viernes. 19.04.2024
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Entre José María Servín y Luis González de Alba

Yara Ortega

Entre José María Servín y Luis González de Alba

La mejor época de mi vida tiene que ver con la deconstrucción del cine. Del "Cine Diana" y el "Lázaro Cárdenas" (ambos diluidos en el "progreso" de mi pueblo). En el primero ví grandes producciones; el segundo, escenario para el celuloide pero también teatro y auditorio, donde "La Señora Presidenta" rompía su propio Guiness y "La Rondalla de Saltillo" repetía "Sold Out" desde que se anunció. No olvido que gané una serenata de ésta, que recibí en los altos de "La Portavianda" y mi papá no me dejó salir para agradecerla. Tenía apenas 14 años.

Eran fechas en las que ambos foros no podían ocultar su decadencia. En el Lázaro, los jueves, se congregaban "sombrerudos" para la función de las ocho. Y la gente "bien" ni se asomaba, so riesgo de ser confundida con semejante gente, que venía en trocas de redilas desde Yurécuaro, Pénjamo y Numarán (con sus ítems intermedios), a contemplar los "desnudos" de las sashas y otras princesas de la "sexycomedia" tan en boga entonces. Y los había, quienes llegaban desde las cuatro, para ser co-protagonistas en las innumerables producciones de los Almada. Así de intenso. 

Yo me subía en el fregadero de la cocina para vislumbrar desde la oscuridad los neones, que en su mezcla con el humo de cigarro, daban al paisaje cotidiano una atmósfera de irrealidad. 

El programa del "Diana" era algo bizarro: Las aventuras infanto-juveniles de "Parchís" eran el complemento de "El Preso no. 9"; ambas me pasaron de liso. 

Lo medular en la memoria estriba en que mientras se "hacía justicia" en una mujer infiel, una tía de una amiga de mi hermana nos sentó en el "lobby". Ahí, unas fotos descomunales de personajes como Mauricio Garcés, Angélica María, Fernando Allende, convivían vis-a-vis con unos monitos harto simpáticos, dulcería-paraíso inalcanzable por los precios, de por medio. Una bolsa de palomitas debería ser suficiente para seis chiquillos, a dividir en las doshorasdos de adulterio e infidelidad al amigo ausente. 

Pero mi curiosidad iba más allá. Mi mente de niña excéntrica admiraba aquellas imágenes de inditos en medio de una estática algarabía. Yo le ponía música de feria, tocada por una banda de viento. Veía volar los globos de Cantoya, y girar el tiovivo... y como no enloquecía con el flequillo de Tino ni me sentía envidiosa del overol de Gema, el parchís no era un juego inventado para mí. 

Pasó el tiempo. Y como en "Cinema Paradiso", cambiaron las preferencias del público. El mercado exigía cada vez más "Emmanuelle" y menos Disney. Y llegaron las videocasseteras. Yo era, ahora en la prepa, jefe de grupo, jefe de equipo y vocal en la planilla "Blanca" para la sociedad de alumnos. Pero el liderazgo iba más allá: mi mamá no estaba en casa y mi papá era agente viajero. Y era la única entre sesenta y tres almas en tener una video Beta. Y una credencial de VideoCentro, firmada POR MÍ. Y entonces llegó "Karate Kid", que me proporcionó el mismo deleite que Parchís... y cinco pesos por cabeza de quienes quisieron ver mi pericia en el manejo del control remoto para hacer interminable el beso de Daniel-San y una falsa japonesa.

Pero mi mente volvía en esos momentos a la obsesión de la infancia: los coloridos gabanes y trenzas volantes de los murales del Diana. 

Pasaron los años. De repente, treinta y tantos encima... El rebozo de Stella Inda (su foto duró poco tiempo en el Diana) y el glamour de María Félix (en el pasillo del baño de caballeros, si no mal recuerdo) se materializaron: produje (con un éxito mediático insuperable por la crisis de un gobierno bicéfalo en Guadalajara y Jalisco) un sueño, que era una declaratoria de amor a quien no creía merecerlo. Ciento doce cambios de vestuario, con sus respectivos maquillajes, accesorios y peinados, en cinco tiempos de pasarela, conferenciados con mis hallazgos en la historia y tradición de mi localidad.

Antes de mí, un catedrático muy reconocido de la UdG se había dirigido a una audiencia muy selecta, entre lo más granado de la sociedad, la economía y la política del estado. Disertó de modo fino y poético, de la semiótica del rebozo y de su reconocimiento por Octavio Paz como "La Segunda Bandera de México". Sin embargo, su esfuerzo pasó casi desapercibido, fue pesado por su profundidad, e inalcanzable para la mayoría por su barroquismo anticoloquial. Un enorme porcentaje de los asistentes desconocíamos las credenciales del conferencista. 

