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BUTACA URTAZA

Por favor, no se me distraiga

Federico Urtaza

Por favor, no se me distraiga


Nada es lo que parece. Esta frase bien pudiera ser la traducción del enunciado de la filosofía oriental que implica que todo es una ilusión. Sin embargo, para efectos prácticos tenemos que vivir en esa neblina tan peculiar que trastorna los sentidos y, por ende, la mente. Si un auto avanza por la avenida, por muy ilusorio que sea, por más que sea sólo energía, más me vale no cruzar a su paso a menos que quiera hallarme transformado en un recuerdo (esencialmente ilusorio) o que la organización peculiar que soy de energía que me contento con llamar Yo, se convierta en caos provisional para recuperarse en otra forma de organización.

El caso es que si uno lleva al absurdo algunos supuestos, acaba uno no en la ilusión sino en el absurdo donde nada tiene sentido –y no se diga lógica-. Sí, nada es lo que parece, pero en la búsqueda de una verdad funcional para la vida cotidiana personal o histórica, que confiera una mínima certeza para no andar como entre niebla, hace falta establecer algunas convenciones que van acaso desde la fe ciega hasta el sano (y engorroso) escepticismo, a manera de relatos que siempre serán hipótesis y como tales habrán de ser verificados.

En esas excursiones a la realidad circundante de la que somos parte (nótese la paradoja), sucede a veces que parece que en lugar de avanzar estamos sentados y vemos cómo pasa todo a través de la ventana, como si fuéramos sentados en un tren y viéramos pasar corriendo casas, vacas, árboles, postes, campos yermos… ¿O qué, a usted nunca le ha caído de peso esa impresión abrumadora de que la vida pasa y uno es como una piedra?

Pues bien, de eso trata la película La chica del tren (Tate Taylor, 2016), de eso, de que alguien empieza a hundirse en la inanidad y sin, embargo, no es así pues ya dije, nada es lo que parece.

Este asunto de la apariencia es lo que hace que funcionen las películas de suspenso (o thriller), de las que eran gran ejemplo las del genial Alfred Hitchcock. En las películas de este género no basta recurrir a los consabidos trucos narrativos que generan interés, el afán de saber qué sigue; necesitan explotar al máximo el supuesto de que nada es lo que parece.

Películas como La chica en el tren me inspiran para regresar a los clásicos del género. Se me antoja de nuevo reflexionar sobre ciertos temas incluso personales para intentar el esclarecimiento de dudas que son como una comezoncilla que no se localiza puntualmente.

Como siempre, nunca haré reseña de la historia en mis artículos sobre cine; pero eso no impide que refiera algunos detalles, como por ejemplo la importancia de la dirección de actores que, por salud de todos, requiere una elección de elenco tan acertada que parezca sabia.

No es suficiente juntar grandes nombres o a falta de estos talento experimentado; se necesitan actores que se dejen dirigir y directores que sepan lidiar con actores; esto me trae a la mente lo que relataba Truffaut cuando dirigía niños: para entenderse con ellos se arrodillaba a su lado, los miraba a los ojos y les explicaba una y otra vez lo que quería que hicieran, y vaya que los niños actores no son difíciles.

En La chica del tren, además de la excelente dirección de actores bien elegidos para cada papel, hay una asombrosa labor de caracterización que revela un impecable trabajo de diseño de arte, apoyado por el maquillaje y fotografía y la iluminación.

Me atrapó la película o me dejé enredar, lo mismo da; nunca se me fueron las cabras al monte ni me vino a la mente alguna de mis millones de importantísimas preocupaciones.

Caí en el juego y me divertí de maravilla. Para eso es el cine, para eso debería ser, y para luego de maravillarnos, recordarnos que nada es lo que parece y que a cada uno corresponde descubrir qué sí es y qué no es. 

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