viernes. 19.04.2024
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Temer la realidad (o la estupidez intermediaria)

Rafael Cisneros

Temer la realidad (o la estupidez intermediaria)

Hace ya varias y larguísimas semanas conté una ida a una mina en Sombrerete, donde los riesgos a nuestras espaldas fueron equilibrados por el deleite del trabajo. Hay veces en que los clientes de las empresas se ubican en los peores lugares de la ciudad, el estado, el país, la Tierra, y uno va a donde debe ir, seguro de que las intensas dificultades no ensombrecerán la dicha de la experiencia. Pero donde se arriesga lo físico, puede terminar en dos opciones contundentes: la muerte o la supervivencia; en ambos casos te conviertes en una especie de ejemplo del “hubiera haber hecho” y el “hice lo que tocaba”, la transformación es completa y al final de la exhaustiva jornada, todo recobra el asombroso sentido que ya tiene, pero tu experiencia le ha ensalzado de mayores significados. Es impresionante.

La verdadera catástrofe es la formalidad de lo irremediable, del berrinche convertido en ley, una puerta eternamente cerrada a causa de una preferencia caprichosa que, acorde a la superación de la especie, te alínea tu dicha para hallar la paz absoluta. Y es sabido que los absolutismos, sean como sean, siempre causan el declive del espíritu. La verdadera catástrofe es cuando “los puros de intenciones y corazón” ni siquiera se atreven a participar en la experiencia con riesgo a quebrantarse, hundirse, o hasta de fortificarse, y la felicidad no es más que el espectacular en el Libramiento o a lo largo del Blvd. López Mateos que te recuerda cómo debiste haber nacido y cómo debes morir. White trash.

Todos aquí hemos pasado por una de dos o por ambas de estas circunstancias.

Hace poco trabajamos en lo que un inicio eran mini documentales para una caja popular muy ídem. La idea era retratar la vida de cuatro figuras clave para entender la empresa, cuatro personalidades que habían entregado su vida para ser pioneros de su institución. Desde luego que no me emocionaba la empresa, pero sí la labor de conocer a esta gente. Descubrir, a través de allegados que atesoraron los más íntimos detalles, la vida de otros. Estos mini documentales me entusiasmaban como una primera práctica en caso de querer retratar a alguno de mis temas predilectos por cuenta propia. ¡Qué mejor! ¡Venga! ¿A quién tenemos que buscar? Incluso me hice el ingenuote inspirado y, casi en broma y deliberadamente, comencé a ver documentales que me enseñaran algunas proezas de la edicion, de los cuales nombro con entusiasmo a Dear Zachary, The Devil and Daniel Johnston, The Impostor, un dúo de Werner Herzog (Into The Abyss y Grizzly Man) y hasta me atrevo a citar a Searching for Sugar Man, el más grande en la historia de los documentales.

Como en una road film, de nuevo el Gonza, mi fiel compañero, y yo fuimos mandados a largas distancias. Confieso con cierta pena que con mi soundtrack de aquel viaje (que incluía el Coming From Reality de Rodríguez, el New Adventures in Hi-Fi de R.E.M. y el Suitcase Man de Nick Garrie) sí me sentía en la búsqueda de hombres de azúcar, emocionado por dar práctica a la búsqueda de informaciones íntimas de alguien para construirle una síntesis concreta, honesta, y de ser posible “emocionante”, de su vida.

Entre una ida a Cojumatlán, Michoacán, hasta lo más profundo de las gigantescas casas en el centro de León, Guanajuato, descubrimos a algunos de los personajes precursores de la caja en cuestión, gente lo bastante fuerte y con las suficientes experiencias para hacerles una película, con tantos secretos y problemas como circunstancias hay en una vida. Si bien algunas de las entrevistas no fueron muy emocionantes (muchos de los entrevistados tenían una dicción más que espantosa aunque sus intenciones fuesen las mejores; daba la casualidad de que la gente más amable era la que tendía más a los rodeos y redundancias), el material recolectado fue magnífico. Desde personas interactuando físicamente con sus recuerdos hasta las historias que entrejejían tramas de fortaleza, estaba con la ilusión de editar una biografía honesta, desarrollando personajes con sus debidos infortunios que, más adelante en su vida, les moldearía el carácter necesario para la continuidad de sus labores.

