Es lo Cotidiano

El miedo como medio de control social en la Edad Media

Eduardo Celaya

El miedo como medio de control social en la Edad Media

A modo de introducción

Jean Delumeau, a través de su libro El miedo en occidente hace un análisis sobre cómo el miedo fue un factor omnipresente en la cultura popular y dominante de la Edad Moderna. Uno de los puntos que más destaca, sobre todo en la segunda parte de su estudio, es cómo el miedo fue utilizado por éstas clases dominantes para ejercer dominio sobre la población, al darle personalidad y nombre, a modo de ser identificable y, por tanto, perseguido y exterminado, en caso que fuera necesario. Este trabajo de análisis se enfoca en cómo estas clases dominantes, y bajo qué argumentos, lograron dar este enfoque maligno a varios elementos, ajenos a lo cotidiano en Europa occidental, de tal manera que se vivió un ambiente de control y represión de lo diferente, con el objetivo de mantener una unidad que cada día amenazaba con romperse más.

El miedo personificado tiene un factor común, el mayor enemigo de la cristiandad y de Dios mismo, Satán, que por medio de sus agentes en la tierra, espacio de su dominio, logra tentar y condenar, de acuerdo a las mentalidades de la época, al buen cristiano, de tal manera que se pierda y destruya, justo antes del inminente Juicio Final que los hombres de Iglesia, tanto católicos como protestantes, se empeñaron en ver en cualquier manifestación, natural o humana. Estos agentes, verdaderos enemigos de la cristiandad, se pueden ver en dos ámbitos, el enemigo externo, y el infiltrado, es decir, aquel que está en el seno mismo de la sociedad europea y es, por tanto, más peligroso, pues está bien escondido y es difícil de detectar.

Los tiempos de peste: la búsqueda de un culpable

La peste, que azotó Europa desde finales de la Edad Media, hasta bien avanzada la Edad Moderna, fue un constante factor de miedo en las sociedades, tanto dominantes como populares. Dado el poco conocimiento científico de la época, así como la constante mental de la culpa y el pecado relacionados y manifestados en el plano físico, la peste se consideraba como uno de los máximos castigos divinos ante una humanidad pecadora e infiel. “Son numerosos los testimonios que han expresado, a través de las edades, este discurso religioso sobre la desgracia colectiva según la cual todo el mundo es culpable y no solamente algunos chivos expiatorios”[1], de tal manera que los pecados de toda la humanidad eran la principal causa de la terrible enfermedad y la gran cantidad de muertes, que casi periódicamente azotaban al territorio europeo. El imaginario religioso de la época, entremezclado con un pasado mágico y la dominación de una clase dirigente totalmente imbuida en el ideal cristiano, llevaron a relacionar los tiempos de peste con la oración y la plegaria colectiva, en búsqueda de una pronto solución divina y un ajusticiamiento de los culpables. En palabras de Delumeau, “al ser reputada toda una ciudad de culpable, se sentía la necesidad de imploraciones colectivas y de penitencias públicas cuya unanimidad y cuyo aspecto, si así puede decirse, cuantitativo, tal vez pudiera impresionar al Altísimo”[2]. Todo se hacía con el fin de calmar la ira celestial. No fue mucho lo que separó esta imploración de perdón de la búsqueda de uno, o varios culpables, los cuales se convirtieron, inmediatamente, en enemigos de toda la sociedad.

Los culpables fueron prontamente señalados y, como suele suceder en sociedades establecidas y con un fondo imaginario común, en este caso, el cristianismo, el extranjero fue el primer culpable. Caso difícil en la Europa de inicios de la Edad Moderna, pues todo aquel que no comulgara en ideas con la cultura dominante era un extranjero, basado en el ideal del imperio cristiano universal, encabezado por un papa, representante de Dios en la tierra. La explosión de la herejía protestante fue uno de los elementos que más impulsó la persecución del otro. “Las matanzas de la noche de San Bartolomé, en 1572, y los días siguientes, en París y en varias ciudades de Francia, solo se explican psicológicamente por la certidumbre colectiva de un complot protestante”[3], complot que buscaba diezmar la integridad católica en un periodo de turbulentas batallas religiosas, que sólo eran el inicio de un largo periodo de diferencias doctrinales. Por lo tanto, en la Francia de las Guerras de Religión, “acabar con los hugonotes se convertía en un acto de legítima defensa”[4], ya no sólo como expiación por los males que habrían traído la peste, sino para preservar el discurso teológico predicado por Roma.

