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DISFRUTES COTIDIANOS

Fauna animada en fuga

Fernando Cuevas de la Garza

Fauna animada en fuga

Las formas en las que nos relacionamos con los demás seres vivos son un tema de constante debate, sobre todo desde que las tendencias industrializadoras y las corrientes ecologistas entraron en pugna, aderezadas por las nociones de progreso y conservación, usualmente vistas como antagónicas aunque no necesariamente lo sean del todo. En particular los nexos con los animales, que van de la cruel explotación a la excesiva humanización (como lo señalaba Javier Marías en Perrolatría, El País Semanal, junio 19, 2016), se encuentran en la mesa de las discusiones por completo necesarias para dilucidar qué clase de especie queremos ser y en qué mundo queremos cohabitar.

Para alimentar la reflexión, recientemente se ha retomado la temática en algunas publicaciones, como en el número de julio de Letras Libres (Los animales, nuestras víctimas), la tribuna de Milenio (¿Para qué sirven los zoológicos?) –en la que se discute sobre la existencia de estos sitios en las sociedades actuales- y en publicaciones diversas, entre las que vale la pena destacar La sexta extinción. Una historia nada natural (Crítica, 2016) de Elizabeth Kolbert, libro ganador del Pulitzer de no ficción. El cine ha retomado el asunto, sobre todo desde el género documental, tal como se puede ver en el durísimo Earthlings (2005), dirigido por Shaun Monson con la narración de Joaquin Phoenix, y en el impactante Operación delfín (The Cove, 2009) de Louie Psihoyos.

Tradicionalmente, el cine de animación ha retomado a los animales para desarrollar varias de sus historias, asignándoles características humanas y colocándolos en situaciones comunes para nosotros, en las que combinan las habilidades propias de cada una de las especies y ciertos atributos y defectos exclusivos de las personas. Estimables cintas recientes como El fantástico Sr. Zorro (Anderson, 2009), Rango (Verbinsky, 2011) y Zootopia (Howard y Moore, 2016), ejemplifican esta vertiente argumental.

En busca de la memoria perdida

Dirigida cual spin off característico por Andrew Stanton (Wall-E, 2008) con el apoyo de Angus MacLane y soportada con el habitual sello de Pixar sin alcanzar las cuotas acostumbradas, Buscando a Dory (EU, 2016) retoma el argumento de su predecesora Buscando a Nemo (2003), cambiando el objeto de las pesquisas –los padres extraviados- e intercambiando los roles establecidos de protagonismo –ahora es la pez cirujano azul del título- y de soporte –los peces payaso Nemo y su padre Marlin-, además de la inclusión de diversos personajes en los que radica la novedad y el principal atractivo del filme.

A partir de un flashback involuntario generado en la clase del profesor Raya, la estimada y espontánea Dory (Ellen DeGeneres), todavía con problemas de pérdida de memoria inmediata, como le sucedía al personaje de Guy Pearce en Amnesia (Nolan, 2000), recuerda que en algún momento tuvo padres (Diane Keaton y Eugene Levy) y decide emprender una travesía orientada a encontrarlos, para la cual contará con el apoyo decisivo de Nemo (Hayden Rolence) y dubitativo de Marlin (Albert Brooks), además de las conocidas tortugas y alguno que otro pez considerado.

Dory actúa con base en la intuición y en su capacidad de improvisación, en contraste con su amigo Marlin, siempre calculando los riesgos y anticipando consecuencias inexistentes. La memoria como base de la identidad y el encuentro con el origen adornado con conchas, son motivos suficientes para atravesar todos los mares del mundo; también poder ayudar a una amiga es razón para atreverse a emprender acciones que van en contra de lo que uno haría en circunstancias habituales. De alguna manera, se señala el valor de las diferencias y de las aparentes discapacidades, como en el caso del ave que ayuda a la protagonista.

