Es lo Cotidiano

De los zoológicos y, en particular, de éste

Andrés Baldíos

De los zoológicos y, en particular, de éste

El zoológico de estos nuevos días es lánguido y estéril. Sus colmillos paquidermos de apertura son la única muestra de que todo marcha relativamente bien. Sus venados de bronce oxidado nunca morirán, se mantendrán alineados a pleno salto, a salto arqueado, a rítmica estática; la inmovilidad les proporcionará el temple de bellezas inanimadas hasta que su material se resquebraje.

Entro, y aún yace el león que solía rugir silente en la cúspide de lo que solía ser el “recibidor leonés”, ese arquillo de la calzadilla que hacía de umbral al pueblecillo de zapatos y bicis, el león que antes posaba en bienvenida de paisanos y extranjeros con muta en su gesto congelado de ataque e imponencia. Un león plano, sin riesgo de castración.

Me adentro aún más y el lago de los monos mantiene el verdor pantanoso predilecto de los peces y las tortugas. Los monos se columpian en una rutina que no comprendemos, o que, a conveniencia de la ternura de nuestros niños y el asombro de nuestros ciudadanos, preferimos ignorar.

Los murciélagos ya no saben para dónde ir y venir. Se saben su cueva de memoria. Saben cada orificio y estalactita. Saben que enfrente hay un cristal a prueba de ellos. No saben que es al revés: ese cristal es por su seguridad, los protege de nuestra insaciable y egoísta curiosidad.

Los osos polares no tienen más por hacer que esperar entera y eternamente una helada que jamás virará a su atascadero artificial, resecado y acalorado. Esperar la muerte. Uno de estos osos se ha ido ya, para tristeza y total soledad del otro, el compañero de celda que se queda a merced de los “¡oh!” y los “¡awww!” y los “¡ájales!” de la clientela enternecida por su desolación. Le queda el agua considerablemente fría, y una mirada asoleada que se desliza por los rostros de la gente. Para el animal no hay realmente una diferencia.

Ahora no hay osos. Luego de años de habernos visto los rostros desde lo bajo, con ojos entrecerrados en plena lucha con el solazo que no les corresponde padecer, ahora no existen más. Vivir para ser observado y morir a merced de nuestra necesidad de enternecernos con el enclaustramiento.

Las águilas y los buitres (los carroñeros temidos por su labor de limpiar la sabana) no pueden hacer más que contemplar carnadas que pasan a su terreno, presas de cachuchas y mezclillas, de cámaras y celulares con cámara, las cuales sólo miran para señalarlos como plumíferos altamente peligrosos (todo ante el interés y festejo de las crías de sus observadores... pero pobres, sólo vuelan de vez en cuando para no olvidar el hecho de que saben volar).

Y la colección de reos prosigue…

Los cerdos salvajes no pueden ejercer la tempestad de su nombre; las serpientes deberían estar afuera y nosotros a una cierta distancia de sus confines; las hienas no tienen motivos para mofarse de ninguna ironía o atraco (sus sonrisas similares a las de nuestros perros hiperventilan en tono distinto, en notable tedio y desventura); los leones siguen durmiendo (no por nada la ciudad porta el nombre de esta fiera, con todo y testículos colgando al ras de la actividad) pero las leonas necesitan hacer las compras; los elefantes han olvidado; las jirafas no alcanzan ni a vislumbrar los bordes de su cárcel; a la cebras ya les da lo mismo el ser bicolores por naturaleza o sólo una caballeriza dadaísta dándole del yingo al yango de su blanco y negro; el rinoceronte pareceriera tener un rostro de melancolía y no de serena libertad; el hipopótamo ya no puede competir con el tiburón en ataques a humanos; el cocodrilo sólo sueña con haberse tragado un reloj y resultar algún trauma para algún pirata temerario, eso, y no una pseudo-escultura tallada para la posteridad de quienes gustan de arrojarle cosas a aquello a lo que se exige movimiento (es aburrido cuando un animal enjaulado no demuestra sus atributos, ¿no es así, pinche gente?; habrá que provocarles algo, lo que sea)…

He cambiado de opinión respecto al zoológico de mis días… y francamente hacia todo zoológico sobre la faz de la tierra; al menos todo zoológico cuyas áreas ecológicas se limitan a jaulas que hacen de los animales grandes bultos que marchan de un rincón a otro, tratando de adaptarse al enclaustramiento al que fueron condenados con el preámbulo de la captura, o el espantoso nacimiento en las profundidades de un cuadrado achicado por mallas ciclónicas y decoraciones que no engañarían ni al más ingenuo de los insectos.

He cambiado de opinión y decido no avalar ni un solo zoológico en el mundo: completamente horrendos por el simple hecho de basarse en buenas intenciones de restauración, mantenimiento, equilibrio y estabilización de la fauna mundial que se ven desviadas por «la solución final»: el cautiverio es la mejor medicina, así como evitar que un niño salga a jugar para evitar lastimarse o conocer el cruel mundo que nosotros mismos hemos forjado para generaciones que… avalarán la construcción de los zoológicos. Otros dirían, ¡bue’, existen las reservas ecológicas!

Siempre es lindo tener un gran felino o un mamífero de gran tamaño en peceras industriales, con suficiente espacio para que veamos rostros de otras especies cuyas expresiones no son indiferentes más allá de los “¡oh!” y los “¡awww!” y los “¡ájales!”

El zoológico de ayer… no era lánguido ni estéril, al menos desde mi aquel entonces punto de vista infantil.

 

 

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Andrés Baldíos
es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

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