Los protestantes no fueron los únicos imputados con la culpa de los grandes horrores que las sociedades vivían. La inminencia del Fin del Mundo, tan predicado por grupos milenaristas y religiosos ortodoxos que buscaban el fin de la perversión humana de fines de la Edad Media, el peligro turco, amenazando las fronteras europeas y el comercio con Asia, y el descubrimiento de nuevos grupos humanos en América que, sin embargo, representaban una nueva amenaza por sus religiones idólatras inspiradas por el demonio, así como lo enemigos internos, los pobres, los locos, las mujeres, los desposeídos, eran factores que amenazaban la mentalidad occidental que necesitaba poner nombres a esos miedos que les amenazaban cada día y a todas horas.

Las voces del miedo: las clases dominantes

Dice Jean Delumeau: “[…] tanto en el campo como en la ciudad, hay otros cabecillas cuya importancia tal vez no se ha subrayado suficientemente: los hombres de Iglesia en contacto con el pueblo. Porque estos predican, son sus verdaderos guías”[5]. En estas líneas, el historiador francés hace un señalamiento importante: la mentalidad de las masas de las ciudades y el campo estaban fuertemente influidas por el discurso de las clases dominantes, el gobierno y los eclesiásticos, católicos y protestantes, pues “por supuesto, los pastores reformados no se quedaban atrás, y su responsabilidad en las <<furias iconoclastas>> y la ejecución de las <<idolatrías>> fue capital”[6]. Uno de los temas que más recurrentemente se hacían evidentes en la mentalidad de la Edad Moderna era la inminencia del Fin del Mundo, que a su llegada provocaría que los infieles se bautizaran y aceptaran al Dios verdadero, ya fueran judíos, musulmanes o católicos o protestantes, según quien diera el discurso. La importancia capital de la difusión de estas ideas es el tema de análisis de Delumeau: “las grandes angustias escatológicas no habrían podido marcar profundamente la mentalidad colectiva, en particular en las ciudades, sin las grandes predicaciones populares”[7]. La imprenta y el grabado jugaron un papel primordial en la difusión de éstas ideas, promoviendo la circulación de imágenes escatológicas, provocadas por todo el que fuera diferente y que, obviamente, buscaba la destrucción de la religión verdadera, inspirados por el Maligno.

Sin embargo, el temor de las clases dominantes iba mucho más allá de la inminencia del Juicio Final y, por tanto, de la creciente agresividad del demonio. “Juntos con la peste, las carestías, las guerras, incluso la irrupción de los lobos, siempre eran interpretadas por la Iglesia, y más generalmente por los guías de opinión, como castigos divinos”[8], castigos que estaban orientados a exterminar a los hombres perversos, muchas veces mezclados con el resto de la cristiandad, incluso colocados en la misma Roma por los protestantes, o en Alemania, Inglaterra o Ginebra, por los católicos.

El enemigo de occidente: Satán

La presencia de Satán en el inconsciente colectivo occidental no es tan medieval como podría llegar a pensarse. Es a inicios de la Edad Moderna cuando tiene mayor presencia en los sermones, las pinturas o los relatos populares y, por tanto, en los miedos colectivos. Menciona el autor que “la Divina Comedia(cuyo autor murió en 1321) señala simbólicamente el paso de una época a otra y el momento a partir del cual la conciencia religiosa de la élite occidental cesa de resistir, durante un largo periodo, a la pleamar del satanismo”[9], señalando que es a finales de la Edad Media y principios de la Moderna, y gracias a la difusión que brindó la imprenta, cuando se permite que el demonio tenga este protagonismo que caracterizó a los siglos posteriores. “[…] fue al principio de los tiempos modernos y no en la Edad Media cuando el infierno, sus habitantes, y sus secuaces acapararon más la imaginación de los hombres de occidente”[10].

