Es lo Cotidiano

A la dicha le basta y le sobra

Andrés Baldíos

A la dicha le basta y le sobra

Recién salidos de la universidad debíamos participar, como parte del fastidioso y nada complaciente servicio social, en una obra para niños y adultos de la tercera edad o adultos muy adentrados a la experiencia de la pose dinámica; ya saben, prefectos, grandes empresarios, gerentes de bancos, rectores de escuelas. En fin.

La obra estaba basada en el sueño que un grupo de niños escribió e ilustró en el transcurso de una clase de inglés: cada uno de los veinte chiquillos habían soñado la misma trama en continuidad para forjar un cuento maravilloso, una verdadera parábola de la diversión infantil, la vitalidad de las fuerzas imparables del infante. Las maestras, fascinadas por tan preciado acontecimiento, inmediatamente planearon su publicación. Al poco tiempo, el cuento fue adaptado por varios profesores de música a una obra teatral de combinaciones extraordinarias. Dado que la escuela donde este suceso vio la luz se encontraba a unas cuantas calles de nuestra universidad, fuimos obligados (así es, obligados) a ser los primeros intérpretes de dicha creación para enorgullecer a los niños creadores y a todos sus invitados. Para nosotros era más bien un asunto de trabajos forzados, levantamiento de piedras, excavaciones peligrosas, portar chamarras de grosores pesados en verano. Nuestro entusiasmo era, desde luego, más nulo que nada.

El escenario ya estaba preparado, sólo debíamos seguir las instrucciones precisas de los coreógrafos y asimilar nuestros vestuarios. Parecíamos mimos, la mayoría con botargas de esos seres que sólo salen del júbilo infantil.

La obra se produjo una mañana atestada de celebración. Cientos de personas nos contemplaban desde pequeñas gradas y sillas enfiladas; el escenario era una plataforma alta y gruesa desde donde podíamos vislumbrar cada una de las miradas entregadas a nuestros movimientos. Primer acto, segundo. Tercer acto y el que le sigue. Sexto y octavo y parecía no tener fin. La voluntad crecía como un encantamiento, nuestras caras largas tomaron la forma de un ensueño deleitante. Siguiente acto, un retrato surrealista del niño en aprietos que dura varios sombríos minutos antes de ascender al acto más bello de la tierra.

El final de la obra nos llegó repentinamente para cuando habíamos comenzado a aferrarnos al hilo refulgente de su trama.

¡Salgan todos! ¡Vengan!, dijeron varios de nuestros amigos al otro lado del escenario. Nos alineamos como soldados disparejos y corrimos de muro a muro, apareciendo y desapareciendo para alegría de los espectadores. El show había terminado, estábamos oficialmente graduados. La inconmensurable ovación intensificó algo que nos pertenecía desde hacía tanto tiempo, desde toda la vida, demasiado imperecedero para colocarlo frívolamente en palabras ornamentadas.

Por lo que veo ahora, la felicidad es nada menos que una carga eléctrica, producto instantáneo del entusiasmo que puede llegarnos tardíamente, pero que, en un debido final, nos impulsa el corazón para brindarnos a nosotros mismos las lágrimas que pretendíamos guardar para siempre. Digo lo siguiente entre risas: estamos todos lógicamente apenados con tan ridículos vestuarios, pero nuestro maquillaje ahora contornea el aura de nuestra satisfacción por haber ocasionado lo que probablemente serán las últimas risas de esos ancianos y las primeras de tantas que concebirán todos esos niños en la vida por delante. Les doy el abrazo de mi vida a mis amigas y amigos antes de que el público se acerque al escenario y el telón oscuro nos cubra en la intimidad más hermosa en el final de nuestros estudios.

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Andrés Baldíos es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

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