Es lo Cotidiano

Hombres fuera del tiempo [II]

Héctor Gómez Vargas

Hombres fuera del tiempo [II]

2. Huele a espíritu adolescente (o del surgimiento de una nación)

¿Cómo nace, se transforma y muere una cultura? ¿Cómo se reproduce un entorno que tenga credibilidad en situaciones en que los trastornos políticos y sociales, en que las diferencias en los modos de vivir y pensar, y en que la crisis demográficas parecen haber llegado a límites sin precedentes? Y, de una manera más general, ¿cómo construyen y viven los individuos y los grupos su relación con la realidad, en una sociedad sacudida por una dominación exterior sin precedente alguno?
Sergue Gruzinski, La colonización de lo imaginario

¿Cuántas veces se ha inventado la cultura del país? ¿Cuántas veces se ha fundado la vida de las personas en México a partir de una nueva invención de su cultura? ¿Cuántas veces se ha ingresado a un entorno de novedad en nuestra nación, que cuando todo lo que era resultado de la economía simbólica de una cultura anterior crea un entorno borroso en su cosmovisión, su sistema de creencias y de pensamiento, en sus maneras de hacer y de sentir, y a partir de ello se siente la urgencia de romperlo todo y volver a empezar?

En su libro La cultura en plural, Michel de Certeau proponía que la modernidad fue el producto de una cultura que se creó a partir del siglo XVII y que tocaba a su fin en 1968, con el movimiento estudiantil francés. Para De Certeau, lo que se mostraba con el movimiento era el fin de lo que llamó la primera modernidad, fundada por la economía simbólica que se había inventado a partir de la cultura de lo impreso, de donde devenían las ideologías del Estado nación, el sistema educativo y la racionalidad científica; pero a mediados de los sesenta se esbozaba un nuevo proceso de invención de la cultura y lo llamó la segunda modernidad, dinamizada por la economía simbólica que provenía de los medios de comunicación electrónicos y los inicios de la informática.

Los años sesenta fueron un periodo donde muchas cosas sucedieron al mismo tiempo: una experiencia de la historia donde por momentos se sentía que se participaba o se era testigo de la emergencia de algo que podría ser la misma historia en movimiento, y de lo cual se quería participar de alguna manera. Fue el periodo en que el país cambió de manera radical y el tufillo del espíritu adolescente fue parte del cambio en la vida de muchas personas de ese entonces y hasta el momento. Es por ello que la pregunta que se hace Carlos Monsiváis en su libro Días de guardar (“¿En qué país se mueven los entusiastas de Crosby, Stills, Nash y Young?”) no era una cuestión simple; más bien era una interpelación de alguien que observaba cambios en el mundo y en el país, alteraciones en la cultura mundial y de corte civilizatorio. Era la pregunta de un observador atento a una realidad social que estaba cambiando lento para acelerar una mutación, alterando la coherencia social, la teatralidad cotidiana del país.

En la mirada de Monsiváis hay algo que recuerda las observaciones de Michel Maffesoli en relación a que hay tiempos de monoteísmos y hay tiempos de politeísmos; en cada uno hay un tipo de coherencia social: el de la modernidad cuya coherencia se realiza a partir de un factor determinante que le da unidad y todos lo habitan como un tiempo histórico; el de un tiempo post-histórico, de la postmodernidad, donde se gesta una organicidad de elementos dispares y diversos y lo que se gesta es la unicidad. El libro de Monsiváis es una herramienta para explorar la manera como el tejido de su tiempo histórico y social del país devino en un entorno abierto, por donde comienzan a correr algunos trazos de un nuevo mundo imaginal que traza nuevos vínculos afectivos y sensibles, una nueva estilística social diría Maffesoli, para ingresar a tiempos pos-históricos propios de la diversidad de las culturas y de las estéticas colectivas.

Visto con la distancia del tiempo transcurrido, es un libro donde se puede observar, en los términos del mismo Monsiváis, cómo las tradiciones se despiden, una visión que contextualiza el entorno cuando emerge el fenómeno de distintas subculturas en el país, los escenarios y ambientes para poner en movimiento una teatralidad social y comunitaria,  propia de un país que busca ser moderno y que comenzaba a moverse en una asimetría donde el pasado dejaba de ser el espacio de la experiencia de las personas jóvenes, y donde el presente buscaba ampliarse para habitarlo, para olvidarse de que en algún momento de la vida tocaba envejecer.