“La imprenta difundió el miedo a Satán y a sus secuaces mediante gruesos volúmenes, a la vez que mediante publicaciones populares”[11], y no solamente la imprenta, sino que la misma figura de Satán, primero un ángel caído, después una bestia enorme, devoradora de almas y torturadora de pecadores, con terribles garras por pies, fue el protagonista de cada vez más pinturas y murales que la población común observaba con más frecuencia. Este miedo a Satán, que se hizo más fuerte y presente entre 1575 y 1625, estuvo presente en la mentalidad de las poblaciones y de los dirigentes, incluidos teólogos, juristas, gobernantes y escritores, que se encargaron de difundir la figura del gran enemigo de la cristiandad[12]. Este temor fue compartido tanto por los dirigentes católicos, como por los protestantes, que veían la influencia del Maligno en las acciones de los contrarios, y muchas veces incluso al mismo Anticristo en una o varias personas. Sin embargo, el miedo se manifestó de forma más evidente en el rechazo a los agentes de Satán, que se hacían más presentes con el paso de los años, a la luz de la difusión de estas ideas. Vale la pena analizar quienes son estos agentes y cómo es que afectaban a las mentalidades occidentales.

El enemigo externo: idólatras americanos y musulmanes

La presencia demoníaca en el territorio externo a Europa permitió a las clases dominantes justificar sus acciones, por ejemplo, en el territorio americano. La sola presencia española en el Nuevo Continente se vio autorizada bajo el argumento de evangelización de los indios, puesto que no conocían a Cristo y, sobre todo, su religión era de inspiración satánica, por lo que debía extirparse y eliminarse lo más pronto posible. La ocupación española en América se ve, por tanto, justificada a la luz del miedo que se sentía hacia el satanismo.  Menciona Delumeau que “[…] la idolatría tiene anchas espaldas: ha justificado la colonización y sus pillajes y explicado incluso el hundimiento demográfico de las poblaciones indígenas”[13], explicando de esta manera tanto la explotación del indígena, como la apropiación de los recursos como un medio para la salvación de sus almas. Es conveniente ver la relación que existe entre la violencia ejercía en América y la que era permanente en Europa, “se impone relacionar la política de extirpación de la idolatría practicada en América a finales del siglo XVI y en la primera mitad del XVII, y la agresividad que las autoridades demostraban en Europa en ese momento en el terreno religioso”[14], violencia que tenía un fondo común, la lucha contra Satán, que extendía su poder e influencia incluso hasta el continente americano.

El caso del Islam presenta características curiosas. Por un lado, el verdadero temor que el papado sentía hacia los musulmanes era que muchos cristianos, ya fuera por ser prisioneros, o de manera voluntaria, aceptaban la fe de los turcos. Esto, si bien no representaba un gran número de almas que abandonaban el cristianismo, si era preocupante, pues la conversión era resultado del contacto. Además, el combate al Islam no era tan evidente como ante otros enemigos, ya que el comercio y el intercambio tenía un papel importante en estas relaciones. Queda como ejemplo lo que menciona el autor: “[…] el propio gobierno veneciano solo combate a los turcos intermitentemente, cuando sus posesiones en Oriente se ven atacadas”[15], y si bien la preocupación del papado era grande en este aspecto, éste miedo no era compartido por toda Europa, más bien solamente los territorios afectados directamente por el peligro turco lo tenían en cuenta. “[…] En Europa fueron indiferentes al peligro turco todos aquellos que no estaban directamente amenazados por él”[16]

El enemigo infiltrado: judíos, la mujer y la represión de la brujería

Sin embargo, el peligro más amenazador estaba en el mismo territorio europeo. Si bien un idólatra o un musulmán podían identificarse fácilmente, un habitante de la misma ciudad que mantenía ideas diferentes podía infiltrar la mentalidad del pueblo, lo que buscaba evitar la clase dominante. Este peligro estaba manifestado sobre todo por los herejes, que sólo los eruditos decían poder identificar. Sin embargo, más allá de la herejía, se identificó y acusó plenamente a dos elementos de la sociedad europea cotidiana, que sufrieron grandemente la represión y persecución de las mentalidades modernas: el judío y la mujer.

