Es lo Cotidiano

De ida

Leonardo Biente

I

Subimos al auto de prisa. En la radio hay música en inglés y lo tomamos como una buena señal. La noche ya despunta. Nos dirigimos hacia la ciudad, sin hablar. Tienes miedo a las arañas y a dormir sola. Por eso duermes en el asiento del copiloto, mientras yo manejo. No hay otros autos sobre la autopista y puedo ir haciendo eses sobre el asfalto. Cambio de estación, sintonizo una que da noticias; la nota roja es mejor a esta hora de la noche en una carretera fantasma. Sigo manejando toda la noche alternando entre la estación de noticias y la de música en inglés. Llegamos a un pueblo donde se iluminan con velas. Hay seis o siete niños que juegan en la calle -¡a esas horas!- y hacen ruido con sus gritos y sus monedas. Tú duermes, te veo de reojo, cuando dejamos el pueblo atrás. La carretera sigue vacía y recta. Apago la radio. El sol comienza a salir apenas. Pienso que viajar es una ilusión: la reconfortante pero falsa idea de que vamos hacia delante cuando en realidad nos movemos en distancias insignificantes e inseguras, haciendo rodeos. El destino es engañoso. Pensamos que el asunto es llegar. Todo es un delirio, un decorado de una gran película de las que veíamos cuando el cine estaba todavía en pie (lo quemaron, ¿te acuerdas?) Nuestra película es una de bajo presupuesto, filmada en locación, entre los árboles, en las carreteras, en ciudades chocantes, en camas ajenas.

Entramos en la ciudad cuando el sol ya ha salido completo. Despiertas y preguntas si ya llegamos. Sí, ya, busquemos algo de comer –buenos días–, conduje toda la noche. Pasamos por una calle llena de basura donde los niños juegan y comen. Corren tras el auto. Algunos se trepan en la cajuela, otros lo patean con denuedo. Acelero, bostezas. Bostezas amplio, como cada que aprieto el acelerador; me retas porque sabes que no me atrevo a ir demasiado rápido pero nunca cedo. Sólo cedí aquella vez y lo hice porque te sentías triste y quería reconfortarte. Sólo lo volveré a hacer el día que sea necesario para escapar. Nunca más.

Pasamos por otra calle que desemboca en una gran avenida. Los autos se arrastran sobre el pavimento caliente. Entramos al juego: el remolino de una glorieta nos lleva sin que podamos evitarlo. La avenida nos arroja a un callejón cerca de un parque, donde estaciono el auto y bajo para estirar las piernas. Me sigues, tomas mi mano y me llevas entre los árboles, te sientas. Cruzo el callejón y compro fruta y agua en una tienda. Caminamos por el parque, sin hablar, hasta llegar a un lago ridículamente verde. Nos tiramos sobre una gran roca y dormimos, una hora, dos, se hace tarde. Tarde para qué, preguntas. Para salir de esta ciudad, respondo. Me dices que no hay prisa. Aun así, quiero irme ya, esta ciudad me hunde. Faltan sólo dos días por carretera. Después abandonamos el auto y tomamos el tren. Este puto viaje va a terminar pronto. No puedo esperar.

II

Duermo un poco cuando nos detenemos junto al río que divide la capital en dos. He dormido poco hasta ahora. Tú caminas hasta encontrar un lugar con gente y hablas con ellos. Te haces su amiga y te ofrecen comida y agua. Guardas un poco para mí. Cuando volvemos a la carretera, cierras los ojos y duermes de nuevo. Tu disposición al sueño es total. Hablas dormida, mencionas los lugares que hemos visitado, los nombres de todas las personas a las que hemos encontrado. Me parece insoportable. Enciendo la radio.

A veces me cuesta recordar la razón de este viaje. Estamos huyendo, pero todas las imágenes que anteceden a nuestra partida son borrosas y lejanas. Los sonidos, no: escucho gritos, pasos sobre la duela, el agua de la fuente. Hay música de violines, risas y un hombre con voz cacorra.

