viernes. 19.04.2024
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La ley del embudo

Federico Urtaza

La ley del embudo

Vivimos la experiencia del embudo, así sea si consideramos el punto de vista desde la boca ancha, digamos que la “normal”, o de la boca estrecha.

Desde la primera perspectiva, si entra un chorro de luz o de sonido o de ambas, sale un chorrito no más intenso ni concentrado; sale sólo lo que sale, nada más.

Desde la segunda perspectiva, sucede que el chorro de luz o de sonido o de ambas, entra apenas una parte del chorro que baña el cono del embudo por fuera y lo que sale, si un mirón y escucha aguarda en la boca del embudo, sale difuso y con un punto de luz no más intenso.

En esa experiencia, sin embargo, sucede también que hay una lluvia diluvial (perdóneseme el abuso pluvial) de información, bien sea como mensajes más o menos bien o mal estructurados o como mero ruido; es tal la abundancia que para encontrar algo con cierto sentido se requiere un medio para romper la estática; ahí es donde entra el embudo.

Y voy al cine para agenciarme un ejemplo. Me paro frente a la taquilla; a mi espalda, un prisma como de dos metros ofrece hojas impresas en las que se presenta la foto de alguna película, el horario y su sinopsis (permítaseme un digresión, sucedió que cierto caballero, poco dado a llevar a su mujer al cine, un día decide sorprenderla, miran el prisma y él, bien decidido, le dice al taquillero: “Dos boletos para sinopsis, por favor”).

Decía: ahí plantado, veo signos de películas habidas y por haber y las que están en pantalla; soy cinéfilo, lo confieso, y mis intereses como tal ya me permiten discriminar parte de la cartelera, aunque esto significa que ya me hice de una cartelera alternativa que contiene mi lista de deseos, lista que elaboro a partir de revistas y secciones especializadas en cine y, vaya, espectáculos y “famosos”, en donde se reseñan alfombras rojas, festivales y muestras (importantes o no tanto, nacionales y extranjeros), críticas y rechiflas, que involucran todo tipo de películas.

Y aquí ya vamos más encarrilados en el tema: la oferta excesiva y la “especializada”. Aquí es donde el embudo, más que metáfora, es ya un método-herramienta.

Me salto el árido territorio de las estadísticas sobre la producción de películas en el mundo (si ya las de nuestro país son ilustrativas sobre la abundante producción), y las de los exiguos canales de exhibición, que no son garantía de amplitud ni calidad en la distribución y exhibición fílmica (salas de cine comerciales, casas de cultura, minisalas de arte, televisión, piratería, netflix y similares legales o semi tales, etcétera), para asumir como evidente que para el espectador promedio existe una oferta tan voluminosa, que de no ser por las estrategias más o menos acertadas y exitosas de marketing y publicidad, no estaría en aptitud de ilusionarse creyendo que elige la película que quiere ver (otro embudo). Y, para ser sinceros, algo parecido sucede entre los cinéfilos de colmillo refinado: gracias al embudo construido con teóricos y críticos y voces autorizadas, se tiene también la ilusión de estar eligiendo la obra de arte que habrá de revolucionar nuestra idea del cine y del mundo, así como la historia del séptimo arte y la cultura en general (otro embudo, éste visto desde el hoyo de salida hacia el interior, que se amplía infinitamente hacia la boca del embudo).

Pero no entremos en pánico (hay otros motivos razonables para hacerlo, pero no es éste el caso); o bueno, sí, hay que hacerlo aunque sea un poco: retomando una de las primeras afirmaciones, la de que estamos saturados de información. Lo que vemos en el cine lo leemos en las librerías, el consumismo mantiene un alto nivel de producción, misma que va a parar al basurero a veces antes de salir al público, y si bien se produce con diverso grado de calidad (que para todo hay gustos), estamos hablando de nichos de mercado, no tanto de perspectivas de la realidad que puedan ser compartidas por quien produce y quien (diré sin convicción) consume productos culturales como películas o libros o teatro o artes plásticas, etcétera.

Por eso no sorprende que quienes producen arte y/o entretenimiento, sumados a las instancias públicas o privadas de apoyo (vamos, mecenas con dinero propio o de los contribuyentes), sostengan puntos de vista de otro tipo de productores de bienes y servicios menos espirituales.

Y, peor: quienes realizan arte y entretenimiento, por adscribirse a lo cultural, adoptan criterios de beneficio, de plano en el terreno de los privilegios: no se trata de ser competitivo, y no digo esto pensando en resultados económicos, sino de estar, en realidad, aportando algo al fortalecimiento de las artes y la cultura, lejos de calificaciones burocráticas.

Estaría bien incluir un embudo con el que podamos discriminar lo repetitivo y banal, de las propuestas que intentan abrir la comunicación entre el productor y el receptor.

Estoy hasta la retina y los huesecillos del oído interno y las neuronas y sinapsis de películas nacionales o extranjeras, de poco o mucho presupuesto, que son refritos de otras películas; una cosa es que el fondo de historias no es infinito, como no lo es mi cartera, y otro que la misma historia sea contada una y otra vez sólo porque al inicio sorprendió a algunos.

Me chocan la precuelas y secuelas, los “remakes”, incluso cuando son realizados por el mismo cineasta (ah, Heneken, qué ocurrencias las tuyas).

Me asombra cuando un cineasta logra agarrar la esencia de un cuento de hadas y, aunque sea en una producción comercial, logre esa conmoción que linda  con la experiencia de enfrentarse a lo sagrado e inefable que se siente cuando se escucha o se lee Caperucita Roja o la historia del paciente Job (con todo y su Leviatán) o Teseo ante el Minotauro o Don Quijote al morir desilusionado.

Sí, hay que estar atentos a lo que sucede en el mundo, pero hay que aprender a ver y escuchar: no se cansan los sabios y los místicos de insistir en esto. Y tan fácil que se nos olvida, y nos dejamos distraer con cualquier pelota o rama que nos lancen a la distancia. 

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