El antijudaísmo no era nuevo en Europa. La figura del judío tuvo generalmente mala imagen, sobre todo por su presencia en los asuntos de dinero y préstamos, y por la creencia de la culpa heredada por el asesinato de Cristo. Sin embargo, “en Europa occidental, el antijudaísmo más coherente y más doctrinal se manifestó durante el período en que la Iglesia, viendo enemigos por todas partes, se sintió cogida bajo dos fuegos cruzados de agresiones convergentes”[17], es decir, el Islam y los herejes. Aunque se tenía una justificación religiosa para la persecución del judío, incluso inculpándola el asesinato de niños, el envenenamiento de pozos o el haber traído la misma peste, existían otras razones para esta aversión al pueblo de Israel. Señala Delumeau que “[…] el ascenso de los mercaderes cristianos en la economía occidental a partir del siglo XII tuvo por resultado hacer crecer la agresividad de los recién llegados al comercio contra el tráfico judío tradicional”[18], trayendo razones económicas a la constate persecución e inculpación de los judíos. La identificación del judío con el mal fue rápida y explosiva, incitado sobre todo por los discursos religiosos, apelando al supuesto carácter usurero y deicida, que amenazaba con destruir la integridad tanto física como espiritual del creyente cristiano, “el discurso teológico alimentó, pues, enérgica y conscientemente, el antijudaísmo”[19].

La mujer, “lo mismo que el judío, […] fue identificada entonces como un peligroso agente de Satán”[20], sobre todo porque, en el inconsciente masculino, era la personificación del desenfreno, la lujuria y el pecado, que amenazaba con arrastrar al hombre lejos de sus deberes terrenales y espirituales. Por tener mayor contacto con la naturaleza, fue fácil relacionarla con el demonio, el Príncipe del Mundo, como su instrumento para hacer caer al hombre, sobre todo a través de la carnalidad. “La sexualidad es el pecado por excelencia; esta ecuación ha pesado mucho en la historia cristiana”[21]. La misoginia en la cultura dirigente fue creciendo desde la Edad Media, heredando preconcepciones de otras culturas, y siendo alimentado por los sermones de las órdenes mendicantes que defendían al sacerdote de las amenazas femeninas, pues “[…] para la Iglesia católica de entonces, el sacerdote es un ser constantemente en peligro y su gran enemigo es la mujer”[22].

No es de extrañar, por tanto, que los tiempos de la Edad Moderna fueran importantes en cuanto a la persecución de la brujería se refiere. La difusión de ideas desde la esfera dominante por medio de la imprenta es evidente en este caso. “El Formicarius es la primera obra demonológica que insiste en el papel de las mujeres en la brujería”[23], obra escrita a principios del periodo que estamos analizando, y que habría de inspirar muchos otros manuales para lidiar con la brujería. La presión ejercida por autoridades eclesiásticas y civiles respecto a la persecución de la brujería (en donde hay más casos masculinos de los que se cree, aunque sea predominante la presencia de acusadas), es vital para el desarrollo de esta represión. La brujería pronto se relacionó a la herejía, pues se trataba de un mundo ajeno al cristiano, con diferentes concepciones de la vida y una notable desobediencia de los estatutos morales de la época. Si tomamos en cuenta que “[…] para las autoridades, el hereje no podía ser más que un antisocial de la más negra especie”[24], la existencia de una bruja en el seno de una comunidad representaba un grave peligro para la estabilidad social y religiosa, por lo que el problema debía ser resuelto de inmediato.