En la mirada de Monsiváis, el México de los sesenta era un país que parecía desdoblarse para fundar una nueva nación, algo muy diferente (aunque cercano) a aquel México que retrató en 1949 Octavio Paz en su ensayo El laberinto de la soledad. En su libro, Paz acudía a un arquetipo, el laberinto, para dar cuenta de un tiempo histórico y mitológico para hablar de lo que permanece de México y lo mexicano, y en ello aparecen las imágenes que esbozan el inconsciente colectivo nacional. En varias de las crónicas de Días de guardar las cosas discurren de otra manera, porque Monsiváis hace énfasis en el cambio de los mundos de las imágenes y de los imaginarios que alteran las identidades y las identificaciones de los colectivos de jóvenes a mediados de los sesenta, el remover de los arquetipos y del inconsciente colectivo que esto trae consigo, y para ello pone especial énfasis en la corporalidad y las apariencias de los jóvenes en su estética personal y comunal. Por ejemplo, cuando habla del movimiento de la Onda, Monsiváis dice:

La horma de la Onda es eficaz. Por lo menos, quiere variar el destino facial de México, contribuir a la promiscuidad de las apariencias. La horma es –¿y cómo si no?– derivada, tiene como inspiración seminal las numerosas portadas de discos o fotos de revistas como Rolling Stone, donde The Who o Cream o los Doors o Greatful Dead o Mothers of Invention o los mismísimos Beatles se exponen al plagio o al robo de sus expresiones y atavíos. La Onda ha patentado el vicariato gráfico: los grupos de rock, desde la cumbre de sus portadas, se visten por nosotros, desafían a la sociedad decente en nuestro nombre, renuevan la moda en nuestra representación. En línea materna, la horma de la Onda desciende de los infinitos reportajes de revistas como Life, y en línea paterna de los viajes esporádicos a tierra de gabachos y de la morosa, infinita, hambrienta contemplación de las portadas.

Monsiváis toca ese punto que subraya Maffesoli al retomar la observación de Nietzsche de la importancia de atender la “sabiduría de la apariencia”, ese entorno corporal que se mueve en la banalidad cotidiana, pero que es donde muestra su eficacia en lo social porque remite a “su aspecto siempre renaciente de la vida social, su efervescencia continua, el hecho de que se viva en sí misma y para ella misma”.

Las transformaciones que va constatando Monsiváis son amplias y de diversas fuentes y derivaciones (él mismo se pregunta en alguna parte del libro sobre quién puede definir a México en esos momentos de transformaciones hacia un país moderno); una de ellas es la dimensión estética como el lugar alquímico donde se obró la transformación. En su libro Prosaica, Katia Mandoki expone sobre la manera como las personas se abren al mundo y a sí mismos desde lo sensible, es decir, la estésis desde la cual se experimenta un re-encantamiento con el mundo, la sensación de estar vivo, de participar en él la vida para que la vida personal no sólo tenga un sentido, sino un valor de fundación de la misma experiencia biográfica. De ahí la importancia de las formas de estar juntos, el surgimiento de una vida comunal a partir de afectividades y sensibilidades, del mundo imaginal que comparten y renuevan continuamente y que tanto los hace diferentes a los demás, cómo el presente se torna ancho para habitarlo continuamente. Por ello, apuntaba Monsiváis, una “frase cualquiera de los Beatles se vuelve ideología (Life is very short and there’s no time for fusssin’ and fightin’ my friend!) Una pieza de los Rolling Stones resulta filosofía urgentísima”.

Desde la historia, pareciera que para el país de los sesenta fue un impulso para progresar, superar errores y frenos al desarrollo internacional. En términos de Diedrich Diederichsen, era la expectativa de que progresar “es lo contrario de caminar en círculos.” Cuando Monsiváis se pregunta en qué país se mueven los entusiastas de Crosby, Stills, Nash y Young, da la siguiente imagen: mientras unos jóvenes jipitecas ponen un cartucho de Led Zeppelin en la grabadora, un padre de familia le dice a su mujer: “Tú verás lo que haces, gorda, pero Juanito no me va a andar con esas fachas”. La imagen no sólo habla del gap generacional que desde entonces era el ingreso a una condición irreversible como sociedad y como cultura del país, sino igualmente de un mundo que se abría, donde los adultos no encontraban su lugar y los jóvenes se movían bajo los movimientos circulares de la música, porque esa música era un retorno continuo a un presente, a una condición de vida diferente. Pero también, vivir en el México de los sesenta era ingresar a un mundo donde se estaba creando una nueva cultura, y los distintos grupos sociales debían aprender cómo moverse desde entonces. El gesto de un actor o un deportista, la melodía o las palabras de una canción, una escena o un cúmulo de imágenes de una película, la frase pegajosa de un anuncio o un cómico de la televisión, el ritmo de la música de otro país que todos querían escuchar, era un medio para estar en ese nuevo mundo.

Pero igualmente fue un periodo de vida a partir del cual, para muchos jóvenes, como expresa Diedrich Diederichsen, progresar era una expectativa, pero dentro de un loop.

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Héctor Gómez Vargas (León, Guanajuato, 1959) es autor de libros sobre cultura popular y subculturas, la radio, la música y los fans en el siglo XXI. Es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Colima, investigador del SNI y académico en la Universidad Iberoamericana León.

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