Es lo Cotidiano

De las circunstancias en falso

Andrés Baldíos

De las circunstancias en falso

«La incomodidad que le provocaban el calor y el gentío al joven Ӈ entre el pecho y la paciencia, habían comenzado a agotarlo en plena fila de la estación de autobuses. Muy a pesar de los años que llevaba emprendiendo esta rutina, el joven Ӈ nunca se había acostumbrado al tedio de la ida y vuelta de un lugar a otro; siendo ambos lugares sumamente conocidos,  y definitivamente olvidables. Ésa era su vida, el gentío de lo cotidiano: los rostros descritos por tantos autores ensimismados en el frustrado deseo de hallarle una voz a quienes, supuestamente, no tienen una. Pero él no era ningún autor o siquiera un aspirante. También era un “sin voz”: inmerso en la indiferencia de su cotidianidad, lo único que quería era llegar a donde tenía que llegar, sin mayores inquietudes al hecho de cargar con un pagobús propiamente atragantado de saldo. La vieja central de camiones estaba más atestada que otros días. Entonces la obviedad impone sobre él: es lunes, punto final. Maldita mañana. Ya daban más de las ocho y el camión no arribaba. Atrasos comunes, pero uno jamás se acostumbra a nada. La fila para subir al camión era criminal. Por fortuna para Ӈ, el azar apremia hasta al sujeto más insospechado. Justo delante de Ӈ había una chica sumamente hermosa, quizá tan hermosa como aquello sin precedentes que toda normalidad ensueña en su total intimidad. Era como un gesto inusual del exhaustivo slogan de la vida citadina: la rutina es el hábito de resignarse a seguir con lo nuestro. La chica era hermosa al punto de una total entrega a primera vista. El problema de las descripciones es que idealizan en demasía, otorgando imágenes a las exigentes expectativas. Sólo queda decir que su aspecto recordaba las mejores cosas. Ӈ temía su cercanía, casi el respirar a sus espaldas; esta grata, discreta, secreta intimación no le permitía escuchar los rugidos de los camiones u oler la pestilencia del acalorado gentío. ¡Qué mejor que eso! Y justamente antes de comenzarse a imaginar cualquier otra cosa, sucedió lo anhelado: la chica miró atrás. Ӈ sintió tal cantidad de apego en aquel primer vistazo que decidió brindar al instante la palabra de inicio, una palabrita que abriría lo que sería la charla más corta de su vida, para desgracia de su entusiasmo. Primero un «hola» cualquiera, alguna terneza de apertura. Luego, quizás, un «hola» de respuesta, extrañado pero entusiasta. Luego los nombres. Ella dice su nombre y luego él. Pasos sencillos que siempre funcionan. Después, el tema por excelencia: Hace demasiado calor, ¿no?, dice ella. Demasiado, pero así es todos los días ahora, dice Ӈ. ¡Qué barbaridad! Bien que la vida es bella pero ni cómo hacer que se cuide a sí misma, dice ella (probablemente estudie algo relacionado con Humanidades). El clima se vuelve a rebuscar puntualmente como en los encuentros más clásicos de nuestra historia. ¿Y tú eres de por aquí?, pregunta ella. Algo así, trabajo a unas cuantas cuadras, pero vivo al otro lado de la ciudad. ¿Tú de dónde eres? Y ella responde. Tengo parientes ahí, dice Ӈ. ¡Genial! Ya tenemos contacto por si acaso, dice ella. El rumbo al que van las circunstancias es casi inmediato, cálido, flexible; al menos sabemos que saben lo que quieren. Las preguntas obligadas de la normalidad los envuelven en una conversación tan íntima que es mejor dejarla para ellos. Pero tarde o temprano se hacen presentes las pausas, justo al borde de las siguientes preguntas que Ӈ le concede y que rompen con el circuito cotidiano: ¿Cuánto tiempo debes esperar para darte cuenta de lo verdaderamente importante? ¿Cuántas citas se requieren para manifestarte mi felicidad por lo que pasa entre nosotros? ¿O cuántas filas más tenemos que hacer antes de invitarte a salir? Su atrevimiento se convierte en una placentera osadía para ella. Al parecer se corresponden, al parecer las historias son ciertas. Ella le sonríe lentamente, concediéndole un recuerdo eterno. Pero justo