Un importante factor en la persecución de brujas, el clímax de la represión de lo diferente por la clase dirigente, es la enorme distancia que separaba a las clases populares de las gobernante, y que hacía que fueran irreconciliables. Delumeau acusa que “[…] la distancia mayor entre las dos culturas parece haber reforzado la repulsión de la élite por los incomprensibles comportamientos de una masa campesina que cada vez se volvía más extranjera para ella”[25], por tanto, desconocida y peligrosa, que debía ser controlada.

Conclusiones

El factor común en las persecuciones y procesos de que está repleta la Edad Moderna en occidente es el miedo, a lo desconocido, a lo ajeno y, por tanto, a lo maligno. “Es, por tanto, el miedo lo que explica la acción perseguidora en todas direcciones”[26]. La presencia del turco, el judío, las religiones paganas de América o la tentación representada por la mujer, aunado a la aparición de la herejía, hizo que el otro fuera visto cada vez más como un peligro, una amenaza de la que más vale precaverse. La obsesión de las clases dominantes por la extirpación del mal, del pensamiento contrario, se hizo evidente en la modernidad, impulsando la imprenta la aparición y exaltación de estos miedos, así como los medios para destruirlos. Delumeau concluye claramente que “en una situación de estado de sitio –en el presenta caso, la ofensiva demoníaca que duplica la violencia antes de los plazos apocalípticos-, el poder político-religioso, que se siente frágil, se ve arrastrado a una sobredramatización y multiplica como a capricho el número de sus enemigos del interior y del exterior”[27], dando como resultado una persecución exagerada que busca enemigos en cualquier rincón, y busca reivindicarse como medio para asegurarse la verdad y la protección no sólo de lo físico, sino de lo espiritual.

La pervivencia del miedo en las mentalidades occidentales, de acuerdo con el autor, se verá disminuida con la entrada de la razón, con autores como Descartes o Galileo, los cual llevará a un abandono de los miedos colectivos sobre las amenazas del demonio. No es que se niegue su existencia, sino que se triunfa sobre él, pero no fue sino hasta el siglo XVIII que se observó este cambio en las mentalidades. Finalmente, el ambiente de persecución y miedo que se analiza en el occidente europeo se ve marcado por una contante: “las autoridades civiles y religiosas decidieron disciplinar una sociedad reacia, que les pareció que vivía al margen de las normas proclamadas”[28], una dominación de la cultura dominante sobre las ideas diferentes, que se manifiesta en un miedo a lo nuevo y a lo desconocido.

*Eduardo Celaya Díaz (Ciudad de México, 1984) es actor teatral, dramaturgo e historiador. Fundó el grupo de teatro independiente Un Perro Azul. Ha escrito varias piezas teatrales cortas, cuentos y ensayos históricos.

[Ir a la portada de Tachas 180]


[1] Delumeau, Jean, El miedo en occidente, trad. de Mauro Armiño, México, Taurus, Santillana Ediciones Generales, 2012, p. 175.

[2] Ibíd., p. 177.

[3] Ibíd., p. 224.

[4] Ibíd., p. 226.

[5] Ibíd., p. 233.

[6] Ibíd., p. 234.

[7] Ibíd., p. 263.

[8] Ibíd., p. 276.

[9] Ibíd., p. 292.

[10] Ibíd., p. 301.

[11] Ibíd., p. 300.

[12] Cfr. Ibíd., p. 303.

[13] Ibíd., p. 320.

[14] Ibíd., p. 325.

[15] Ibíd., p. 329.

[16] Ibíd., p. 331.

[17] Ibíd., p. 339.

[18] Ibíd., p. 341.

[19] Ibíd., p. 348.

[20] Ibíd., p. 379.

[21] Ibíd., p. 386.

[22] Ibíd., p. 402.

[23] Ibíd., p. 433.

[24] Ibíd., p. 469.

[25] Ibíd., p. 475.

[26] Ibíd., p, 482.

[27] Ibíd., p. 484.

[28] Ibíd., p. 494.