Luego me tocó ser anunciada ante ochocientas personas; mientras llegaba al podio iba soltando las gadejas de una trenza que alcanzaba noventa centímetros. Apenas delineada al paso por mi jefe de Imagen y enfundada en un vestido de "travesti en decadencia", según su opinión, alcancé la escalerilla con los zapatos desabrochados pero el ánimo en su lugar. Debió haber un hechizo en el aire, porque entonces comenzó el delirio... ya no leía mi ponencia, la iba viendo algo parecido a una película que ya conocía de antes, tal vez de la niñez. Y entre el vértigo de la artisela y el color aparecieron las tres candidatas a Reina de Fiestas Patrias, de entre quienes emergería la soberana, luego "Nuestra Belleza Jalisco" y finalista en la Nacional.

La política hizo lo suyo: al día siguiente esta presentación acaparaba los titulares de todos los medios, y la raza reclamaba su derecho de posesión al bien cultural que se les negó. La idea original era que se presentara al aire libre, en la explanada "Juan Pablo II" frente a la Basílica de Zapopan, pero se realizó en el patio de la Presidencia. La justificación del evento era que el rebozo es patrimonio cultural del Municipio. Ex-Villa Maicera. Ex-Cuna del Rebozo en Jalisco. Esto fue dicho por mi predecesor y reafirmado por quien escribe. Pero creo que el público ni cuenta se dio, porque buscaban a la que sería su representante en un certamen que sentían más cercano y más propio, aún más que la Independencia que era el motivo, más que el rebozo, que era el pretexto. 

El año que siguió vino lleno de invitaciones para repetir la experiencia, en distintos foros y ocasiones. Pero los últimos días de agosto dejaron huella en la memoria. Demolieron el cine Diana, pese a los esfuerzos de un colectivo cultural que pedía respetar los murales de José María Servín. Yo estaba de vuelta en Guadalajara, y con la idea de ver "Les Unes et les Outres" en la cineteca, hube de recorrer la galería mientras llegaba la hora de la proyección. José María Servín y una exposición retrospectiva de su obra me llenaron las horas que faltaban para la segunda función, ya que la primera "Viva María" se canceló por falta de asistencia. 

En la curaduría de la obra de Servín se omitía el trabajo del mural del Diana. Casualmente yo llevaba en mi portafolios copia de las fotos que acompañaron el denuncio ante INAH para solicitar su protección y resguardo. Aún con el resabio del malogro, tuve oportunidad de dialogar con el curador de la exposición y obsequiarle las impresiones, una de ellas con la firma del autor. 

Al día siguiente recibí una llamada en el departamento que servía como base operativa para el esfuerzo altruista de rescatar la industria textil artesanal de mi cuna. No reconocí el nombre, sino hasta que discretamente el interlocutor me hizo mención de haber compartido micrófono el año anterior. Exponiendo el motivo de su llamada, ofreció vernos "un momentito" en el Museo Regional. Quería que le "hiciera el favor" de revisar la cedulación de una "muestra de su colección particular", que expondría por el Mes Patrio. 

Era lunes; llegué puntual, pese a la intermitencia de la lluvia. Me recibió afable. Pidió a los instaladores desalojar las salas, a fin de que sólo el director me acompañara. Dejó la instrucción de que se hiciera cualquier cambio que yo considerara pertinente. Por modestia, Excuso la presentación que hizo de mí. Al abrir la sala, la sorpresa iba de más a mayor: mobiliario del siglo XVII y XVIII, prendas de vestir, artículos utilitarios y suntuarios de una belleza pasmante. Juguetes tradicionales en perfecto estado. Muñecas de trapo. Todo, superando la calidad de artesanía para alcanzar el grado de obra de arte.

Para mí, la mayor impresión en cuanto a la materia que nos ocupaba fueron prendas que el "Museo Franz Meyer" había considerado como extintas, pero la colección particular de Alberto Ruy Sánchez contaba con UNA PIEZA: un rebozo De olor, denominado así por el uso de óxido de hierro que le confiere la característica olfativa del nombre. Otros varios con rapacejos de fantasía. Los más "modernos" databan del siglo pasado. 

Entonces comprendí cabalmente con quién había topado, tan fortuitamente. Luis González de Alba me llamó de nuevo, para agradecerme el favor de haber revisado las cédulas y corregir ciertos datos técnicos. Huelga decir, que yo iba emergiendo de un deja-vú en el que volvieron los días de la infancia, al ver las muñecas de trapo que eran como la base de la inspiración de José María Servín. Y su mural del Diana. 

A veces creo, como hoy, que eso sucedió en otra vida. Gracias, maestro Luis. Gracias, José María Servín. Ojalá y coincidamos mejor en la próxima. Y que no se borre de mi memoria lo que ahora recuerdo. 

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