Los sonidos me fustigan cuando estoy en silencio, por eso llevo la radio encendida. Quisiera poder hablar contigo, aunque no tengamos mucho qué decir últimamente. Podríamos llenar el aire de palabras, al menos, para callar los ultrajes que hoy nos tienen de camino a otro lugar. Pienso que el de la voz debe estar buscándonos ya, pero hemos tomado una ruta llena de rodeos. Será difícil calcular nuestra ubicación. Nuestra salida de la ciudad fue justo a tiempo para descontrolarlos.

III

Viajamos en primera clase. Si alguien nos sigue es menos probable que nos busque en asientos caros. Hasta ahora no he visto que nos vigilen. Sospeché de un hombre elegante cuando entramos en la estación, pero iba a recibir a una mujer que, por su edad, podría ser su madre o su tía.

Vamos en un trayecto de dos días en los que no cruzamos ni una sola palabra. En los asientos del otro lado del pasillo, un hombre viaja con su hijo pequeño. No puedo evitar escuchar lo que hablan, mientras tú duermes:

-Papá, mañana es domingo. ¿Cuándo vamos a ir al futbol?

El padre se pone serio. Por un momento parece que va a derrumbarse, pero es sólo un segundo. Luego le responde:

-No hay futbol. El estadio también ha sido tomado. Mientras todo esto no se acabe no habrá futbol.

El niño se queda pensativo y mira por la ventanilla. Me lleno de furia, pero no puedo hacer nada. Él voltea. Sus ojos se quedan fijos en mí por un instante interminable. No soporto la serenidad de su mirada y la evado. Despiertas. Preguntas si falta mucho.

No. No falta ya tanto. Estamos por llegar.

IV

No quiero llegar. Quiero quedarme un día más. Pero resisto. No puedo abandonarme, no puedo dejar el plan porque significaría morir. Lo que estoy haciendo también es la muerte aunque es, tal vez, lo mejor. Se trata de una misma cosa: morir en casa o morir lejos, habiendo recorrido un camino para salvarse. Se trata de hacerlo de la manera más digna. Hacerlo bien.

Estás despierta pero no hablas. Es demasiado: han sucedido tantas cosas desde aquel día en que decidimos salir (¿lo decidimos en realidad o no había elección?) que no puedo ordenarlas de un modo lógico. Rememoro cronológicamente, desde la idea, el plan, hasta el buen día en que tomamos el auto y partimos. No hay lógica ni razón.

Antes de que todo esto sucediera y nuestra vida dejara de ser aquella vieja conocida, me prometí muchas veces que me iría de ese lugar. Vivir ahí era doloroso, un exilio en casa, una sucesión de rostros terribles con los ojos ligeramente arriba de la línea del horizonte, rayando la locura. Alguien me dijo una vez que los ojos delatan el estado mental de las personas. Que cuando alguien tiene una mirada que apunta hacia arriba del horizonte, con los ojos casi en blanco, es que se acercan peligrosamente a la locura. Ahora deseo con toda la fuerza que me queda estar ahí. Pretendo no enterarme de mi dolor, pero la indiferencia me hace mal, es por eso que estoy haciendo este viaje necesario, como me ha dado por llamarlo. Sí, estoy, en primera persona.

Es hora. No puedo voltear atrás. Sería doblegarme, ser débil, ceder y romper la única promesa que me he hecho y que he jurado cumplir (doble promesa, aún más duro). Tenemos una nueva vida por delante, en el exilio. Tú decides si quieres seguir dormida. Hablamos una misma lengua y debemos sobrevivir en un pueblo que no lo hace.

La realidad se ha vuelto insoportable. Hemos aguantado tanto que a pesar del cansancio no vamos a caer. Estamos muy lejos del lugar donde todo comenzó. Nuestra película de viajes se convierte ahora en una comedia de enredos, de dos extraños que entran a un mundo nuevo, forzados a hacerlo. Que sobreviven al mundo. Que ya no tienen miedo. Ojalá el día en que regresemos a nuestro lugar de origen haya paz. Mientras tanto, nuestro único lugar es donde vivimos.

***

Leonardo Biente es escritor y poeta. También es empleado de día.

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