De pronto, como la aparición del villano en el cuento, llega la hora de la edición, de reunir el material. Los resultados son para volcarse de vergüenza. Entre las correcciones de mis respectivos jefes y los respectivos clientes, mucho del material recolectado fue totalmente desechado para un fin preciosista: desde quitar una toma donde salía mucha gente “morenita” (no vaya a ser la de malas, ¿verdad?, ¡malditos raza-aria!) hasta omitir toda mención de tragedias familiares o personales. Si la persona describía una situación difícil, o siquiera mencionaba la palabra “difícil”, debía ser omitido inmediatamente, porque cualquier signo negativo podría perjudicar la imagen de la empresa. Por mucho que esa mala experiencia fuera incluso de necesaria mención debido a que pudo haber marcado un antes y después en la organización, debía ser omitida. Las imágenes agregadas, los llamados “patitos” que “visten” la narración, debían también eliminarse para que el rostro de la persona estuviera siempre visible, ya que ellos eran los que contaban la historia. Con tanta confusa instrucción, entregaba adelantos con críticas bastante fuertes por parte de mis jefes, creyendo que no estaba haciendo el trabajo que me tocaba. Al final resultó ser un embrollo horripilante, tedioso e incoherente, brindando apenas una pista de las acciones de dicha persona, un soplo de lo que pudo haber sido una historia muy interesante y no una mera colección de atributos abstractos. Cada fragmento de los testimonios que lograron entrar en el corte final sólo decían cumplidos, haciendo del producto final una farsa repetitiva. Originalmente, antes de llegar a esos cumplidos, repasaban anécdotas y recuerdos de juventud. Debo confesar que no todo el material era excepcional. Como mencioné antes, algunos testimonios no llevaban a ninguna parte.

Ni siquiera de desarrollaban sus formas de pensar y actuar, haciéndolos ver más como ángeles guardianes que llegaron a presionar el botón de mejoras. Como si la empresa no hubiese tenido un solo problema en su camino de creación, el patetismo de esos mini documentales los hizo convertirse en meras cápsulas como para la fila del banco, y ni siquiera para eso, un trabajo el cual daba hasta vergüenza colocar en el CV.

Con todo esto sobre la mesa, al parecer muchas de las cuestiones publicitarias no demandan sutileza en los mensajes, sino la perfección de lo que se anuncia. Quizás a estas alturas es casi banal hacer estas afirmaciones, como si apenas me estuviera dando cuenta de cosas que, desde un principio, ya estaban más que advertidas.

Los absolutos son inservibles con el tiempo, no son atemporales. La obsolescencia programada se halla entre el largo y el corto plazo, pero es siempre segura, aún más si se aplica en las personas: los objetos se mantendrán inertes y en eterna descomposición, y una vez que nos hayamos existido, yacerán por su cuenta en el lugar donde los dejamos. La obsolescencia en la imagen humana no alcanza la eternidad. Quien es olvidado, lo es para siempre jamás, y aún los inmortales corren el riesgo del olvido. Ya lo dijo Roberto Bolaño: de aquí a un millón de años, Shakespeare y Menganito serán exactamente la misma persona.

Pero es verdad, las empresas deben siempre denotar felicidad y éxito absolutos, las empresas nunca deben mostrar sus debilidades para luego demostrar lo que es capaz el entendimiento colectivo, aun bajo las presiones del esfuerzo, porque las empresas siempre deben mostrar que desde un principio tuvieron las aspiraciones claras, perfectas, lúcidas hasta en los supuestos errores (que no los hay ni hubo en definitiva), y su progreso fue inequívoco y constante, así como realmente vinimos de la Cigüeña, la homosexualidad es una enfermedad, las orcas pueden vivir mejor y más años en cautiverio, la vida comenzó con un Adán y Eva caucásicos, la violación es culpa exclusiva de las mujeres y, cierto, deberían poner un enorme muro entre México y Estados Unidos, y quién sabe, quizá sea nuestra propia versión de la Muralla China y será un nuevo punto turístico. Buena empresa.

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Rafael Cisneros (León, Guanajuato, 1988) es escritor y cinéfilo. Ha producido, dirigido y editado numerosos videos para publicidad, grupos pop y cortometrajes artísticos. Ha publicado, bajo varios seudónimos, numerosos cuentos.

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