El destino llevará al trío, entre separaciones y reencuentros, a un instituto de conservación de la vida marina, donde aparecerá un mimético pulpo de hoscas maneras pero con buenos corazones (Ed O’Neill); una beluga en proceso de recuperar su capacidad de localización (Ty Burrell); unos expectantes y baquetones leones marinos (Idris Elba y Dominic West), peleando por el espacio de la piedra, y una tiburona ballena con problemas de vista (Kaitlin Olson), entre otras criaturas conviviendo en espacios diferenciados y aguantando, en algunos casos, la invasión de manos infantiles en su hábitat.

Con una animación destellante, sobre todo la de los ambientes marinos y ciertos seres marinos vistos de pasada (los crustáceos jardineros), y ágil combinación de perspectivas y desplazamientos de cámara, la cinta se nutre de un buen desarrollo de personajes y ciertas secuencias de humor y emoción, aunque el guión resulte reiterativo por momentos y los acontecimientos tarden en tomar el ritmo esperado, sobre todo antes de la llegada al instituto: siendo así, se depende de la simpatía de los personajes y de los episodios de acción, ya sea para escaparse o reencontrarse.

El desenlace de la historia se modificó después de que el jefe Lasseter y el propio Stanton vieron el documental Blackfish (Cowperthwaite, 2013), que también provocó que Sea World cancelara el programa de espectáculos con orcas. Conviene quedarse después de los créditos para disfrutar de una breve escena de conexión con el clásico animado que nos presentó las tribulaciones de un padre para encontrar a su hijo en el fondo del mar y alrededores, incluyendo el no tan aséptico consultorio de un dentista.

En busca de la mascota perdida

Retomando la premisa argumental de Toy Story (Lasseter, 1995), colocando animales caseros en lugar de juguetes, La vida secreta de las mascotas (The Secret Life of Pets, EU, 2016) es una entretenida aventura urbana al margen y a pesar de los humanos, que nos lleva de Manhattan a Brooklyn, protagonizada casi en su totalidad por perros y gatos, además de algún periquillo australiano, un ave de rapiña (Albert Brooks), un conejo con ínfulas de revolucionario (Kevin Hart) y demás fauna citadina, incluyendo un cerdo tatuado, el infaltable camaleón, una chinchilla regordeta en perpetuo extravío y hasta un Alligator (Teague, 1980) sobreviviendo en el drenaje profundo.

Dirigida con soltura y referencias múltiples por Chris Renaud (Mi villano favorito 1 y 2, 2010/2013; El Lórax en busca de la trúfula perdida, 2012) con el apoyo de Yarrow Cheney, la historia sigue a un terrier (Louis C. K.) que ve amenazada su idílica vida con su joven dueña, cuando debe compartir departamento y afecto con un gran can peludo de torpes formas (Eric Stonestreet). Ambos terminan perdidos y tendrán que unirse para salvar el pellejo, mientras que las mascotas vecinas, encabezadas por una perra enamoradiza de corte telenovelero pero dispuesta a todo (Jenny Slate), se aprestan a ayudarles ante la amenaza de los animales sin dueño y los empleados de la perrera neoyorquina.

El humor y la cuota de diversión se fortalecen, además de mostrar la vida de las mascotas cuando sus dueños se van de casa (ese metalero poodle gigante y las fiestas adolescentes aprovechando la ausencia de autoridad), gracias al trazo físico-gestual y psicológico de ciertos personajes, como la cínica gata obesa/obsesa (Lake Bell), un ansioso bulldog de distracciones simples (Bobby Moynihan), el alivianado salchicha (Hannibal Buress), un viejo hush puppie soltando la clásica frase final “nadie es perfecto” de Con faldas y a lo loco (Wilder, 1959), y el amenazante gato rosado (Steve Coogan).

De telón de fondo, una Nueva York plasmada con cierta idealización visual, cual homenaje explícito, y elusiva puesta en escena que se favorece de buscar los contrastes entre la colorida superficie y el submundo de las coladeras donde se planean los próximos movimientos sociales. La domesticación entra en debate con la vida callejera, entre la obediencia compensada con seguridad y afecto, y la libertad e independencia con el riesgo de no superar la sensación de abandono y de conseguir el alimento diario. Al final, todo dueño se parece a su mascota. Unos más que otros.

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