Es lo Cotidiano

Condición

Eduardo Celaya Díaz

No me gustaría decir que esto es una confesión. Confesión implica arrepentimiento sobre un error cometido en el pasado. Más bien es una forma de pedir ayuda. Desde chico he sentido ser diferente pero, vamos, eso no es nada nuevo. No sólo lo sentía: lo era y todos lo notaban. No es extraño que nunca tuviera muchos amigos. Yo creía que era simplemente mi condición de ser más inteligente que los demás (de nada sirve negarlo) o mi muy particular punto de vista respecto a lo que pasaba en mi vida diaria. Un buen día, o un día cualquiera, qué más da, mi amigo Raúl me contó que asistía a terapia. No veía más remedio, así que me propuse ir también. Lo más cercano era la psicóloga de la escuela, así que era lo más lógico. Pésima decisión, ahora lo sé, porque es difícil hablar de homosexualidad, rechazo y tristeza con una psicóloga católica, empeñada en detectar problemas de aprendizaje y nada más. Mi experiencia con esta mujer fue realmente breve, apenas tuvimos tres sesiones y me dijo que no podía hacer nada más por mí. Valiente ayuda.
El siguiente paso no fue mío. Un compañero de la escuela me veía y, extrañamente, se preocupaba. Me recomendó ir con su padre, un psiquiatra, quien gustosamente me atendería sin cobrarme un peso. Yo, evidentemente, acepté, y fui a ver a este hombre. El error aquí fue mío, pues llegué sumamente cerrado, no quería hablar mucho, además que, claro, no sabía qué podía pasar conmigo. Le hablé acerca de mi incomodidad en la escuela, que no tenía amigos y que hablaba poco con mi familia. El hombre no pudo hacer mucho, incluso para una primera sesión, y quedamos en iniciar un tratamiento. Hice una cita con la secretaria de la entrada y me retiré. Era una de mis primeras salidas al mundo sin compañía, así que fue toda una odisea llegar de nuevo a casa, pero lo logré sin que nadie se diera cuenta. La semana pasó de largo; yo seguía igual, en mi cuarto viendo el techo, cuando sonó el teléfono. Ingenuo yo, había dado el número de mi casa al hacer la cita, y llamaban para confirmar. Me gustaría decir que fue en ese momento cuando toda mi familia se enteró que algo malo pasaba conmigo. Hubo una discusión en la que yo no participé y mi madre decidió llevarme a la cita.
Nuevamente hablamos nimiedades, yo no me sentía con la absoluta confianza para contarle al padre de mi compañero lo que tenía en la cabeza, sobre todo porque temía que algo se filtrara y llegara a oídos de mi grupo en la escuela. Suficiente rechazo tenía ya. En fin, terminó la sesión y subí al carro familiar. No se pronunció palabra en todo el trayecto. El problema fue al día siguiente. Al parecer el tema de mis sesiones con un psiquiatra cimbraba a toda la familia; de nuevo hubo una discusión a la que no fui invitado y se llegó a una conclusión, magistralmente decidida por mi padre: podía seguir yendo a terapia, siempre y cuando les contara primero a mis padres qué era lo que tenía. Evidentemente no volví a ver al psiquiatra. No tenía confianza para contarle a un profesional lo que me pasaba, mucho menos a mis padres. Lo último que supe del tema fue cuando escuché que mi hermano descolgó el teléfono y dijo a la secretaria que no asistiría a ninguna sesión más, y colgó.
Dejé el tema. No había sido mucha batalla, pero había sido suficiente. Una serie de cambios alteraron también el ritmo de vida. Cambio de ciudad, de escuela, sentimiento de abandono. Sinsabores varios. Cuando me mudé a la capital con mi familia no sólo encontré más rechazo, sino un silencio absoluto de parte de mi padre. Nunca ha sido fácil comunicarme con él, mucho menos si cargaba problemas que nos afectaban a todos. El único refugio que encontré en ese momento fue la religión. Me metía diario a comulgar a la hora del recreo, en parte porque necesitaba algo en qué apoyarme, y en parte porque también iba un compañero que me gustaba. La cosa fue breve. Un día en confesión le conté al sacerdote que tenía fantasías enfermizas y su primera reacción fue preguntar si pensaba en hombres. Todo el asunto se fue a la mierda. Conocía de sobra la intolerancia del catolicismo, pero en ese momento era algo que no podía soportar. Dejé de ir a comulgar, el sacerdote me cuestionaba, pero yo no tenía nada que contestar.
Busqué otro camino, otro sacerdote, nuestro guía espiritual. Sí, hágase notar que mi escuela era profundamente católica, ¡no sé qué coño hacía yo metido ahí! Curiosamente, este hombre era mucho más accesible, tolerante, le gustaba escuchar y con él tuve mucha más confianza que con mucha gente que me he cruzado en la vida. No era de extrañar, era músico, tocaba la guitarra, y a Dios gracias, no tocaba música cristiana. A él le conté algunas cosas que sentía y me canalizó con un psicólogo. Esta vez les conté a mis padres, pero bajo mis condiciones. Yo ya me movía más libremente en esta época y podía ir y venir a donde yo quisiera, siempre cuestionado, pero al menos podía. Fui varias veces con este psicólogo y le conté más cosas. No me ayudó mucho pero al menos saqué. También fue algo breve, no tenía mucho dinero ni motivación. Estaba empezando a resignarme a obedecer y callar, así que no veía mucho futuro en una mejora de mis emociones.
En este periodo no pasó nada. Terminé la preparatoria, entré a la universidad y me refugié en el arte y el alcohol para distraerme un poco. La tristeza volvió; en realidad nunca se fue, pero me atacó con mayor intensidad. Una serie de temas sin resolver me llevaron de nuevo a buscar ayuda. Como era ya un tipo más separado de mi familia, al menos en cuanto a tiempos, busqué ayuda de nuevo en la Universidad (católica, para variar) y comencé tratamiento con una estudiante de maestría. No me agradaba mucho, de hecho me parecía una mujer muy falsa, pero necesitaba ayuda. Traté muchos temas con ella y fue la primera que me ofreció tomar medicamento para tratarme. En mi ignorancia me negué, no quería ser dependiente de químicos para sentirme bien. A fin de cuentas, y después de año y medio de dos citas semanales, la dejé de ver. No quería seguir tratando mis asuntos con ella. Sólo recuerdo muy bien una frase que le dije y resumía muy bien lo que creía de ella: “sólo me escuchas porque te pago”. No vale la pena ni mencionar su respuesta.
De nuevo dejé la terapia. Tenía mucho que hacer. Debía titularme, hacer la tesis, terminar proyectos de teatro. Y además, claro, me faltaba el dinero. Me distraje en muchas actividades para olvidar mi pesado equipaje y, al final, acepté lo que creí ser mi destino: me puse traje y corbata y empecé a trabajar en una oficina, soportando regaños, berrinches, frustraciones, aumentando de peso, perdiendo salud, llorando en las noches. Ya saben, lo normal. Me había resignado a ser infeliz, pero cumplir con lo que me pedían. Ya me veía en una oficina el resto de mi vida, viendo a otros malagradecidos subiéndose al escenario que yo les preparaba, mientras yo me ocupaba de conectar micrófonos, escribir reportes y soportar tonterías. El viaje a Cuba me abrió los ojos. Después de dos semanas de trabajo de 24 horas, bajo sospecha de perversión y desviaciones sexuales monstruosas, provocaciones por parte de alumnos y una noche de borrachera en la que se me inculpó de querer violar a media isla, mi cuerpo reclamó. Tres días en cama, el desprecio de mi hermano en cada mirada, el silencio de mis padres y la compasión fingida de mis jefes en el trabajo me motivaron a buscar ayuda de nuevo. Esta vez no quería nada que tuviera que ver con la escuela (es decir, el trabajo, pues me había quedado a trabajar en mi universidad), así que busqué por otros lados. Así encontré a Ricardo, mi terapeuta.
Recuerdo a Ricardo con cariño. En sus ojos veía verdadera preocupación por lo que me pasaba y por lo que le contaba, por las veces que llegaba y apenas podía hablar por las lágrimas en mis ojos. Él me escuchó, me atendió amablemente y me ayudó. No puedo decir que resolvió todo lo que cargaba, pero hizo mucho por hacerme consciente. Renuncié a ese trabajo, me dediqué a buscar lo que me hacía feliz y comencé a caminar por donde debía. Hágase notar que me gané muchos enemigos que antes decían ser mis amigos, gente que estaba muy cómoda viéndome donde estaba, haciendo su trabajo sucio y que tomó mi recuperación como rebeldía, incluso como un error. El tratamiento con Ricardo fue breve, pero adecuado. Recuerdo que me mandó con toda esperanza al mundo, después de platicarle las cosas que me preocupaban.
Me gustaría decir que todo fue mejorando a partir de entonces. Por desgracia no es el caso. Regresé a terapia al poco tiempo, aunque esta vez con un psiquiatra. Un amigo muy querido, que se preocupa más que nadie por mí, me mandó casi a la fuerza. Me diagnosticaron depresión.
La noticia fue fulminante, sentí que no había más esperanza y que debía resignarme a vivir triste lo que me quedaba de vida que, para ser justos, no esperaba que fuera mucho. Comencé a tomar pastillas, 20 miligramos al día. Sufrí mareos, sueño repentino, asco, falta de hambre. El día no clareaba. No tenía dinero, las sesiones las pagaba mi amigo y me sentía cada vez peor por este hecho. No podía ni encargarme de mi propio tratamiento. Llegó el día en que dije a mi amigo que dejara de pagar. Intenté hacerlo yo y terminé por abandonar, por más que lo necesitara: no podía pagar 45 minutos para que una persona me escuchara. Las pastillas parecían funcionar. Me sentía un poco mejor, más motivado. Comencé a hacer cosas. Me moví, trabajé, me esforcé por lograr lo que quería, hasta que de nuevo la falta de dinero me impidió comprar las pastillas.