cuando la charla comenzaba a tener la consistencia de lo literario, el camión entra a la atiborrada estación. Su llegada incrementa el movimiento: la fila empieza a moverse entre empujones y agarrones, el apuro por obtener asientos llegaba a cierta brusquedad; incluso los guardias intervienen para poner orden. La fila termina con ella. Nadie más sube. Ӈ no alcanza a subir. Ella mira atrás al momento en que la puerta del camión se cierra. Se miran atentamente, fijan un reencuentro imposible y se pierden en una química que dura los segundos que el camión tarda en arrancar. Esos encuentros, cuando se dan, no los capta ni la propia poesía, y en nuestro inútil intento de tornarlos en “algo más”, se rebuscan hasta el cansancio, y entonces el romance no es más que un cliché proveniente del estímulo de un lapso banal y tergiversado. Casi todo retrato de la posibilidad romántica es nada menos que una falacia, un anhelo dilapidado por un asqueroso sentido de pertenencia en un territorio mundano. Es seguro que no vuelvan a verse. A todos nos pasan esos ratos, esos detalles que confundimos con la desdeñosa e insostenible eventualidad. Linda jugarreta por parte del azar. Pero antes de salir de la estación, justo en la curva hacia la vía de salida… el camión se vuelca totalmente hacia su extremo derecho; esto debido a la idiotez del chofer confiado y atrabancado, quien vira con demasiada prisa y hartazgo. El golpe es brutal y ensordecedor, pero lo es aún más el conjunto de alaridos que reaccionan al desastre. Ӈ es el primero en correr hacia el camión, y justo al llegar, dedica todos sus esfuerzos en la búsqueda de la chica mientras las demás personas se acercan en plan de chismorreo o con la real intención de ayudar. El maldito chofer es, para fortuna de todos y el solo infortunio de sus parientes, el único muerto. Ӈ logra sacarla del camión destartalado y de inmediato la aleja del gentío. Deposita sus piernas en el pavimento, abraza su torso con absoluto cuidado y recuesta su cabeza en su pecho. Tiene una fea herida en la clavícula y la frente. Casi no respira. Sus ojos cerrados reflejan una terrible tranquilidad terminal. Ya son menos los gritos de auxilio; es turno de los gritos de dolor y organización. ¡A ver! ¡Todos tranquilos! ¡Llamen a las ambulancias y al tránsito! ¡Compostura, gente! ¡Muévanse! ¡Córranle! ¡Óranle! ¡Véngansen! Ӈ mira a su alrededor un espectáculo en cámara lenta saturado de alteraciones enlutadas, las cuales suprimen todos los sonidos del suceso. Compungido y horrorizado, vuelve su mirada al cuerpo de su chica. ¿Entonces qué? ¿Muere debido a tan tremenda volcadura? ¡Claro que no! ¿Por qué todo debe ser así? Al contrario, el rescate es una especie de declaración de amor verdadero. Ahí inicia el noviazgo; quizás de forma catastrófica, pero de siniestro necesario para validar una relación que, finalmente, pondrá a prueba todas las historias románticas habidas y por haber en los tiempos derrochados por las sensaciones vacías. Ahí, en la banalidad de una estación de autobuses, se marca la señal que dividirá el antes y el después de las historias de amor. Un confín que las almas gemelas —desprestigiadas por el elemento obligatorio de la muerte romántica y la exaltación de un drama innecesario— no conocían sino hasta ahora. Él la rescata, la lleva al hospital, y ella se compone con el tiempo y colorín continuado. Y sí, perduran durante años, se casan, tienen hijos, tienen mascotas, un hogar campestre y sueños sostenibles. ¿Por qué no podemos simplemente aceptar la felicidad en los finales? ¿Por qué tanta predilección por las tragedias? ¿Nos justifican más que una real correspondencia? ¿Por qué no darle nuevas oportunidades a los finales felices, a esas sensaciones de alivio y encantamiento?», se relataba a sí mismo un extraño frente a la tumba de una desconocida.

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Andrés Baldíos
es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque. 

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