martes. 23.04.2024
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El cuentito del mandala

Karen Lee Galindo

El cuentito del mandala

Bastó un fin de semana para que un puñito de arena de colores hiciera estornudar a mi conciencia.

Vagamente había escuchado de eso, los mandalas. Que no es lo mismo una palabra dicha, así nomás, que todo lo que la originó.

Mandala, con acento en la primera a, me funcionaba. “Mándala a la chingada”, me decía mi amigo Alexis cuando le contaba que esta relación estaba a punto de ahogarme, pero que, a pesar de todo, algo me mantenía buceando los océanos del noviazgo decadente.

Ese sábado, el mismo Alexis me invitó a un centro de la localidad a ver cómo unos monjes tibetanos hacían un mandala (sin acento en la primera a) de arena, para luego deshacerlo frente a toda la comunidad.

-¿Hacer para deshacer?– cuestioné a mi amigo con indignación. -Es ridículo.

Y resultaba aún más ridículo al observar el dichoso mandala, tan cautelosamente diseñado, luciendo como imponente pieza artística de proporciones de elegancia matemática.

-No es de Dios– le dije a Alexis. –Tanto empeño puesto en algo para barrerlo con una  escobilla de afuera hacia adentro. Hay que hablar con los monjes y decirles que esto es un error.

Mirábamos cómo trabajaban con dedicación, con serenidad, vertiendo la arena por finos tubitos.

Terminaron por fin el domingo. Toda la comunidad se reunió para ver cómo se deshacía el mandala. Mi indignación iba cediendo, no sé cómo, no sé por qué.

Al final recibiría, como todos los ahí presentes, una bolsita con un poco de esa arena, que alguna vez fue una obra de arte.

-Nada, ni lo más bello, está para permanecer– dijo con determinación uno de los monjes, en un inglés torpe y a la vez tierno.

Ese domingo terminé con Ana.

***

Karen Lee Galindo (León, Guanajuato, 1989) estudió Comunicación y se encuentra estudiando una maestría en Educación Artística. Sus diversas pasiones la han llevado por los caminos del teatro, la danza, la música y la literatura.

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