cuartos estaban empapelados y aunque todo seguía pareciendo austero para mis ojos occidentales, había más muebles alrededor. Nos acomodamos en una habitación con dos sillones que habían sido arrastrados para acercarlos, apoyados contra la pared. En el centro de la sábana blanca que los cubría había una bandeja con numerosos objetos desconocidos: una pequeña lámpara de aceite, cajitas y otros objetos que no pude reconocer. Me senté en una silla rígida y larguirucha mientras los hombres se movían por toda la habitación, sintiéndose como en casa, tocando los libros y sin prestar atención a lo que pasaba en el doble sofá. El procedimiento era extraño y yo lo observaba fascinada.

Heh-ven se había recostado en su lado izquierdo, con la bandeja a su lado. Encendió la lámpara. Uno de sus amigos, un hombrecito llamado Hua-ching, descansaba sobre su lado derecho, de frente a Heh-ven, cada uno con la cabeza y hombros en los cojines. Heh-ven nunca detuvo la conversación, pero sus manos estaban ocupadas y sus ojos fijos en lo que hacía o tejía, pensé primero, preguntándome por qué nadie había mencionado antes que este tipo de artesanía era practicado por chinos varones. Entonces vi que lo que yo había tomado por hilo entre las dos agujas era en realidad un tipo de goma, oscura y espesa. Mientras giraba las agujas, el material se portaba como caramelo antes de endurecerse; también cambió su color, lentamente, de marrón oscuro a bronceado. En cierto momento, cuando parecía que estaba a punto de endurecerse, enrolló el montón de goma alrededor de una aguja y cogió un objeto de cerámica, tan grande como una taza de té. Parecía una taza, excepto que estaba cerrada, con un hoyo en medio de su tapa. Heh-ven introdujo la aguja en este hoyito, dejando la goma atorada, modelándola rápidamente para darle la forma de un pequeño volcán encima de la taza. Entonces, cogió una pieza de bambú, que tenía un agujero cerca de una de las puntas. Ahí fijó la taza, puso el lado opuesto del bambú en su boca, sostuvo la taza con el cono sobre la llama de la lámpara e inhaló profundamente. El material burbujeó mientras se evaporaba, hasta que se consumió por completo. Un humo azul se elevó de su boca y de pronto el aire se llenó de ese olor que había encontrado en las calles de Shanghai. La verdad se encendió en mi mente.

«¡Estás fumando opio!», grité. Todos saltaron porque habían olvidado que estaba ahí.

Heh-ven dijo: «Sí, claro que sí. ¿Nunca lo habías visto?»

«No. Estoy muy interesada».

«¿Te gustaría probarlo?»

«Oh, sí».

Continuará.

***

Emily Hahn (St. Louis, Missouri, 1905-Manhattan, Nueva York 1997) fue una escritora y periodista norteamericana. A pesar de haber escrito 54 libros y más de 200 artículos e historias cortas, permanece desconocida por el gran público. Sus crónicas de viajes a Asia y África están consideradas como piezas maestras de la literatura. Adelantada a su tiempo, fue feminista, orientalista, musa y experimentó con varias drogas como el opio, al que se hizo temporalmente adicta en su estancia en China, donde fue corresponsal para The New Yorker en 1935.

Su texto Big Smoke no había sido traducido al castellano hasta ahora, por lo que nos enorgullece presentarlo en Tachas por primera vez. Apareció originalmente en The New Yorker y fue recopilado después en el libro Times and Places (Thomas Y. Cromwell Company, Nueva York, 1970.)

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Carmina Warden Arriozola prefiere describirse con un verso de Rothenberg: «o let us never die plumed horn plumed plumed horn plumed horn / plumed horn to bury us & to be plumed & be plumed horn.»

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