La presión de mi amigo por volver a terapia ha disminuido. De nada sirve seguir hablando del tema si materialmente no puedo hacer nada. Ahora estoy en el fondo (espero que sea el fondo.) No puedo volver a tomar pastillas, porque ya lo hice y no funcionaron. No puedo volver a terapia porque no tengo con que pagar por la atención de un extraño. Es por eso que escribo esto. No tengo ya otro lugar en que apoyarme, ni padres, ni terapeutas, ni religión, sólo escribir esperando que alguien lo lea y trate de entender. No es mi intención ser melancólico, no me gusta despertar cada mañana y sentir que no hay fuerzas para quitarme de encima las sábanas. No es agradable ver cómo mis compañeros se alejan porque qué hueva hablar conmigo. No es fácil, no es voluntario. Es una lucha constante, día a día, y cuando se siente un progreso, cualquier estímulo es suficiente para tirar lo construido, para sentir tristeza, para ver una ausencia total de sentido en cada movimiento, en cada esfuerzo. Hoy no tengo terapeuta, no tengo pastillas, sólo tengo estas letras.

Espero que ellas no me abandonen también.


***

Eduardo Celaya Díaz (Ciudad de México, 1984) es actor teatral, dramaturgo e historiador. Fundó el grupo de teatro independiente Un Perro Azul. Ha escrito varias piezas teatrales cortas, cuentos y ensayos históricos.

[Ir a la portada de Tachas 165]